Novelas y algo más


                                     


Cuando yo te vuelva a ver






                                                                    

                                                                                                                               Para Daniel y para Ana.
                                                                                                                                     Uno que se fué,
                                                                                                                               otra que le tocó seguir.




La sorpresa





La sala estaba repleta de personas que murmuraban entre sí, con las miradas fijas en el suelo o perdidas mas allá de la estrecha ventana entreabierta. Avancé, un tanto sorprendido por lo inusual que me resultaba la escena, hasta encontrar a mi esposa y a nuestros dos hijos llorando.
-¿Qué está ocurriendo?- pregunté, sin obtener respuesta. Ni siquiera me miraban.
Estaba realmente, desubicado en mi propio hogar. Recorrí con la vista el resto del entorno, para seguir en un estado de ensoñación que familiares, hermanos, tíos y sobrinos, me estaban recreando.
Siempre pensé que uno soñaba, o experimentaba mientras dormía, escenas del subconsciente en las cuales no sabe muy bien cómo proceder. De manera que si todo esto estaba siendo un sueño, intentaría hacer que tuviera un final al menos poco traumático.
Lo mejor estaba por venir, a dos metros y junto a la escalera que subía a las habitaciones. Un velo blanco que colgaba de la viga de madera ondeaba vagamente, dejando entrever el sentido de los llantos; tanta gente acumulada y yo sin enterarme, cuando parecía que solo había pasado media hora desde que salí del trabajo. Demasiado rápido para que todas aquellas personas se reunieran en mi casa, sin que yo recordara alguna reunión programada
Y ahí estaba, dejándome perplejo, con la boca seca y las manos abiertas apoyadas en las sienes, como si fueran a estallar. Ahí estaba yo mismo, mi cuerpo, recostado y acariciado levemente de tanto en tanto por quienes se acercaban. Decenas de veces había barajado en mi vida cómo sería, si existiese la posibilidad, ver la despedida cuando me tocara morir. Pero ningún juego, ninguna suposición, o cualquier sueño se podían comparar con aquella escena.
Mi rostro, ese que invitaba a ver una expresión de seriedad más que de relajación, era mi rostro. Definitivamente era yo, peinado como si fuera a una fiesta, afeitado; las manos cruzadas sobre el pecho, las uñas cortas, el reloj que mis hijos, con sus ahorros, me habían regalado para nuestro vigésimo aniversario de casados... Todos y cada uno de los detalles que conocía por verlos tras un espejo, o desde otro ángulo, ahora los apreciaba tal cual lo hacía la gente. Al parecer había llegado mi momento, el fin de mis días de carne y hueso, y una escalera de preguntas que caracoleaba hacia abajo, haciéndose empinada hacia arriba, rondaba por mi mente.
Lloré desconsoladamente, esperando que el reloj despertador me alejara de allí. El llanto no era por verme muerto, el llanto era por mi mujer y mis hijos, por esa tristeza que reinaba en la habitación. ¿Qué ocurrió? ¿Cómo era posible todo aquello? ¿Fueron esa decena de veces que quise ver mi cuerpo cuando yaciera sin vida las que habían pesado para que ahora estuviera allí?
Interiormente había deseado que los pensamientos y las actitudes de quienes me despidieran fueran de calma, en una mezcla de resignación y asimilación, pues todos nacíamos algún día y a todos nos tocaría morir. El llanto y la tristeza, la rememoración y la congoja, todas aquellas emociones que emergían no hacían mas que prolongar el cuadro de la despedida.
Al reponerme, minutos después, comencé a sonreír. Pasé de las lágrimas a la risa que desbordaba ironía, para hacerme cómplice, como en un guiño de ojo, de toda aquella pantomima. No existía, al menos hasta ese momento para mí, enseñanza alguna en verse uno mismo inanimado. El sentido de todo aquello comenzaba y acababa en tristeza. La vida me había dado miles de fundamentos para corroborar que la dicha y la felicidad eran logros que uno iba ganando, mereciendo, y de a ratos dejándolos al azar. Siempre salía el sol, la esperanza renacía aun en el paisaje más devastado, tras accidentes y durante las guerras, en las partidas y los despidos. Todo lo curaba el tiempo, aunque se vieran las cicatrices, todo volvía a encauzarse en una nueva costumbre que reemplazaba la perdida.
Pero ahora, cuando ya no volvería a estirar mis brazos al despertar por las mañanas, cuando no volvería a recostarme por las noches cansado pero satisfecho, comenzaría algo infinitamente curioso, no por lo nuevo, sino por lo desconocido.
Si ya estaba muerto, no tenía por qué estar sujeto a la tierra. Podría volar, atravesar muros y puertas cerradas como en el centenar de libros y películas que había visto. De manera que extendí los brazos y comencé a elevarme, girando mi cuerpo hacia delante, hasta que llegué a las vigas que cubrían la sala. Pero la ironía fue breve, la escena no cambiaba, mi cuerpo seguía inmutable y las personas comenzaban a marcharse. Me desplomé y volví a llorar, esta vez, amargamente. Todos y cada uno de mis años pasaron como latigazos fugaces, repletos de imágenes y sonidos, desde la infancia hasta esa última mañana.
Repasaba mentalmente, mientras balbuceaba los nombres de mis hijos, de mi esposa, todas aquellas cosas que tenía que hacer antes de morir. Ahora los recuerdos de deberes incumplidos, viajes postergados y sueños que ilusionaban desfilaban uno tras otro, a toda velocidad, como si de una cruel tortura se tratara. Eran los pensamientos guardados, los deseos acumulados en el cuarto de los proyectos que se dejaban para un mejor momento, los que ahora afloraban y ponían en tela de juicio aquella leve sensación de satisfacción diaria. Como haber viajado en una motocicleta a velocidad crucero, de tanto en tanto alguna curva a derecha o izquierda, a veces subiendo pendientes leves o sintiendo como la carretera bajaba y tras ella, mi andar. Pocas veces un acelerador a fondo, contadas ocasiones de detenerse y contemplar el paisaje, y muchas veces a pie... Toda una vida así de intercalada.
Enfurecido, apretando los dientes, sintiendo culpa y deseos de borrar todo aquello, me incorporé de al lado de mi propio cuerpo, lo tomé por las muñecas, y lo intenté incorporar. ¡Qué patético! En varias ocasiones una fuerza interior me animaba a superar inconvenientes, a abandonar la ira, a alejarme del desencanto y la frustración, inyectándome la dosis justa de ilusión para continuar el camino, por mí, por lo que era, por lo que tenía que seguir haciendo. Ahora esa fuerza interior ya no estaba dentro del cuerpo. Solo era energía y conciencia lo que me estaba dando protagonismo en esos momentos.
Giré y me abalancé sobre esos tres seres que me importaban por sobre todas las cosas, para abrazarlos e invitarlos a que la luz se hiciera presente y me evitara ese mal trago. Sentí un escalofrío cuando atravesé sus cuerpos, hechos una piña, abrazando a la madre uno por la cintura y el otro por los hombros. Hasta oí los latidos de sus corazones que acompañaron mi intento, cuando volví a atravesarlos y esta vez parecía que algo había producido.
Fijé la vista en Tomás, el pequeño que la semana anterior había cumplido los diez años. Tenía el dorado y casi imperceptible vello de los antebrazos erizados. Aspiré profundamente, expectante.
-¡Papá!- languideció, para apoyar la cabeza en el pecho de su madre, tras mirar aquel cuerpo recostado.
Más daño. Eso me estaba llevando con mi incursión, con mi regreso a casa. Toda la vida uno intenta evitar el sufrimiento de quienes ama, de verlos enfermos, padeciendo o desdichados. No podía hacer nada para revertir aquello, para cambiar el tiempo, el lugar o el momento. Me agradaba la soledad, pero en gran medida porque sabía que siempre haría lo necesario para no sentirme solo. Y ahora era el momento de reconocer que no estaba solo, sino que directamente no estaba. ¿Cómo seguía todo esto?
Deambulé por la casa, acompañado por las torturas de los pensamientos de lo que pudo haber sido y no fue, de los retratos y las fotografías de viejos pero ahora frescos momentos. El grifo de la cocina estaba mal cerrado, y las dos gotas que caían parecían jugar con el ruido del segundero del reloj, colgado en la pared de enfrente.
Era una locura. Estaba muerto e invertía tiempo en el grifo mal cerrado. Es que tampoco tenía una idea clara de lo que debía hacer. Quería correr, gritar, recostarme y llorar antes de dormir; volver a gritar, reír, buscar a algún ángel o a alguno de esos que dicen haber vuelto de la muerte, milagrosamente, y que me explicaran por qué no vi la luz al final del túnel. No recordaba algún accidente, el suceso puntual que me haya privado de seguir viviendo. Tan fuerte y profunda era la desazón que realmente no me importaba la manera y el momento en el que di el último suspiro. Además, de haberme puesto a reflexionar sobre ello, seguramente invertiría mucho tiempo en cuestionarme el “si no hubiese hecho esto”, “si hubiese llegado un momento después”, “si me hubiese esperado”...
Estaba siendo un sueño demasiado largo, el amanecer me acogería reflexivo y con intenciones de modificar muchas cosas. Pero el rojizo atardecer que cubría la ventana del lavadero volvía a encender mis deseos de respuestas, lo que me esperaba para el resto de ese sueño, el sentido de aquella experiencia.
Fue una buena idea resignarme. Si estaba muerto, no podría hacer mucho más que averiguar cómo seguía el alma, la energía, el espíritu, lo que cada uno llevaba dentro. Y si era un sueño acabaría siendo algo que alteraría el transcurso de mis días, pues las anteriores veces que me había visto morir no había abandonado mi cuerpo. Siempre la alegría de seguir vivo colmaba los temores con los que amanecía cuando soñaba que moría, haciéndolos desaparecer por completo al ver a mis padres, a los amigos y vecinos, a mis hijos, a quien vendía el pan, a todos y cada uno que formaban parte de mi día a día.
-¡Dios!- clamé, por cualquier resultado, confiado en despertar y no saber muy bien cómo comentar aquello en el desayuno de ese sábado.
-Dios... - dije entreabriendo los labios y aumentando en mí la creencia de que todo era veraz.
Ahora lloraba y reía, me auto-calificaba de loco, dando palmadas a las caderas mientras caminaba en círculos, mientras el sol se ocultaba definitivamente y me quedaba, por un instante, solo.
Priscilla encendió la luz de la cocina y frotaba la espalda de su hermano, despidiéndole y agradeciendo la compañía. Se la veía cansada, haciendo un último esfuerzo por asumir la pérdida, en un par de resoplos que yo bien conocía. El brillo de sus ojos seguía intacto, aquel brillo que me había enamorado y ahora se veía incrementado por el llanto. Una mujer noble, entera, con la que había vivenciado miles de situaciones difíciles y siempre había sido capaz de sobreponerse con valentía, con coraje y con ilusión.
Miraba hacia donde estaba yo, con la vista perdida. Esperaba que de una buena vez me preguntara “¿Por qué nos haces todo esto?”, como si fuese al menos ella la única capaz de darse cuenta que no me había marchado. Hubiese intentado romper los platos y jarrones, mover las cortinas o abrir la nevera, abrazarla e intentar apagar y encender la luz, cualquier actitud física, milagro o comunicación que le sirviera como respuesta.
Ahora Ezequiel se hacía presente, sirviendo un par de vasos de agua, sacándola de la nevera que estaba junto a mí. El mayor, mi ilusión, el primer fruto de amor con esa mujer, en quien tenía depositadas tantas expectativas. Solo trece años, recién traspasada la puerta de la tan difícil adolescencia, un mundo por delante. Era el que menos expresaba su pesar, el bastón de su madre, el que en esos momentos estaría recordando aquella vez que le dijo a su madre cuando fue a arroparlo una noche:
- Si algún día papá no está, yo te cuidaré.
Salí a ver a los perros, dejando que las lágrimas siguieran haciendo sus surcos. Todas las películas tristes me estaban pareciendo una comedia en comparación con las escenas que veía.
El cielo, negro y salpicado de estrellas, me recordaba la existencia del frío. Las luces en la carretera, a aquellos que volvían a casa, prestos a disfrutar del fin de semana, una buena cena con la familia o amigos, tal vez una película, quizá una salida al cine o un rápido dormir para amanecer pronto. Estaba fastidiándome tanta congoja, la risa y el llanto no modificaban mi estancia, el mundo seguía su camino y yo sin saber que me esperaba.
Extendí los brazos y comencé a elevarme. Ya había visto el barrio desde el aire, pero en fotos. Ahora quería ver cómo lo soñaba, o como lo veía desde lo que me tocaba.
Pasé por la casa de Marcos y Antonia, los vecinos de enfrente. Él miraba la televisión, recostado en el sofá, cerveza en mano. Ella en la cocina, preparando la cena y hablando por teléfono.
Me acerqué hasta lo de los Márquez, el matrimonio de viejecitos, los abuelos del barrio, que con más de setenta años cada uno, desde que tenía uso de memoria jamás habían dejado de participar en las fiestas que solíamos hacer todos los vecinos, tres o cuatro veces al año. Hacía cosa de un mes les había reparado una de las paletas del ventilador de techo, que se les había aflojado simplemente. Había aprovechado la ocasión y les había bajado la cuerda que encendía el mecanismo, pues les quedaba un tanto elevada para manipularla. Se estaban encorvando con el paso del tiempo, así que disimuladamente agregué unos centímetros y me despedí sonriendo, aceptando la caja con lechugas y tomates de su huerto como recompensa por mis diez minutos sobre una silla. Sabía que les hacía ilusión compartir lo que crecía en esa tierra que tanto cuidaba él como ella, y que jamás se compararía con el plástico que le vendían a uno en los mercados, como solía decir la abuela.
Yo paseando por allí, divagando, y mi familia acongojada, prestos a pasar lo que siempre creí como la noche más difícil.
Ya estaba bien de detalles, ya estaba bien de sufrir y padecer, era demasiado espeso y hasta extenso, de manera que aspiré profundamente y me dispuse a abrir los ojos aunque aun no hubiese salido el sol.
No había calificativos, no existía la expresión, no había conocido la actitud ni siquiera la había imaginado, cuando definitivamente caí en cuentas de que estaba muerto.




Los descubrimientos





Aunque todo pareció repentino y me invitó a suponer que se trataba de un sueño, pronto fui haciéndome a la idea de que poco sentido tenía lamentarme o aferrarme a lo que había sido mi vida. Creo que haber oído o leído acerca de “los espíritus” que vagabundeaban sin querer abandonar el mundo terrenal, sumado a la ironía que ello me suponía, había actuado en mí para aceptar que mi paso por la tierra había concluido. No por menospreciar la idea de los espíritus a los cuales aparentemente les quedan asuntos que saldar, o que intentan comunicarse con sus seres queridos, o que deambulan sin más; esto se trataba de asimilar la situación, como durante tantos años había intentado hacer ante las circunstancias: cuanto más rápido se asimile un logro o una decepción, una pérdida o una obtención, de igual manera llegará el camino hacia el siguiente objetivo. De poco valía, a mi entender, quedarse estancado en un disfrute o un padecimiento.
Era momento de reflexionar, de averiguar cómo seguía, si seguía, todo aquello; y tratar de encontrar la manera para contemplar a esa gente que compartió su camino conmigo, para ver el modo en que sus vidas continuaban. Se trataba de un apego tan terrenal y que tenía sus comienzos desde el primer momento en que extendemos los brazos a nuestros padres en busca de contención y afecto. Efectivamente este último intento se centraba en tener cierta idea de cómo continuaría mi familia.
Llegué hasta la habitación donde estaba Priscilla, un par de horas después que apagó la luz. Quería hallarla dormida, suponiendo que le habría costado conciliar el sueño. Me recosté junto a ella, acurrucándome para apenas rozarla, pues se había estirado de tal manera que ocupaba más de media cama. El espacio no importaba, pues ya no disponía de un cuerpo carnal; ya no existía el dolor muscular ni las sensaciones habituales de frío o calor, humedad o perfume.
Dormía, aunque de tanto en tanto resoplaba entrecortadamente. Me habría gustado besarla cuando aún era dueño de mi cuerpo, en ese beso de despedida que uno siempre supuso que sería emotivo. Solo pude cumplir el deseo de pasar una última noche a su lado. No sabía si todos aquellos que morían tenían esa oportunidad, pero comprendía que aquel vagón de tren que se alejaba llevando a la amada o amado, sin saber si volverían a verse, apenas reflejaba la tristeza de saber que en esa última noche, el hábito, la costumbre, el amor y los pequeños detalles solo acabarían siendo recuerdos. Dediqué el tiempo a buscar y refrescar los innumerables momentos bonitos que vivimos juntos, inclusive el día en el que nos conocimos. Es curiosa la manera en que los detalles desagradables, los enfados o las discrepancias quedan de lado cuando ya no se está. La persona ausente se ve incrementada en sus virtudes y lo que fueron sus defectos o detalles quedan aparcados, olvidándose poco a poco. Priscilla era hermosa, desde el primer día en el que me sonrío altaneramente, hasta esa misma noche en que volvía a dormir sola luego de tantos años.
¿Volvería a casarse?, fue lo primero que me pregunté, en una necesidad de saberla bien, acompañada, sin olvidarse de mí, pero fundamentalmente, sin olvidarse de seguir su vida. Ahora que ya no estaba, que no podía sorprenderla cuando entraba a hurtadillas a casa y la encontraba de espaldas, dándole un susto gracioso, no existía ápice de celos, de egoísmo. ¿De qué me servirían? No había sido dueño de su vida, sino un compañero especial con un compromiso bastante reiterado pero puntual: hasta que la muerte nos separe.
Siempre habíamos evitado hablar aquello de si alguna vez faltaba uno de los dos. A mí no me gustaba, ella directamente no quería imaginarlo. Y ahora se me hacía tan difícil, sabiendo que tenía que dejar esa familia, y esperando que pronto dejaran de llorar o lamentarme.
¿Acusarían mi ausencia los niños, al ser tan pequeños?
Mi padre había muerto cuando ya me había casado con Priscilla, tenía mi propia familia a punto de incrementarse, y pude tener unos últimos meses con él, aunque su enfermedad terminal buscara opacar esos últimos tiempos. Tantos años pasa uno preparándose para lo que resulta ser la vida, para luego en un abrir y cerrar de ojos, en días o semanas que son una tortura, dejar de ser, dejar de estar. Siempre se educa a los hijos como si fueran a vivir casi eternamente, confiando en ser los padres quienes nos ausentemos antes que ellos. Y habitualmente obviamos hablar con ellos de que probablemente algún día no estaremos, creyendo que su fortaleza intelectual les ayudará a sobreponerse, como lo hicimos nosotros, como lo hicieron los de antes que nosotros.
Pero Ezequiel y Tomás eran muy jóvenes aun. Creer que me buscarían en el cielo, entre alguna estrella que a ellos les hiciera ilusión, diciéndose que yo andaría por allí, renovó mi tranquilidad. No lo sabía, pero pronto iría descubriéndolo.
¿Qué ocurriría conmigo? Hasta ese momento, entre la sorpresa y la asimilación, todo parecía encajar en la idea que se tiene del morir, despedirse de los seres queridos, y marchar. Pero no tenía ni idea de hacia dónde, si alguien vendría a buscarme con voz angelical o amedrentadora, si hacia arriba, si hacia abajo...
Dejé estos pensamientos una hora antes de que amaneciera, incorporándome de la cama y saliendo por la ventana, cayendo levemente una vez traspasado el balcón, sin siquiera mirar atrás. Sabía que las mejillas de ella estaban cubiertas por un fino hilo de sal, sabía que ambos niños estaban sin cubrir por sus mantas y acurrucados, cada uno en su cama. Salí, mirando hacia delante, apoyándome suavemente en la hierba mojada por el rocío. Los perros esbozaron un par de ladridos, pero les hice un gesto de silencio, y volvieron a echarse cabeza en tierra, siguiéndome con la mirada.
Me iba, porque así tenía que ser, porque así lo sentía. Me iba, y aunque una especie de luz propia iluminaba mi andar, sabía que el amor que tenía también me acompañaba, desprendiéndose de tres de las fuentes de donde se nutría y que aun dormían.
En mi andar atravesé montañas y desiertos, crucé ríos y pantanos, me adentré en bosques y hasta espesas neblinas, sin reparar en el entorno ni en el tiempo. Y solo por haber vuelto a caer en cuentas de que estaba muerto, me senté en un tronco seco, y descansé.
Las preguntas se sucedían, sin importar si les encontraba respuestas o no. Tantos años en una vida buscando soluciones a los interrogantes, que cuando gran parte parecían resueltos, simplemente era la hora de partir. Tantas personas que vivíamos soñando una vida mejor, tantas que vivían como si la realidad fuera un sueño.
-¡Qué más da!- alcancé a decir, antes de que apareciera eso que se suponía era un ángel.
No tenía ni alas, ni instrumento musical alguno, ni cuerpo, ni chispas y luces saliendo por todas partes. Era una conjugación de colores donde predominaba la claridad, en la que mi propio ser parecía hacer sombra.
-¿Eres Asrael, ese que dicen que es el encargado de llevar las almas desde la tierra al más allá?- pregunté esperando una respuesta afirmativa, una invitación al diálogo, algo que me ayudara a entender.
- Sígueme.- se limitó a decir, con una voz clara y limpia, sin acento, sin transmitir calidez ni frialdad.
- ¿Hacia dónde...?-balbuceé, pero sin volver a oír su voz.
Esa luz se alejaba, dejando a mi alrededor absolutamente todo en penumbras. Solo el resplandor de su brillo, y algo así como una leve luz de mi propio ser era todo lo que podía ver.
-Tranquilízate, no tienes por qué sentir temor.- comentó, sabiendo lo que me estaba produciendo todo aquello, a la vez que la luz ampliaba su alcance y el paisaje se convertía en único.
Era algo terrenal, como un valle del África virgen, con toda clase de animales y plantas, flores y pájaros, ensimismados en sus funciones. Una cascada de luz caía sobre un extenso lago de un azul puro. Presté atención, porque definitivamente se trataba de luz lo que caía y no de agua, aunque el efecto al chocar contra el lago era el mismo que si se tratara de algo líquido.
Poco después nos detuvimos a la sombra de una sequoia, árbol que reconocí por su imponente tamaño.
A su alrededor y encerrados con piedras había cuatros estanques, de un metro de diámetro aproximadamente, donde algunos de ellos reflejaban el cielo aunque las ramas estuvieran sobre la inmóvil agua.
- ¿Esto es el cielo?- atiné a decir, mirando a mi alrededor incrédulo.
-Espera aquí, ya vendrán a buscarte.- acabó diciendo aquel ángel, espíritu o fuerza energética, antes de alejarse y perderse de vista.
Me dirigí lentamente buscando rodear la sequoia, apreciando cada uno de los cuatro estanques y la corteza del árbol, volviendo a las preguntas sin respuestas. Me dejé caer, como si apoyara la espalda y sintiéndome una hormiga que descansaba en el tronco de un champiñón. Me incomodaba la armonía reinante, un estado desconocidamente ideal que algunas veces en la tierra pareció durar minutos en mi vida.
-Espera aquí, espera aquí.- repetía, como si aquel valle tan ensimismado en su hábitat pudiera dar algún indicio de la llegada de alguien.
Incorporándome vagamente, me acerqué hasta el lago, para ver si había peces. En mi vida me había gustado la pesca; no solo porque la boya en algún sorpresivo momento se hundiera sin saber que el pez medía diez o cincuenta centímetros, sino por las reflexiones que se pueden hacer mientras se está pescando. Siempre había sido muy curioso pescar, porque varias veces uno regresaba a casa sin un trofeo, pero con nuevas ideas, diferentes interpretaciones, renovado.
A dos metros de la orilla, y antes de que pudiera dar un solo paso más, un fuerte viento tan cálido como frío a la vez detuvo mi andar. Retrocedí unos metros, teniendo una sensación como si cerrara los ojos, pero solo el haberme alejado pareció bastar para que el viento desapareciera.
Miré alrededor y volví a intentar acercarme. Esta vez el viento, no ya solo frío y caliente a la vez sino que más intenso, me arrastró hacia atrás.
Solo por la obstinación que a veces caracteriza a las personas, me levanté para abalanzarme sobre el lago, dispuesto a caer de pie sobre el agua, tuviera la profundidad que tuviera. Y fue como si hubiese detenido el tiempo, congelando la escena, los animales, plantas, pájaros y todo alrededor, antes de volar hacia atrás, aunque esta vez con la sensación de haber recibido un cachetazo en todo el cuerpo.
El golpe y la constante negativa me confirmaron que aquel lago era un sitio prohibido, o al menos lo era para mí. Parecía que invertir el tiempo en transgredir los límites definitivamente se había acabado.
Inquieto, volví a los estanques y lo curioso de que reflejaran el cielo aun bajo la sombra de las ramas.
Me detuve sobre uno de ellos, observando la imagen de mi rostro, como si de un espejo se tratara. El mismo rostro que recordaba del día a día, no aquel que vi esa tarde en el salón de mi casa. No veía mis manos, mis pies, mi cuerpo. Pero inclinarme y contemplar el agua fue como recuperar la figura carnal de la que ya no disponía.
Pronto la imagen de mi cara desapareció y en su lugar comenzaron a transcurrir las escenas de mi boda con Priscilla. Cerré los ojos y continué refrescándolas, mientras trataba de musitar las melodías de aquella tarde de otoño. Luego, y aun con los ojos cerrados, recordé el nacimiento de Ezequiel, años después. Al abrirlos, vi que el estanque continuaba reproduciendo aquel momento. Y cuando me refiero a abrir o cerrar los ojos, intento hacer mención de la actitud física que ello supone. Sin cuerpo, sin algo material que justificara la acción, solo quedaba recordar lo que ese gesto significaba.
-El tanque de los recuerdos.- pronuncié, pensando que sería algo así como una materialización del subconsciente, o el consciente mismo. Pronto desapareció esa idea.
Ahora podía ver el llanto de mi madre cuando nos peleamos con mi hermano, hasta el punto de golpearnos y hacernos heridas sin que eso nos detuviera. Mi padre nos había separado, abrazándome a mí con fuerza y llevándome a mi cuarto. Esa mañana no había visto a mi madre mientras peleábamos, por el enfado que llevaba contra mi hermano, pero ahora la estaba viendo. Lloraba y se llevaba las manos a la cabeza, mientras se refugiaba en papá y se preguntaba por qué habíamos llegado a eso.
Esto no lo sabía, o mejor dicho, no lo había visto. Había sido una estupidez de dos adolescentes, sin medir la tristeza que producíamos a nuestros padres comportándonos de aquella manera.
Más imágenes se reflejaban sobre la imperturbable agua, pero que no salían de mis recuerdos, o al menos de lo que yo hubiese vivido, sino de mi propia inquietud.
Dejé ese estanque y fui al siguiente; el tiempo parecía no avanzar ni retroceder, mientras todo a mi alrededor era vida en acción.
Priscilla servía los platos, mientras Ezequiel cortaba el pan y Tomas pasaba el cuchillo por su plato, algo que sabía que me molestaba. Mi lugar en la mesa estaba vacío.
El vecino de enfrente dudaba si tocar o no el timbre de nuestra casa, mientras su mujer le hacía señas con las manos de que lo dejara, de que volviera luego.
Mi madre, muy lejos de allí, contemplaba una foto mía junto a mi esposa y mis hijos, mientras resoplaba y preguntaba en un susurro: “¿Por qué él antes que yo?”.
Si el anterior era el estanque del pasado, este parecía ser el del presente. En uno podía adentrarme y conocer todos los detalles que quisiera, en el otro podía ver lo que estaba ocurriendo en la actualidad.
Por primera vez quise estar solo, sin que nadie me interrumpiera, sin que llegara quien iba a ir a buscarme. Y aun faltaban dos estanques...
Uno brillaba intensamente, y no me permitía ver nada, solamente me enceguecía, de manera que opté por saber de qué se trataba el último. Al inclinarme sobre su circunferencia, el agua dejó de reflejar el cielo, y al contrario del anterior, se oscureció y así permaneció hasta que me alejé, desilusionado al ver que no variaba ese negro profundo.
Visto el pasado y el presente, seguramente alguno de esos dos estanques sería el del futuro. Pero, ¿Cuál? ¿En cuál de ellos invertir la inquietud, en intentar ver cómo seguirían las situaciones? Enceguecido en un intento, u oscuro y desconcertante en el otro. Confiado en la idea de que aquel que brillaba intensamente representaría al futuro, regresé a comprobar si así era.
Las luces, variadas en sus colores y en la intensidad con que se mostraban, no me aportaban mayores detalles. Se alternaban, parpadeantes o girando hacia una y otra dirección. Por momentos desviaba la atención, primero ante la falta de sapiencia y segundo ante el insistente resplandor. No se trataba de que mis ojos, ausentes ya en su sentido físico, no pudiesen contemplar el estanque. Era mi ser, convertido en luces multicolores, quien no soportaba demasiado tiempo apreciando aquellos haces intensos.
Varios intentos no modificaron mi búsqueda; aunque en alguno de esos intentos me dio la impresión de asociar las luces con algún cuerpo o forma conocida, ésta rápidamente se desvanecía, transformándose en cualquier otra figura repleta de intensidad luminosa.
Seguramente aquel era el estanque del futuro, y estaba quedando en evidencia que no me encontraba preparado para interpretar lo que allí dentro ocurría.
Tenía para contemplar dos estanques, rodeados con esas piedras colocadas con tan riguroso cuidado; ambos me invitaban al conocimiento, sin saber el tiempo que tenía para aprovecharlos. Un pasado que conocía parcialmente, un presente del que no estaba siendo protagonista. El momento de las respuestas comenzaba.




Mirando atrás





Arrodillado en un principio, recostado después, miraba el estanque que parecía contener los recuerdos de mi vida, como así también demás sucesos que habían ocurrido y que desconocía por completo. Era solo cuestión de buscar la situación o la vivencia que quería refrescar o conocer, para que ésta se desarrollara en la superficie del agua.
Los sueños suelen conformarse por imágenes y acciones que hemos conocido, cobrando vida en nuestras mentes que dejan de recibir el estímulo visual cotidiano para centrarse en la vasta información almacenada y ordenándolas aleatoriamente.
En ocasiones los sueños suelen ser claros y fáciles de calificar; en otras, la complejidad de los mismos nos incita a olvidarlos. Hay sueños de los que no se desearía despertar, por lo intenso y agradable que resultan. Y ahora parecía que tenía cierto control sobre el tiempo y el momento en el que quería ver lo pasado, real o desconocido, experimentado o ajeno.
Mientras se sucedían las imágenes, intentaba centrarme en ellas, aunque se mezclaban con las sensaciones y los juicios que me provocaban. Podía ver hasta los detalles de mi infancia, tan lejana y agradable, mientras el recuerdo de Tomás y Ezequiel, mis hijos, se hacía presente.
Había sido hijo, y había sido padre. Tantas diferencias entre las generaciones, pero que me llevaban a evaluar cuánto se intenta hacer por los descendientes, y la manera en la que vamos dejando de lado nuestro propio crecimiento como personas individuales. Es indudable que cada padre pretende dar lo mejor a sus hijos, para que luego los hijos, con su vida encaminada, valoren y les sea de provecho lo que han recibido.
En alguna ocasión recriminaba a uno de mis hermanos la dedicación que tenía para con uno de sus hijos, preguntándole si el sentido de su vida se limitaba a eso, a intentar ser un buen padre, aunque esta tarea lo ensimismara en ese mundo que se iba abriendo paso el joven. Sería tal vez la ilusión, la aspiración de que ese hijo resultara siendo un adulto estupendo y ganador en una vida tan competitiva, la que impulsaba a ese hermano a tanta dedicación y expectativas. Qué rápida pasa la vida cuando se está inmerso en leves problemáticas.
También recordé el opuesto, aquellas personas que por su trabajo o por sus ilusiones habían sido padres y disponían de escaso tiempo para los hijos, bajo el argumento de que lo que hacían era para el bienestar familiar. La economía, el deseo de poseer en diferentes grados bienes materiales, llevaban a un culto por el constante crecimiento pero que privaba a las familias de horas diarias en las cuales compartir las alegrías y las preocupaciones. Al fin y al cabo, cuando la vida terminaba, nada de lo material transcendía a lo que estaba siendo el más allá. La zanahoria colgada de un palo delante de la nariz variaba de formas, pero siempre al alcance de la mano, mientras se caminaba y caminaba, invirtiendo tiempo y esfuerzos en la obtención de un rédito material.
Mi padre no había sido perfecto, había cometido muchos errores en su vida y seguramente se quedó con el deseo de que las cosas, en algunas ocasiones, hubiesen sido diferentes. Yo también me quedé con ese deseo personal, como si el haber sabido que ya no estaría junto a Priscilla y mis hijos y poder contar con unos días, una semana más de vida, hubiesen bastado para no sentirme desprendido de aquella manera y con tanto por mejorar.
Resultaba más fácil hacer esas apreciaciones cuando ya no se estaba en el día a día, sumergido en preocupaciones o en búsqueda de los breves momentos de felicidad. Regresar por unos instantes, intentando pedir disculpas y manifestando todo el amor e interés que sentía. Ridículo. Por el deseo de resarcimiento personal volvería y esperaría la comprensión de mis amados y queridos, que en una acción o gesto de mi parte, deberían de olvidar la ausencia de lo que en ese mismo momento intentaría darles.
Definitivamente, no lo había hecho bien.
Y no solo por lo que había dejado de dar o consideraba obvio, sino también por lo que yo mismo dejé de darme. Aquello que sacudía mis emociones, elevándome y descendiéndome sin miramientos, con solo refrescar lo hecho y lo que quedó por hacer. El equilibrio.
Aquel libre albedrío, donde cada uno escoge las formas y maneras, los tiempos y las pautas, asumiendo las consecuencias afortunadas o las poco felices. Y a menudo, de manera general, el ser humano quiere, desea, necesita una nueva oportunidad para intentar hacer mejor aquello que le importa y que es capaz de reconocer que no ha hecho bien.
Entonces volvería, corriendo si hiciera falta, para darles más besos a mis pequeños, para decirles a esos amigos que no posterguen el día de pesca que hace tanto prometieron. Le pediría a Ezequiel que hiciera de su vida lo que quisiera, en busca de la aparentemente compleja felicidad, confiando en que siempre contaría conmigo para compartir sus logros o desencantos, y reservándome los comentarios de desaprobación, de esa constante actitud de guía que uno ejerce creyendo que esa vida que engendró es propia, cuando es del mundo.
¿Quién no se ha equivocado alguna vez? ¿Cuánto vale en la carrera de la vida las caricias de los padres cuando se tropieza, y la palmada o el abrazo cuando se llega a un logro? Cada vida es única, naciendo bajo el cuidado de quienes nos aportarán los elementos necesarios para desarrollarnos y darle un sentido personal. Es como si la vida misma lo hubiese querido así, a pesar de que en varias ocasiones se intentara revertir esa circunstancia, sintiéndonos responsables o culpables del futuro de nuestros descendientes.
Ahora veía todos los esfuerzos que había hecho mi padre por mí, por nosotros, trabajando y resignando momentos personales porque cada uno de sus hijos tuviéramos una buena educación, la ropa que queríamos, el dinero que jamás era suficiente para salir con los amigos alguna que otra vez... Y solo cuando su corazón cansado dijo “basta”, que los cuatro hermanos estuvimos casados y con nuestras vidas encaminadas, me limité a agradecer a modo de plegaria todos aquellos esfuerzos que había hecho. De esa manera terminé de heredar el compromiso por el bienestar y las satisfacciones sociales de los míos, continuando en la rueda de producir y producir para lo que siempre creí que era disfrutar, aunque realmente invirtiera una vida en intentos.
Me resultaba estúpido y lamentable tener esas ideas cuando ya no estaba. Volvía a ser como una película, un libro que uno lee y se propone ser diferente a partir de razonar una información que recibe pero no termina de ejecutar. Pero, al fin y al cabo, estaba muerto; no había hecho bien siguiendo tendencias, tal vez me habrían faltado descubrir y actuar en nuevas etapas, seguir creciendo y aprendiendo. No era remedio o solución, pero sí la autocrítica de saber que en donde estaba ahora recostado, de nada valía el dinero o los hábitos, las promesas y el tiempo perdido. Tal vez pudiera pedir una nueva oportunidad para hacer las cosas mejor. Estas ideas no deberían ser simplemente para sentirme disconforme conmigo mismo; también algo se podría hacer al respecto, tal vez algo me daría una tranquilidad definitiva.
La incomodidad me hizo incorporar y acercarme al siguiente estanque, donde el presente terrenal parecía reflejarse.
Priscilla se acercaba a la nariz una de mis camisas, aspirando profundamente y rememorándome en un “Augusto...” que sonaba a nostalgia, para luego doblarla con cuidado y guardarla en una bolsa negra. Ezequiel estaba en el sofá del salón, abrazado a una jovencita de la cual me había hablado pero que no terminaba de encontrar las palabras para entablar una relación. Al parecer había encontrado la manera, y en su rostro se reflejaba la satisfacción y el enamoramiento.
Tomás abría la puerta e invitaba a pasar a un hombre con un ramo de jazmines mezclados con rosas rojas. ¿Cuánto tiempo había pasado? El calendario junto a la nevera señalaba otro año y el mes del cumpleaños de Priscilla, septiembre.
El hombre esperó de pie en la cocina, buscando donde dejar las flores. Empezó justo por las puertas contrarias de los armarios donde yo sabía que estaban los jarros y las ensaladeras. Fue Priscilla la que abrió la última puerta, buscando un jarrón que le había regalado su madre de un viaje que había hecho a la India, tantos años atrás. Sonrió y le dio un afectuoso beso, recibiendo las flores y algunas caricias en sus brazos.
Dejé de mirar el estanque, para girar la cabeza lentamente y contemplar mi alrededor, el escenario que ya conocía, con los animales y plantas, el lago prohibido, sintiendo la placentera congoja de que mi familia continuaba con su vida.
Fue increíble notar la cierta dosis de tristeza que podía empañar la escena por mi ausencia, y la manera en que esta tristeza se desvanecía para dar lugar a la alegría de que Priscilla, aquella hermosa mujer que tantos años compartió su vida conmigo, seguía viviendo y con deseos de compartir sus sensaciones y lo que le quedaba de vida con otra persona, tal vez sin olvidarse tal vez de mí, pero principalmente sin olvidarse de ella misma.
Indudablemente, el presente estaba siendo más benigno que aquel estanque de los recuerdos. Yo también hubiese intentado rehacer mi vida si era ella quien faltaba.
Sentí deseos de dejar aquel lugar, la sequoia, los estanques, y de dar un paseo. No sé cuánto tiempo había pasado; a juzgar por el calendario que vi en la casa, muchísimo, pero parecían horas. Recordé las palabras de ese indescriptible guía, la luz fulgurante que me invitó a permanecer allí hasta que alguien viniera a buscarme.
Solo me alejé del árbol lo suficiente para apreciar, a lo lejos, otra sequoia, igual de grande que la que albergaba mi estancia. Un halo de luz brillante se acercaba a aquel árbol, acompañado por una luz notoriamente menos intensa. Al apreciar los movimientos posteriores, era alguien que como yo en su momento, llegaba a su sitio de espera. La luz brillante desapareció, y aquel tenue resplandor que sería de una persona comenzó a desplazarse en círculos.
Tal vez se haría las mismas preguntas que me había hecho yo, tal vez intentara acceder al lago con mejor suerte que la mía, tal vez vendría hasta donde me encontraba. Creí que sería oportuno dejar que se habituara a todo aquello antes de, si no se acercaba, ir a su encuentro.
Regresé sintiendo como cuando silbaba una melodía agradable y recurrente tiempo atrás, mirando las matas de pasto moverse de un lado a otro tras mi paso. No estaba solo, tal vez jamás lo había estado.
Me detuve instantáneamente, mirando la manera en la que, del otro lado del lago, una luz tornasolada, arco iris nítido que variaba nerviosamente el orden de sus colores, se sumergía poco a poco a un lado de la cascada, vigilada por dos de aquellas deslumbrantes luces como la de mi guía. Se hundía lentamente, sin que el contacto con el agua mermara su brillo ni su nitidez, hasta que dejé de verla. La curiosidad se apoderó completamente de mi ser, junto a cierto temor porque aquello fuera el ocaso de una luz y me esperase el mismo destino: un profundo y oscuro descenso.
Comenzó a llover, aunque no vi llegar las nubes que cubrían parcialmente el cielo estático, donde el sol continuaba donde siempre había estado desde mi llegada.
Necesitaba algunas respuestas concretas y un significado para aquella estancia. Resultaba claro que siendo temeroso y nostálgico de poco me serviría para avanzar. Ya estaba en un sitio desconocido, habiendo traspasado el umbral entre la vida y la muerte. Pero me seguía sintiendo vivo, a pesar de la ausencia corporal o las necesidades habituales físicas. No podía escapar a las preguntas, dejándolas en ocasiones de lado para distraerme entre el pasado y el presente, pero regresando a ellas, o ellas invadiéndome por completo.
¿Qué era todo aquello que pintaba como paraíso, cielo previo mezclado con situaciones y geografías mundanas? ¿Cuál era el sentido de esperar contemplando el pasado y el presente?¿Hacia dónde iba aquella luz que entró en el lago? ¿Dios, estás ahí?


Fue muy fuerte el choque interno de ideas que se produjo. Porque aquel sitio también podía llegar a ser un purgatorio, un infierno, diferente del que había oído hablar en la tierra, que alguna u otra vez imaginé. Aunque el entorno era de ensueños, tranquilo y afable, y en nada hacía recordar al fuego eterno, el azufre y los castigos, el infierno bien podía estar en mi interior, si el pulso que echaban mis deseos de comprensión y crecimiento sucumbían ante la fuerza de mis “hice lo que pude”, “pensaba que era lo correcto” y “no me alcanzó el tiempo”.
Ahora, independientemente de la existencia o no de Dios, debía de ponerme de acuerdo conmigo mismo. Podían seguir existiendo las decenas, miles, millones de interpretaciones sobre algo en concreto, distribuyendo la misma verdad en los pedacitos de lógica, sentido común, argumentos y demás valores que cada uno posee a la hora de encontrar la verdad. Entonces descubrí que todo lo que se necesita defender, preservar y justificar no es la verdad, sino algo a lo que nos aferramos y nos resulta convincente y de provecho para nuestros intereses.
La verdad existe porque existe la mentira, aunque ésta provenga del error. Así como la oscuridad es tal por la falta de luz, o el frío por la ausencia de calor, la verdad, más compleja, se presenta contraria a lo falso y equívoco. Hay pocas situaciones en el mundo en las que la verdad parezca un todo: si el sol sale por el este, si el norte es arriba y el sur abajo, dos más dos cuatro y varios ejemplos más. Y allí comienza lo relativo.
Decir que se está encaminado en la búsqueda de la verdad es columpiarse en la gruesa cuerda que sujeta Dios por un lado, y el polvo por el otro. Cuando ya no estamos vivos es cuando caemos en cuenta que la cuerda se rompe y nos decantamos hacia uno de los lados.
Y a juzgar por lo que estaba cuestionando, lo que me rodeaba y los deseos que tenía, definitivamente había caído hacia un lado.
No podía demostrar fehacientemente la validez de mi creencia. No tenía un argumento valedero y categórico para justificar la elección de que alguien inmensamente poderoso había sido quien creó todo lo que conocí. Heredé y moldeé ese reconocimiento, intenté encontrar respuestas a aquellos designios divinos que se presentaban como irrefutables. Pero la pereza y la falta de interés me fueron alejando de las preguntas; poco a poco fui dejando de lado las inquietudes, sumándome al colectivo de quienes creían en la existencia de algo superior, y con eso ya bastaba. Si al fin y al cabo, y después de tantos años y años, uno a veces no llega a conocerse a sí mismo de manera total y absoluta: ¿Cómo podrá pretender conocer algo invisible y en constantes momentos, teórico?

Existen evidencias que invitan a la polémica, pero la simple creencia y el actuar bajo ciertos mandatos divinos en pos de una vida digna, acababan siendo la excusa perfecta.
Sintiendo que había elegido la creencia de algo prácticamente imposible de justificar con verdades terrenales, supe que, antes de pretender entender y darle validez a lo exterior, a lo que no conocía pero de todas maneras elegía como válido, lo más importante era que me conociera a mí mismo.
El sentido por el cual me había sido dada la vida, las elecciones a lo largo de ella, la interpretación de los caminos elegidos, el objetivo final.
Y tuve la extraña sensación de que, si todas aquellas preguntas eran vividas más que respondidas, no haría falta, no existiría, no sería necesario que me preguntase sobre la existencia divina.
Las luces que conformaban mi ser se alborotaron; me sentí alterado y desubicado. Los planteamientos pasaban por el sentido de mi vida, y el apartado donde debía ir asignada la respuesta estaba en blanco.
No se trataba de tener en claro de qué manera me ganaría la vida. Lejos quedaba la idea de sumar los buenos actos, las nobles intenciones y los aprendizajes positivos. ¿Para qué me había sido dada la vida? ¿Para hacer lo que pude? ¿Para perfilarme en tal o cual ocupación laboral? ¿Para vivirla intensamente?
Había dejado la tierra sin saber la respuesta, sin siquiera habérmela planteado. Fui dueño de un cuerpo, de un espíritu y un alma, y con todos los hechos que prediqué, no supe enterarme de la verdadera idea de mi presencia en el mundo.
¡Cuán infame resultaba la creencia de si fui un empleado ejemplar, un profesional mediocre, un buen padre o regular padre! ¡Qué poco amor había puesto en la gran mayoría de mis actos! Gasté todo el tiempo de utilidad que tuve en contentar mis míseras expectativas.
Las elecciones que hice, a lo largo de los años, siempre fueron en la búsqueda de la prosperidad, el orden y el bienestar resultante de vivir equilibradamente. ¿Cuándo fue que olvidé la verdadera idea de saber para qué me había sido dada la vida?
Porque no existían las excusas, porque de poco valían las justificaciones, porque reconocía como el libre albedrío la expresión máxima de cada uno, es que desde ese mismo momento comencé a experimentar la idea de haber encontrado la punta del ovillo.





La aliciente compañía






Apreciaba el estanque de los recuerdos, sin prestar demasiada atención a las escenas que en su interior se recreaban, solo por el interés en aquella cercana luz que había llegado hasta la otra sequoia y la posibilidad de que se acercara. La inquietud se había hecho presente, el deseo de intercambiar sensaciones o información comenzaba a roer nuevamente, como en el momento de contemplar mi cuerpo inanimado. Parecía ser un buen momento para que algo nuevo ocurriese, algo más productivo que estar a la espera de no saber qué y mucho menos, durante cuánto tiempo. Y aunque lo supiera, tampoco había sido una persona que disfrutara de esperar, amigo de la paciencia cuando había que dejar que el tiempo hiciera su trabajo. Muchas veces había discrepado con mi esposa, tratando ella de darme a entender que por más ansias, inquietud o fastidio, las cosas se daban cuando se tenían que dar, cuando todo estaba adecuado para que sucediera.
Me dirigí hacia el encuentro con aquel ser, cuestionándome en cada metro que avanzaba si estaba haciendo lo correcto, si ese gesto de mi parte sería sancionado de alguna manera, como el rechazo inexplicable al haber querido acceder al lago. A medio camino me detuve y no tuve valor de seguir.
Regresé y lamenté no haber cumplido la intención. Estaba dividido en el desafío de querer comunicarme y el acatamiento de la orden de espera. Aun sin el que durante tantos años había sido mi cuerpo, creía tener intacto el sentido de la consciencia.
La sorpresa llegó al mirar más allá; la luz de aquel ser había recorrido la otra mitad de camino, aquella misma que yo no me atreví a transitar, deteniéndose y esperando, seguramente, mi actitud. Rápidamente me encaminé y llegué a su lado, imaginando un rostro, una figura, un hombre o mujer, tal vez niño o niña...
Ni rostro, ni figura. Pequeños destellos de luces se movían incesantemente dentro de su contorno, como si le agradara el estar conmigo. No oía su voz, pero entendía lo que de alguna manera me estaba diciendo sin palabras, sin una voz que identificara esa presencia.
He pasado mucho tiempo buscando la manera de explicar aquel encuentro, pues lo que en la tierra era habitual distaba de sobremanera en aquella experiencia. Junté palabras como calidez, confianza, alegría, gratitud, compañía, afecto, paz...
Sentía en aquel movimiento de luces algo así como el amor de una madre, de una esposa, de una calidez femenina pura e incondicional, en el opuesto que se atrae y gusta. Pero no podía asegurar que se tratara de una mujer, y mi condición de hombre se remontaba a que tiempo atrás había sido Augusto, esposo de Priscilla y padre de Ezequiel y Tomás. Sin cuerpo, el sexo no solo carecía de sentido, sino que resultaba algo absurdo. Dos amigos, dos amigas, dos compañeros o compañeras; en cualquier situación se podía encontrar una afinidad agradable, donde la cuestión sexual quedaba de lado.
El mensaje, la comunicación, el intercambio de sensaciones, todo aquello que era dar y recibir se producía a través de leves chispas de luces multicolores, claramente identificables en sus puros colores. Así, la pálida tristeza se escondía en un tono amarillo opaco, el agrado y el afecto jugaban entre verdes y rojos, las preguntas eran celestes y los temores o inquietudes, simplemente morados. Cada destello de luz se conjugaba, como si de notas musicales se tratara, para darle sentido a los mensajes que iban y venían. Una nueva manera de comunicación, en la que compartir lo que cada uno sentía e interesarse por lo del otro hacían de ese momento un estado ideal.
Y sensación. Todo parecía resumirse en una sensación que abarcaba centenares de adjetivos. Mis temores habían sido sus temores, su alegría jamás pareció haber dejado de ser la mía, el tiempo que no habíamos estado juntos era porque estábamos haciendo otras cosas menos importantes. Tal vez enviaron desde aquel mundo que había abandonado, una sumatoria de afectos mezclados y conjugados en un ser, donde mis amigos, mi esposa, mi madre, mis hijos, los conocidos con quienes había tenido alguna relación agradable, todas las personas que eran importantes en mi vida, cabían en un cúmulo de luces y generaban ese afecto y ese deseo de permanencia.

Me alejé unos metros, rememorando la sensación de llanto y frustración, mi vida perdida y mi estancia enigmática, lo que había dejado de ser y lo que no sabía qué estaba siendo. Quería descansar, estar en paz, sin más cuestionamientos, sin sobresaltos ni conjeturas. Ya no era mortal, pues me encontraba en lo que había después y jamás tuve la certeza de que existiera, de entenderlo, de dimensionarlo.
La tenue luz en la que se basaba mi presencia se incrementó repentinamente, ampliando su alcance y calidez, su tamaño y resplandor. Como si se agregara más combustible al fuego, como si una cortina se descorriera por completo y ya no hubiese sombras; así de intenso fue cuando el otro ser me envolvió, fundiéndonos ambos en un momento y en un instante. Dos piezas que encajábamos a la perfección, creados en la eterna idea del pasado, presente y futuro; perdidos y vueltos a encontrar, alejados pero en la constante búsqueda de comunión.
Era, definitivamente, muy difícil describir todo aquello. Mis leves recuerdos del amor y la fe, las constantes búsquedas y los pequeños instantes que jamás parecían llegar a llenar medio vaso de la llamada felicidad, todo eso y seguramente algo más, cabían en un par de resoplos. La vana ilusión, aquella, la de querer atrapar el viento con las manos, parecía la responsable de tanta inversión de tiempo y el descuido de lo que realmente acababa llenando el vaso.
Volví al árbol, necesitaba descansar y procesar tantas emociones, ya que aquel encuentro parecía óptimo pero no terminaba de aclarar el sentido, el lugar, la espera.
No recordaba algo más ideal, un estado de gracia tan amplio y puro, constante y que no diera motivos a suponer que llegaría a su fin algo así. Tantas variantes, instantes atrás cuando me dejaba envolver por la preocupación debajo del árbol, para luego tener un encuentro con un ser con quien deseaba compartir la eternidad.

Me alegraba haber elegido creer en un ser supremo. Cierto día leí aquello que buscaba darle un sentido a la elección personal de cada uno. Una persona se pasa la vida creyendo que Dios existe, intenta cumplir los mandatos o leyes que las diferentes doctrinas o religiones enumeran, y al final de su vida, nada de lo que había creído existe. Ni cielo, ni infierno, ni paraíso, ni purgatorio. ¿Qué perdió por haber intentando seguir ese camino?
Pero la gracia, o la convicción personal, me llegó cuando la suposición se ocupó de la otra posibilidad. La persona que no cree en Dios, ni en nada supremo, y va haciendo por la vida con una intención de autosuficiencia admirable. Al morir, resulta que sí existe Dios..., aunque toda su vida haya esquivado y negado, ante la falta de pruebas concretas a su entender, dicha existencia. ¿Qué ocurre con esas personas que han negado la existencia de un Ser superior?
Y también supe que mis argumentos tenían poco peso a la hora de debatir entre creer o no, el más allá y la eternidad. No tenía sentido discutir o explicar, justificar o refutar, pues cada uno elige la creencia que de mejor manera suple sus necesidades y convicciones.
Ahora me servía de consuelo saber que jamás habría castigado eternamente a ninguno de mis hijos, cometieran la falta que cometieran, se equivocaran de cualquier manera, o se alejaran de mí y vivieran como si yo no existiese.
El Dios en el que creía, aquel que era el padre de todo, ¿Condenaría eternamente a uno de sus hijos? En ese momento supe que aquello del infierno, el purgatorio, el abismo y todo lo tenebroso que le esperaba a los mortales si no cumplían las órdenes, efectivamente, no tenía sentido. Dado que el temor suele paralizar, las religiones se han dedicado a informar que un purgatorio aguarda por nosotros, que un sufrimiento jamás imaginado y vivido sería el destino de quienes se apartan y no cumplen los mandatos del Ser supremo. Con todo el amor y la ilusión que uno concibe a un hijo, ¿Puede luego desahuciarlo porque no resultó una persona digna de las mínimas expectativas? Desde luego que no, por el amor que hay en cada uno de los seres humanos, manifestado en mayor o menor medida.
Y la desilusión al entender que quienes conocen la verdad y se aprovechan del temor y respeto de los fieles ha sido una constante. Centenares de siglos, de obligaciones impuestas mentalmente, de castigos y miserias o gloria y redención. Tantas muertes en nombre de Dios, tanta recaudación de dinero para la obra de ese Dios en la tierra, tan materializada la fe. La suntuosidad de los templos, iglesias y catedrales, donde dicen que habita ese ser supremo, que fue capaz de crear al mundo pero necesita dinero del sudor de nuestras frentes. Algo estaba siendo muy evidente.

El ángel, el espíritu, aquella luz brillante que me había guiado hasta la sequoia, se hizo presente, sacándome del divague y la intención de aclarar o calificar lo hasta entonces sucedido.
- Sé que estás cansado, también confundido o desorientado. Necesitas evaluar, mirando hacia atrás sin dejar de ver y saber lo que eres. Tienes demasiadas preguntas, y sabes que encontrar todas las respuestas te brindará una satisfacción leve, ya que el instinto te llevará a querer más.
Debo reconocer que me sentía desesperado, como un preso al que tantos años se le mantuvo cautivo e impedido de comunicación, tratando de hacer la pregunta que creía más importante, la respuesta que más necesitaba saber. Descarté el ¿Quién eres?, ¿Qué es este lugar? ¿Hacia dónde iré? y algunas otras cuya respuesta, efectivamente, no me serían de provecho posteriormente.
- ¿Qué debo hacer?- pregunté decidido pero con calma.
- Aprender. Mira aquello que no has hecho bien, evalúa lo que has dejado de hacer, juntando toda la información necesaria para llegar a ser una luz eterna.
Nuevamente volví a descartar preguntas relacionadas directamente con esta respuesta que me había dado, temiendo que aquel diálogo acabara inesperadamente.
- ¿Cómo sigue todo esto?- dije, temiendo haberme precipitado con la pregunta.
- Como tú quieras que continúe. Tienes toda la capacidad de hacer, y cada elección depende pura y exclusivamente de ti.
- Muy bien, pero al lago no puedo entrar.- refuté como si ya existiera la confianza necesaria con ese ángel o guía.
- No te preocupes, ya entrarás.- contestó, para luego desaparecer y dejarme completamente desconcertado.
Repetía el breve diálogo, prestando atención no solo a las respuestas de aquel ser, sino también a mis preguntas. Aprender, como yo quiera, y en algún momento entrar al lago. Detalles nuevos que no armaban un puzle pero servían para hacer hincapié en lo que debía hacer para evolucionar. “Llegar a ser una luz eterna”, había dicho la luz.
La luminosidad que conformaba mi ser en esos momentos distaba notoriamente de la de aquel ángel o emisario, siendo más tenue, más leve y estática, pero que pareció aumentar considerablemente en intensidad cuando había estado con el otro ser compartiendo sensaciones.
Caminé junto a los estanques, absorto en preguntas y respuestas, con poca intención de detenerme en alguno de ellos. La otra luz, el otro ser, la nueva compañía, seguía estática en el mismo lugar donde la había dejado. Me acerqué y emané casi todos los tonos de morados y amarillos, aunque los verdes y rojos parpadeaban repletos de expectativas. Estaba con demasiadas inquietudes como para disimularlo, aunque me alegraba inmensamente volver a estar con esa compañía.
Lo obtenido, la respuesta o la devolución a todo aquello, lo pude graficar de una manera que creo que resultó sencilla para mi interpretación.
La persona, el ser humano en sí, tanto hombre como mujer, es como uno de esos fuegos artificiales que se ven en las noches de fiesta. Se carga, se produce, se proyecta con la idea de alcanzar una altura y uno o varios colores. Algunos vuelan muy alto, explotando y dejando una luz determinada que dura unos instantes. Otros son más amplios, mas coloridos. Otros ni siquiera despegan, sino van rozando el suelo, divirtiendo con ruidos y luces constantes, hasta que se les consume la pólvora. También los que se encienden y no explotan, ni serpentean, y se apagan sin que haya comenzado su vuelo. A muchos niños he conocido y he lamentado por su precipitado fin.
Hay los que solo están hechos para hacer estruendos que amedrentan y a veces son festejados. La mayoría intenta llegar lo más alto posible, pero esto siempre depende de lo que estén hechos.
Como estos objetos, el ser humano depende de lo que haya ido incorporando en su búsqueda de ascensión; para divertir, para volar muy alto y caer lentamente, para andar con rasantes alegrías, o perderse entre las estrellas, cuando en un rápido parpadear, aquel vuelo repleto de combustible se transforma en una luz constante y eterna más, una estrella que se mantiene en el firmamento, donde alguna que otra vez miramos para hablarle a esos seres queridos que ya no están.





El aprendizaje






Había que aprender. Esa parecía la consigna, según las palabras de aquel ángel o guía. Prestar atención a lo que no se había hecho bien, lo que no se había hecho, potenciando al máximo la capacidad de sentir para poder brillar, en el objetivo final. ¡Qué difícil!
En mi vida había sido recurrente aquella frase que indicaba, sin más, que la perfección no existía. Y debido a esa idea concreta, la respuesta a modo de pregunta era ¿Para qué buscarla?
Al parecer existía un límite, impulsado por la creencia popular, indicando que se podía llegar a ser un gran ingeniero, el más valorado de los maestros, brillante entre los pensadores, afamado médico, legendario soldado, gran gobernador y demás logros, pero ya. No había más. Pocos justificaban la búsqueda de esa luz eterna que uno podía llegar a convertirse, resultando más complejo que al parecer sencillo. Rodeado de personas que se auto-imponían límites, cualquiera sabía que imaginarse pleno de sabiduría como para brillar eternamente suponía dejar de ser humano. Y apenas se podía con los problemas cotidianos, el trabajo, las miserias sociales y los intentos por satisfacer las necesidades materiales, que para mirar más allá no quedaba ni tiempo, ni certeza de que realmente existiera ese brillante destino.
El estanque de los recuerdos me permitió navegar por el tiempo, divagando entre años y siglos para apreciar sucesos que habían sido grabados en la historia y retratados de varias maneras, pero que ahora, allí donde me encontraba y bajo esa templada agua, se mostraban mas fidedignos.
Podía situarme tras la espalda misma de un hombre que había sido escultor, pintor, científico, médico, que tan distante resultaba de sus pares de la época. Fue emocionante contemplar el destello de luces que brotaban de él mientras creaba; al pintar un paisaje, al martillar medidamente una roca, al mover las manos antes de escribir sus ideas, como si diera forma en el aire a esos pensamientos antes de volcarlos al papel en trazos que parecían garabatos. No era un genio, ni alguien que había sido tocado por una vara mágica. Era alguien que tenía el conocimiento interior, sumado a lo que en su exterior sucedía y permitiéndose el mezclarlo con sus sueños. Se limitaba a exteriorizarlo apasionadamente, antes que su cuerpo se marchitara. Todo estaba dentro de él, y solo daba rienda suelta a las motivaciones externas que le ayudaran a aflorar esa sapiencia.
Y es que mientras muchos se dedican a buscar y disfrutar cuando encuentran, algunos pocos entienden que se trata de descubrir.

Todo estaba dentro de él. Así como la perfección parecía no existir, esto otro también parecía una constante. Un niño asiste a la escuela para aprender, para ordenar en su interior las capacidades habituales que todos tienen. Pero luego, pasados los años, se transforma en el creador, con las herramientas que ha ido adquiriendo, de sus obras, de su destino, hasta que acaba su tiempo.
Ahora estaba entendiendo que al haber mirado alrededor, al seguir los prototipos de personas, las tendencias y las costumbres, me había convertido en una persona normal, común y corriente, con mis virtudes y defectos, y nada más. Las estrellas que brillaban en el firmamento siempre habían parecido lejanas, la mirada siempre había vuelto cercana al suelo. El resplandor, lo eterno, la capacidad inmensa, todo parecía una locura de la cual difícilmente se podría salir si uno se encaminaba. Además, había oído reiteradamente aquello de “Cuanto más se sabe, mas se sufre”. Y no conocí a nadie dispuesto a sufrir por saber.
Porque siempre parecía haber en el mundo alguien ocupado en un asunto que los demás desestimábamos, y se vivía apaciblemente dejando que esos descubrimientos llegaran a nuestras vidas, afectándolas o no.
Ya sin un cuerpo físico, sin las preocupaciones cotidianas, sin las vagas metas a mediano y largo plazo, podía apreciar con mayor claridad la inmersión en la que los seres humanos nos habíamos volcado. Y ninguna de las metas, materiales o sociales, habían producido una satisfacción constante, pues siempre se iba a por más. Tantos años trabajando y preocupados por tener una casa, mirando de reojo al que ya la tenía y viendo que se encontraba con otros problemas. Tantos cuadros creados, reflejando una situación que con el debido cuidado se perpetuarían siglo tras siglo, tampoco daban la sensación de plenitud en su creador. Tantos libros escritos, sin que las miles de millones de letras combinadas entre sí solucionaran el hambre y la guerra, las miserias humanas y sus seguidores.
Tener más jamás supuso mayor felicidad. La vida era simplemente un trámite que había que sortear, donde a la inmensa mayoría siempre nos faltaba unos requisitos que decíamos no saber cómo obtener, aunque gastásemos la vida en intentos.
Volví a experimentar tristeza, evaluando la combinación de esas ideas y la intención de transmitirlas. Allí donde me encontraba, el más allá, resultaba sencillo visualizar todo aquello. Pero ¿Para quienes habían sido mis pares, para quienes seguían viviendo en busca de la felicidad, en tenues metas que prometían trascendencia, y para aquellos que aun no le encontraban el sentido a su vida, qué?
Y el sentido no pasaba por definir una vocación, una inclinación hacia cierta profesión u ocupación. El sentido de la vida, más allá del desenvolvimiento para ganarse el sustento, se encuentra en descubrir y reconocer el destino de nuestra concepción. Para qué nos ha sido dada la vida, en lugar de lo que haremos para ganárnosla.

Sabía que sería complicado que alguien creyese en el sitio donde me encontraba, si pudiera compartirlo o retratarlo. Podía llegar a convertirse en un original cuento, que por espacio de unas horas entretendría. Pero no resulta el envoltorio de un regalo lo que agasaja, sino su contenido. No era la separación de cierto o erróneo, sino la utilidad que tendrían las palabras. Y supuse que varias personas juzgarían lo que intento transmitir por lo fidedigna que puedan resultar mis descripciones y comentarios, aunque se trate de un lugar desconocido. Y de lo que menos pretenden hablar estas palabras es de lo que ocurre luego de la muerte, el entorno y los paisajes, sino de compartir la manera de ver la vida cuando ya no se está.
Solo el saber que cualquier intento por comunicar mi experiencia acabaría siendo como una señal, como una marca en el ascenso a una montaña, me motivó para el sentido colectivo de aquel aprendizaje. Porque no era tan solo para los demás, sino también para mí mismo.
El aprendizaje propio, aquel del que me había hablado el ángel, aun parecía distante.
El árbol, los estanques, el lago, las luces, todo tendría que ser propicio para el conocimiento, siendo el marco adecuado para lograrlo. Poco a poco iba quedando en claro que mi presencia en aquel sitio no estaba basada en lo testimonial que pudiese resultar, con un posterior y leve intento por transmitir las vivencias. Había una diferencia en aquella situación si era cotejada con algunos comentarios o ideas de quien pasó unas semanas en lo alto de una montaña, reflexionando y analizando situaciones. Quien baja de la montaña y comparte sus experiencias puede ser interpelado, tanto en sus escritos como en su interés. Mi situación, evidentemente más compleja, daba a entender que el hilo se había roto, que nada volvería a ser como antes, que el habitual rechazo o menosprecio a lo que no se conoce podía echar por tierra mis intentos.

Quería cambiar la dinámica de los hechos, el protagonismo que tenía mi presencia allí; y para ello, buscando una pausa en la perseverancia, fui hasta la otra sequoia.

Aquel ser se alegró de mi visita, suspendidas sus luces sobre una de las ramas del árbol. Parecía reposar, en lugar de estar mirando los estanques o dando vueltas como tiempo atrás lo había hecho yo. Resultaba muy curioso interpretar la alegría o la tristeza sin la presencia de un cuerpo físico que denote una amplia sonrisa, una mirada preocupada, una expresión que lo dijese todo. Pero al igual que un perro mueve la cola cuando el amo lo saluda, o los seres humanos sonríen cuando demuestran cierto agrado, aquel ser modificaba el destello, la intensidad y la frecuencia de las luces que hacían a su cuerpo, a su espacio o persona.
Nos alejamos de ese lugar, rodeando el lago sin que hubiese pausas en el intercambio de luces. Era perfecto. El marco, la situación, las sensaciones, el entorno o paisaje. Hasta podíamos apreciar el olor a tierra húmeda, por la lluvia anterior, o la fragancia de las flores silvestres, con solo pasar junto a ellas. Carecíamos de narices, de fosas nasales para aspirar y reconocer aquellos olores; no nos hacía falta, no lo estábamos imaginando, sino que la simple interacción con el medio nos facilitaba la interpretación y el estímulo que cada situación nos brindaba. Como decir que los ángeles, al no tener orejas, no oyen la música. ¿El viento, cuando pasa velozmente entre piedras u árboles, no se hace notar?
Había música, porque estábamos en movimiento. Y todo lo que está en movimiento produce sonidos. No era de instrumentos, no. Era la música de la armonía, delicados compases que envolvían el encanto de lo ideal.
Pasamos junto a la cascada multicolor, reposando sobre unas piedras planas y contemplando la maravilla de aquel sitio, nuestro encuentro, el destino...
No queríamos dejar de fundirnos y entrelazarnos, brillando y brillando en un constante estado de éxtasis por la magia, por lo indescriptible. La alegría que mostrábamos por comparar aquello con lo que en la tierra habíamos experimentado, ahora más elevado y puro, sin un sentido puntual ni una definición real.
No había un motivo para justificar ese deseo consumado, ni una explicación fácil de dar. Se sustentaba en compartir, un ser con el otro, y lo mágico que resultaba. Como quien no esperaba y recibe, agradece y comparte, trasmite y se engrandece por lo que obtiene. Sencillo sería compararlo con el haber saciado una necesidad, pero difícil cuando no es la carencia de algo en concreto y el fin de la misma lo que se obtiene, sino el compartir entrañablemente.
Si en ese momento, en lugar de ser luces hubiésemos tenido manos, tendríamos atrapado entre los dedos al viento.
Sin físico, sin sueños, sin fantasía y sin premeditarlo, habíamos llegado al origen de lo que siglo tras siglo se intenta explicar en varios sentidos: el amor.






La asimilación






Volvimos cada uno a nuestro sitio, bajo el abrigo de los inmensos árboles. Había sido un reconfortante paseo, intercambiando hechos pasados y futuras expectativas. Tan diferente a aquello de almas gemelas, de fulgurante amor y palabras melosas, pero intacto en las sensaciones de provenir del mismo sitio y encaminados hacia similar destino. Me resultaba extraño no poder hablar de ese ser con un nombre, con adjetivos o detalles a los que estaba habituado como cuando yo era Augusto sobre la tierra.
Esa estancia me invitaba a suponer que antes había vivido más vidas, en aquello de las reencarnaciones separadas por siglos y que no distinguía de masculinos o femeninos.
Pero no tenía sentido decantarse por una idea, plasmarla, y saber que esa idea era una elección perfectamente cuestionable. Si el debate llegara a un punto y final, existiendo la reencarnación y reconocida como tal, como si por el contrario los criterios se aunaran y se desestimara por completo esa creencia, no sería más que la punta de un iceberg.

Particularmente me producía cierto bienestar el creer que mucho tiempo atrás había estado con ese ser y no limitarlo a una sensación física, o a recuerdos de actos hechos en común. Estaba claro que mi presencia en ese lugar se producía luego de haber tenido una vida en la tierra, seguramente como la del otro ser. Pero, haciendo hincapié en la carencia de físico y en el cambio radical de la manera de apreciar las situaciones, no dejaba de presentarse como complicado sacar de un contexto las vivencias, e intentar graficarlas en otro diferente.
Y regresaba a los mismos cuestionamientos; entre lo increíble y lo real, lo desconocido y lo que faltaba por hacer, los detalles aun tibios del cercano pasado y las consignas a seguir. Como quien quiere resolver un problema, no puede, pero no se da por vencido y continúa intentándolo.
La verdad siempre pareció un don inaccesible, donde las teorías danzan al ritmo de las conjeturas, y el silencio no brinda certezas pero si más cuestionamientos. Las polémicas acababan siendo vanas, inútiles, en busca del leve premio de parecer el dueño de la mejor explicación. El mundo pasó de ser cuadrado a ser redondo, el sol pasó de girar a nuestro alrededor, a nosotros girar alrededor del sol. Miles y miles de teorías que han ido cambiando, con el único objetivo de aportar un poco mas de luz a los años de vida. Siempre estará la necesidad de mejorar, porque reconocemos que no somos capaces de aprovechar la riqueza que poseemos en nuestro interior.
En todos sitios predicarán que hay un mundo por conocer, pero en pocos lugares se predica que hay un interior tan amplio por descubrir. Absolutamente nada se inventa, pues todo se descubre.
Buscando dejar las posibles discrepancias a un lado, la mejor manera de interpretar y compartir aquellas experiencias se resumía en que lo que no se había hecho bien, había que volver a hacerlo.
Ya había estado en la tierra aprendiendo, desde temprana edad, de los conocimientos universales básicos; intentando ser mejor persona, buscando alejarme de los problemas, aspirando constantemente a vivir una vida digna. Nada había bastado. Tenía que seguir aprendiendo, aun ya lejos de esos día a día. En esos cuarenta años de mi paso terrenal disfruté y padecí, tuve momentos de inmensa alegría y profunda tristeza, viajé y pasé tiempo aletargado, reflexionando. Supe ganarme la vida, formar una familia, luchar por ella y respirar aliviado cuando me sobrepuse a los inconvenientes. No parecía poco, pero indudablemente lo era. ¿Cuánto más quedaba? El camino sería interminable, entender los pasos a seguir y luego no tener la certeza de aplicar ese aprendizaje desalentaban mis pensamientos.
Observando el lago con las ideas que se sucedían una tras otra, jugué a modificar todos esos años buscando una mayor intensidad, una mejor interpretación, una vida más amplia que ejemplificara las palabras de ese ángel: “Aprender, lo que has dejado de hacer, lo que no has hecho bien”. Fui dejando de lado los sentimientos de altruismo, de grandeza personal por una o varias actitudes, sin contar ni suponer los logros materiales, hasta quedarme en un solo camino, en un solo sentido y con una máxima interpretación. Otra vez, el amor.
El amor llenaba todas mis ideas de una mayor claridad, cuando dejaba que se manifestara. El amor y la mente jamás irían de la mano, pues el primero es incondicional, y el segundo alterable. Nadie me había explicado que el amor era una facultad, una virtud, una semilla plantada en cada ser humano. Siempre había creído en la búsqueda del camino de la felicidad, que en la mayoría de los intentos había sido el cofre del tesoro donde comienza el arco iris. Manifestando el amor, no hay necesidad de búsquedas, pues todo llega de forma natural.
Amor por lo que se hace, amor en lo que se dice, amor en lo que se desea, amor por la oportunidad de ser. Ni premio mayor, ni instantes de felicidad, ni miserias y hambre, soledad, ni leves logros.
Amor de ser, no de mujer a hombre, o viceversa. Amor en la magia de la concepción misma, hasta el último suspiro, concluyendo una etapa y emprendiendo otra. Ser luz para algunos, ser historia y anécdotas para otros.
Jamás existirá una manifestación tan contundente e implacable, que no imponga ni fuerce nada, que no exige ni promete. Nos han dado la semilla, pero hemos ido perdiendo la capacidad de regarla y hacerla grande. Por eso está tan lejos el ser luz; si apenas manifestamos en breves e intermitentes destellos ese amor como pareja, como hijo o padre, como amigo o vecino, como apasionado del trabajo o de la elección de vida.
Tan sencillo, como a la vez intenso. Y es que hay un tiempo físico para amar, pero el sentido de esa expresión es eterno. La calidez, la pasión, la entrega, simples palabras que acompañan al amor, hacen que éste dure para siempre. ¡Cuán lejos quedaban aquellos “te amo” dichos a una persona en un momento de entrega, de aprecio o necesidad de manifestación! Las palabras son fuertes, duraderas en ocasiones, pero el hacerlas realidad con hechos es lo que cuenta. Con esa idea entendí aquello de “te amo no por lo que eres, sino por lo que soy cuando estoy contigo”. En todo lo que somos capaces de transformarnos cuando manifestamos el amor, físico, creativo, emprendedor, caritativo.
Cuarenta años estuve subiendo peldaños, creyendo que crecía y cada vez moldeaba de mejor forma el sentido de mi vida. Cuatro décadas de cambios y evoluciones, admirando el entorno y sus protagonistas, celebrando cumpleaños y vacaciones, perdiendo y ganando como el que más, para acabar en un instante de sorpresa inesperada, continuando bajo un árbol de espera y aprendizaje. Si uno tuviera la certeza del tiempo de caducidad en la tierra, seguramente viviría de otra manera. De saber que la vida duraría solo treinta años, o solo sesenta, y en ese momento ya no habría más que hacer, la intensidad sería otra, cambiarían radicalmente los valores a los que nos hemos acostumbrado. Pero porque así ha querido ser, no lo sabemos, y durante mucho tiempo jugamos con aquello de que mañana será un mejor día para hacer. Mañana, mañana, postergando con leves excusas pequeños detalles que seguramente nos harían más grandes.
Volví a ver reflejado el presente, donde Priscilla se había vuelto a casar, vendiendo la casa y cambiando de ciudad, porque siempre la vida sigue. Ezequiel vivía con su novia; trabajaba por las mañanas y terminaba su curso de mecánico de coches por las tardes. Tomás parecía ser el que tenía más inconvenientes, sin una identidad definida y con vicios adquiridos que no le serían de mucha utilidad a mediano plazo. Me consolé en recordar que había hecho lo mejor posible por labrar su conciencia, en darle bases donde sostenerse aquellos “día de mañana” que estaban siendo actuales, porque la vida sigue y los recuerdos, aun hermosos, recuerdos son.

Si volviera a nacer, seguramente olvidaría todas estas reflexiones, y un bautismo religioso que me librara del pecado original no me traería a la memoria el camino, aunque me incorpore la fe en que habrá algo mejor después de la vida.
Fe, que en innumerables ocasiones se entiende como mirar al sol. Se puede observar un instante al astro rey, además de reconocer su influencia en la vida. Pero muchas personas eligen mirar y mirar al sol, andando por la vida con el efecto que el fanatismo provocó en sus ojos, en su espíritu, en su actuar. Quien venera de tal modo y con tanto énfasis, seguramente se encontrará incapacitado para apreciar la luna, su cercanía y su influencia. Consolados en aquello de que mañana será mejor, además de estimularse entre ellos, intentan compartir con demás personas las bondades de mirar al sol fijamente. Interpretan la vida como si se encontraran en un aeropuerto, esperando su vuelo, durante años y años. Trabajan y proceden pensando y confiando en el día de mañana, en lo que vendrá, en el premio a la constancia e insistencia. Aquí es cuando caigo en cuentas del real valor de la vida y las oportunidades que pueden llegar a existir mientras dure. No es un premio a una imagen demoledora y categórica, sino el real valor de los actos anónimos

Deseé volver a la vida, para amar sin complejos ni medidas. Para volver a equivocarme y llorar si así lo sentía antes de levantarme y continuar, porque así debía ser. Volver a tener un cuerpo físico con el cual expresarme, para abrazar y besar, para correr o disfrutar oyendo, para recrear sabores o apreciar aromas encantadores. Deseé aquella simplicidad, donde la armonía de los actos reinara, y en una leve ensoñación, permitir que lo perfecto del mundo sobresaliera por encima de toda miseria y todo cuestionamiento.
Dejé de lado guerras y hambre, injusticia y resignación, creyendo firmemente que lo bueno y positivo acabaría por imponerse a lo malo y negativo.
Dejé los crímenes, los horrores de mentes torturadas, las risas ricas y los llantos pobres. Aparté la incongruente distribución de lo material, las riquezas y las epidemias, las desapariciones y los olores a pólvora por pensar diferente. Directamente omití las muertes en nombre de alguien, terrenal o celestial.
Y me quedó en claro que jamás podría cambiar al mundo, pero sí verlo con otros ojos. Además de verlo, actuar ante el centenar o millar de estímulos que cada día intentaran hacerme sucumbir. Si al fin y al cabo, de lo que menos se trataba era de calificar los hechos y elecciones, sino de hacer algo al respecto.

De existir la posibilidad de volver a la vida, de reencarnarse, ¿Por qué se perdía la memoria de todo lo visto y lo vivido, al renacer, en el camino a la perfección? Tal vez, si el Ser Supremo hubiese querido exclusivamente tener astros brillantes, nos hubiese creado como estrellas. Inexplicable o místico, tenemos la capacidad de elegir lo que queremos ser, en una vida carnal que solo sirve de escuela para posteriormente brillar con luz propia, habiendo tomado al amor como el único camino. Quien dice no ser capaz de amar, está negando su propia existencia. Quien afirma que su amor tiene un límite, está dejando en claro que le está poniendo raciocinio a su sentir. Quien ejerce el amor como único camino, libre está de sentir el efecto de las piedras que encontrará en su camino. Empañado el corazón de quien necesita del dolor para valorar el verdadero amor.
En el camino hacia el esplendor, había que justificar los aprendizajes, dar fiel testimonio de que fue una elección y no algo fortuito lo que llevó a obrar para estar encaminado. Si ya en la vida se tiene momentos sensibles en los cuales pareciera que algo ya lo hubiésemos hecho antes, como aquello que nos sorprende y nos lleva a decir que imaginábamos estar haciendo tal o cual asunto. Pequeños detalles que luego terminamos omitiendo, detalles que nos refrescan que tenemos la capacidad de hacer, de crear y de saber con nuestra mente que estamos en contacto directo con el universo que nos rodea.
Es tan grande y perfecta la unión, aunque nos sintamos pasajeros temporales, como entender que todo lo extenso, lo amplio, lo variado y lo desconocido del mundo exterior es de igual manera en nuestra mente, en nuestro interior. Solo que, llegada una edad física, solemos establecernos en un sitio, en una geografía interior de nuestro mundo; apenas si damos algún que otro paseo leyendo o imaginando cómo puede ser el resto de nuestra propia mente.
En nuestra cabeza está toda la capacidad de creación; pero son tan abundantes las opciones, tan poderosa y tan suprema, que con el simple hecho de tener memoria o ser capaces de almacenar información ya creemos que es bastante. Pocos han sido capaces de dejar el país de la comodidad y el letargo, y encaminarse hacia territorios por descubrir. Si se reconoce lo grande que es el mundo, la tierra, sus interminables océanos, su variedad étnica, geográfica y climatológica, y lo difícil que resulta conocer gran parte de sus rincones. ¿Cuánto más puede llegar a ser el hecho de conocer y reconocer lo recursos que hay en la mente, algo que no vemos pero que creemos que al estimularla se hacen presente?

Si supiera lo que sabe mi semejante, y lo que su padre le explicó porque lo aprendió de su abuelo, acortaría los márgenes de error, las búsquedas innecesarias de caminos que mueren antes de hacer un giro. Hemos sido educados bajo el concepto de que somos diferentes, aunque estemos confeccionados del mismo material, proviniésemos del mismo sitio y nos espere el mismo destino.
Nos han explicado que ser diferentes es positivo, que es natural, que hay que reconocer las diferencias, de una u otra manera. Hasta nos invitan a que compremos algo que nos haga diferentes. Debemos estar contentos de haber elegido negro o blanco, noche o día, ésta acera o aquella otra. Como si fuese necesario para nuestra vida el compararnos con lo que es diferente a nosotros.
Y cuando realmente caemos en cuentas de que son las similitudes las que importan, las que nos unen y nos hacen ser mejores personas, compartiendo en lugar de diferenciando, interpretando en lugar de rechazando, es que nos sentimos un ínfimo grano de arena. El calor del corazón funde aquellos granos de arena que buscan la unión como único medio para dejar de ser ínfimos, y transformarse en una cristalina transparencia.
Pero está claro, el libre albedrío permite a cada uno ser un granito pequeño, minúsculo y en constante deseo por ser único e irrepetible, o facilita los medios para reconocer que lo que es fuera, es dentro, como vemos a los demás, nos ven a nosotros y que todo lo que se siembra se cosecha.
De tanto poder contamos, que tenemos a nuestro alcance la transformación misma de la siembra. Regar las plantas de la intolerancia, la ira, el rencor y el tormento con gotas de esa agua bendita que todos tenemos, el amor, tal vez no cambie radicalmente el producto que se obtendrá. Pero nos encamina, nos hace grandes, porque queremos el bien antes que resignarnos al mal. Porque está en nuestras manos hacer el bien, y lo que creemos que está mal tal vez solo sea ausencia de bien, en lugar de creer que proviene de ancestrales tiempos.

Para encaminarse no es preciso distanciarse ni compararse; ni mejores ni peores, ni vencedores y vencidos. Es la transformación de nuestro interior, de nuestra mente y nuestro espíritu, la que acaba haciendo un mundo mejor, dentro y fuera del cuerpo que nos sujeta. ¿Pasaremos más tiempo esperando a que todo aquello que nos rodea y que no nos parece justo y equilibrado cambie, algún día? ¿Nos durará eternamente el bienestar por aquellos cambios que hemos notado en el mundo, y nos afectaron positivamente?
Se puede esperar, o se puede hacer. Las ideas son estímulos para erradicar las excusas.

Las preguntas y respuestas que iba hallando me brindaban cierta tranquilidad, a medida que me iba alejando de los temores y la incertidumbre, pues solo era capaz de sentir un constante deseo por encontrar el estado de gracia.





El viaje





Un viento arremolinado me sorprendió, moviendo inclusive hasta el agua de cada uno de los estanques. Busqué alrededor algún origen, algún detalle que justificara esa repentina variación. Desde la cascada multicolor y rodeando el lago, dos luces como la del guía avanzaban hacia mí. Cada uno de los brillantes haces que conformaban mi ser se movían inquietantemente; no podía disimular la expectativa, pero con cierta tranquilidad por haber encontrado algunas pautas para ser luz.
Serían los pensamientos y la convicción los que habrían hecho que la situación llegara a cambiar, que se ampliara el abanico de posibilidades y la estancia en ese lugar acabara.
Tenía deseos de contar con una nueva oportunidad, otra chance de intentar hacer mejor las cosas. Y aunque las expresiones con firmeza de aquel guía parecían irrefutables, anhelaba con ferviente ilusión expresar mi deseo.
Ambas luces se detuvieron a mi lado, regalando unos segundos de silencio que fueron tortuosos.
- Ha llegado el momento.- expresó la luz que se hacía presente por primera vez.
- El momento de la reflexión ha dado su fruto, y es hora de que te encamines a tu nuevo destino.
Como en las anteriores intervenciones, dudé a la hora de hacer una pregunta. Pero, si como decían, ya había llegado el momento de proseguir, ¿Para qué preguntar?
- Estoy listo.- respondí, permitiéndome dar una última vuelta alrededor de la sequoia, acariciando la superficie de cada estanque, y presentándome nuevamente delante de los dos guías.
- El deseo de querer ser quien has de ser te acercará a la luz. Olvidarás muchas situaciones, nuevas lecciones te esperan, y en tu libre albedrío escogerás los medios para llegar allí donde no tengas que volver.- continuó el primer guía que me había acompañado durante mi estancia.
Intentaba repetir estas palabras, tratando de almacenarlas para no olvidarlas, buscando que tuvieran un sentido en la siguiente etapa. Caminaba detrás de ellos, acercándonos poco a poco a la cascada. Algo me decía que era mi turno, el momento de la inmersión, descendiendo poco a poco por ese lago al cual no había podido entrar.
Todo iba a salir bien, todo continuaría mejor...

Me detuve, regresando tan deprisa como pude hasta la otra sequoia. Me iba sin despedirme de aquella luz con la que tantas sensaciones experimenté.
- Volveremos a encontrarnos. Intentaré, allí desde donde me toque estar, buscarte. Y si no soy yo el que te encuentre, jamás dudaré que me sorprenderás como siempre lo has hecho. Sé que hay un sitio donde podremos brillar para siempre.- concluí, cayendo en cuentas que un moribundo en la tierra le diría lo mismo a la persona que ama.
- Volveremos a encontrarnos.- dijo como toda respuesta, en tres palabras que percibí más angelicales que humanas.
Era la interpretación del intercambio de destellos; su significado en palabras, el sentido que pude ejemplificar como en la tierra lo hubiese hecho.
No había ni tiempo ni lugar para la tristeza. Había aprendido, debía hacer.
Los guías me esperaban junto a la cascada, confundiéndose sus luces con el agua tornasolada. Contemplé todo a mi alrededor, sin la certeza de que fuera la última vez que vería ese entorno fantástico.
Poco a poco fui avanzando, entrando lentamente en el agua. Quería llorar y reír, sumergirme rápidamente y despedirme poco a poco de esos ángeles o custodios. Todo mi ser brillaba, hasta que dejé de percibir el cielo y su sol, los árboles y plantas, los animales y las sequoias...
Descendía lentamente, plácido y sereno. Ya las últimas gotas de agua tornasolada de la cascada que se sumergían y me acompañaban habían desaparecido. Todo era oscuro y templado, invitándome a dormir y sugiriéndome lo que entendía como consciencia que al despertar nada de aquello habría sido un sueño.

Poco a poco las sensaciones fueron cambiando. Ya no descendía, manteniéndome suspendido e inmóvil. De a ratos había movimientos en el agua, como si fueran corrientes que pasaban fugazmente.
Estaba completamente desconcertado con respecto a la duración de aquella experiencia; si al parecer, en esos momentos, el tiempo era simplemente la distancia entre lo que tenía que hacer y lo que estaba haciendo, difícil de medir, difícil de ubicar y de recrear.

Oía voces leves, en distintos tonos, aunque siempre había una que parecía repetirse. También melodías, mezcladas entre música y ruido a viento que roza inconstantemente los árboles. Por momentos la situación se presentaba como eterna, pero era tan plácida que no reparaba en la duración de lo transcurrido ni en lo que podría suceder.
No sé cuánto tiempo se consumó. No recuerdo que pensaba mientras esperaba, solo aquello que parecía suceder a mi alrededor y que suscitaban un leve estímulo. Todo era oscuro y mis destellos se habían aunado, sin yo haberlo querido, formando una sola figura, como la llama de una vela.
Fui perdiendo, poco a poco, las escenas que había almacenado. Al recordar la sequoia y los estanques, se desplomaban y caían como pequeñísimas gotas que se desprendían de mi ser, extinguiéndose en la oscuridad que me rodeaba. Como si el mero hecho de pensar en lo anterior bastase para que se separe de mi ser y se pierda, desaparezca en el vacío templado.
Ahora resultaba que no había antes y el después no solo era incierto, sino también desconocido. Tenía instantes de suponer que todas las preguntas que me hiciera, ya las habría hecho anteriormente, como si fuese un círculo vicioso de terminar de preguntar y volver por la primera que se había formulado.

Dormía, flotando en el sosiego de que al despertar todo sería igual, nada cambiaría ese estado de gracia. Y precisamente fue en uno de esos despertar que vi mi mano, aunque no recordaba si antes había estado allí. Instintivamente la llevé a mi boca, mientras que con la otra tocaba mi rostro. Tocaba mis piernas, mi pecho, mi cabeza, hasta descubrir que aquel espacio negro que me rodeaba no era infinito ni inmenso, sino reducido y circular.
Fue la primera vez, el comienzo, el instante puntual donde descubrí que mi luz estaba envuelta por un cuerpo. Todo lo nuevo comenzaba a ser utilizado instintivamente, moviéndome, extendiéndome, contrayéndome.
Estiraba mis piernas y mis brazos por un instante, buscando traspasar los límites, pero volvía a la comodidad de estar flotando agazapado.
Cada instante parecía traer nuevas sensaciones. A las ya conocidas voces y sonidos se le sumaban el estímulo de la satisfacción y el temor a la ausencia de espacio; o el círculo se encogía o mi tamaño iba en aumento.
Al despertar de un breve letargo, mis libres movimientos se habían reducido y ahora la amplitud se había transformado en un limitado espacio donde apenas podía mover las piernas y los brazos.
Repentinamente toda esa agua que me rodeaba desapareció, dejándome al abrigo de un cielo oscuro y asfixiante. Tuve miedo, mucho miedo. No sabía qué hacer, ni como acabaría aquella experiencia. Quería seguir, porque mi destino aun no había acabado. Quería seguir, porque así debía ser.
Mi ensueño parecía haber llegado a su fin, aquello ideal y placentero cambió radicalmente; la luz en mi interior volvió a brillar intensamente, acompañada por el descabellado ritmo de mi corazón.

Ya no tenía recuerdos a los cuales intentar aferrarme; tiempo atrás parecía que hubiese estado perdiendo cualquier imagen, cualquier situación y cualquier vivencia. Sentía un vacío interior y mi mente estaba limitada a la comodidad de la situación. Nada más.
Toda mi luz se conjugó en el deseo, en un golpe repentino y doloroso, y por ese deseo ferviente, comencé a gritar sin reconocer el nuevo sitio en el que estaba.
El aire en mis pulmones era extraño; las voces, ahora más nítidas, me resultaban desconocidas. Comencé a beber, a tragar algo reconfortante pero nuevo para mi boca. Había cambiado el reposar tranquilo y flotando levemente, por aquel nuevo espacio, más amplio, más luminoso pero enceguecedor, en compañía de más seres.
Mientras sentía el contacto de otro cuerpo sobre el mío, mi corazón se tranquilizaba y dejé de sentir temor, el calor que se mimetizó en esos roces me sumergió en el más bonito de los sueños.





La realidad





Cuenta mi madre que cuando nací pesé poco más de cuatro kilos, que medí unos cincuenta y un centímetros, y que tuve un inconveniente respiratorio que les hizo temer por mi vida. Al final fue solo un susto, y me llevaron a la nueva casa que durante tantos años mis padres habían anhelado.
Crecí oyendo historias místicas, recuerdos que siempre guardé en los estantes borrosos de mi memoria. Acabé siendo el último de cinco hermanos, de unos siete que habían sido buscados aunque un par de ellos regresaron vaya uno a saber dónde antes de hacerse niños. También la historia incorporó a un varón, que aunque no fuera sangre de mis padres, pasó a ser el sexto hermano.
No recuerdo haber dudado de la existencia de Dios; en parte por inculcación de mis padres, en parte por las maravillas que ido descubriendo y a las cuales tampoco le encontré explicación razonable más que en la fe.
De joven comencé a escribir sobre situaciones ideales, amores y paisajes, preguntas y búsquedas. Una maestra señaló esta inquietud, dedicándome unas líneas en un boletín de calificaciones. Aunque durante muchos años le di las espaldas, la necesidad de expresión se hizo manifiesta en las respuestas que fui encontrando.

El primer gran interrogante había sido sobre la perfección. Ahora, con algo más de tres décadas en mi andar, en la respuesta hallo mi razón de hacer. Y aun en mi inocente ingenuidad creo que cuando la vejez me haga su amiga, recién en ese tiempo compartirá tan solo un ápice de mi búsqueda.
Resultó curioso preguntarme qué ocurrirá después, cuando la muerte deje de dar esa ventaja tan amplia en muchas ocasiones. Y es, en función a las respuestas que uno vaya haciendo propias, la manera de vivir hasta que llegue ese momento.
Como soy de la idea de que lo que no se ha hecho bien, se ha de volver a hacer, creo que cada uno ha de volver a esta tierra a hacer lo que le ha sido asignado. Y en ese proceso de retorno, donde la inmensa mayoría olvida su anterior paso, volvemos a recorrer el camino. Y para no tener que repetir todo el proceso de aprendizaje, e invertir el tiempo en redescubrir y volver a digerir el conocimiento universal, vamos dejando pistas, señales. Ruinas y monumentos, escritos y pinturas, esculturas y detalles, todo aquello que en nuestra creencia nos permita orientarnos y acercarnos a la meta. Todo está dentro de nosotros y tenemos una vida para manifestarlo.

La vida, el vivir cada día, los estímulos que nos rodean, la sociedad que conformamos, la elección que tenemos a la hora de adoptar una postura, hacen que nos encaminemos hacia nuestro destino. Podemos gastarnos una vida intentando tener un poco más; un poco más de amor, dinero o situaciones que digamos que nos hacen felices. Y es que la vida se gasta, a veces en unos años, a veces tras varias décadas. Se consume, aunque tristemente calificada en el sentido material de tanto tienes, tanto vales.
Hemos de educarnos para interpretar que hay más que la vana cadena circular en la que nos dejamos envolver, entendiendo que ni por vivir deprisa se llega más lejos, ni por vivir tras un libro u otro estímulo se es más sabio.
La sabiduría, al igual que la riqueza, si no se comparte, carece de valor. Cuando ya no se esté, dará igual el ataúd más pomposo, o ser comido por un león. Paradójicamente, cuanto más se sabe, más se sufre. Conocer la grandeza de nuestro interior nos distancia de aquello que es vano y pasajero, y nos da otro concepto de felicidad del que estamos acostumbrados.
Deseo de todo corazón que en este viaje que compartimos, más allá de lo que haya o deje de haber tras la partida, el verdadero sentido de nuestro paso terrenal sea el que nos impulse a hacer. Si al fin y al cabo cada uno es un mundo que conforma un único universo de interacción, donde los sentimientos parecen similares y las historias, conocidas.
Para quienes son de la idea de mirar el final para valorar el contenido, les dejo la inquietud de que tal vez se pierdan detalles, no sé si importantes, pero si puntuales y de cierto provecho.
La única validez de acabar con lo que se ha de hacer, es hacerlo bien.




                                                                                                              El Autor














Del otro lado del muro






Prólogo





Hay situaciones extremas que nos hacen elegir; nos fuerzan a tomar decisiones que en algunos casos permiten que salgamos airosos, pero en otros lamentamos que las cosas hayan sucedido así.
En ocasiones oímos historias que, al compararlas con las vivencias personales, nos hacen pensar en la similitud de los inconvenientes y en la resolución de esas anécdotas.
Al fin y al cabo, vivimos. Y lo hacemos en un mundo que no espera por nosotros, que evoluciona constantemente y sigue su curso, aunque nos detengamos por un instante a mirar dónde estamos parados.
Necesitamos creer en algo, necesitamos tener a flote la esperanza, para darle sentido a nuestra vida, para no ahogarnos en la miseria.
Es la constante evolución del hombre, como así también los continuos problemas que lleva tras sí y la manera de resolverlos, los que me han motivado a presentarles el siguiente relato.
La presión, los inconvenientes que tienen cada uno de los personajes no resultarán una novedad; las formas y maneras con las que  intentarán resolverlos tampoco parecerán desconocidas o inusuales. Será la óptica de las situaciones la que invite a elegir posturas; las reflexiones sugerirán discrepancia o aprobación, como así también la comparación con el mundo real. De este mundo real están tomados los personajes, en el que la mayoría afirma que la felicidad parece ser un instante, un momento, algo que desaparece rápidamente.
Desde un sitio donde menos se puede esperar la cordura, los personajes y sus limitaciones desarrollarán diálogos que invitan a evaluar si el ser feliz es un estado eventual, o puede llegar a ser una constante.
Los sentimientos no tienen lógica como para clasificarlos y encasillarlos más que de la forma tradicional: amor, odio, rencor, llanto, angustia, pasión, esperanza...
Los sentimientos son personales, fácilmente alterables por los fenómenos que ocurren a nuestro alrededor. Dominar esos sentimientos, encontrando el equilibrio para vivir en armonía con nosotros mismos y con el mundo, nos puede resultar benéfico en nuestros días. Es la experiencia ajena vivida a través de un libro la que permite no correr riesgos; será otro el que ocupe un lugar, una postura, un inconveniente conocido, y deba resolverlo.
Será también la filosofía, el criterio usado para la problemática presentada, la que permita al lector enriquecerse apreciando los ideales que persiguen quienes integran esta trama.
Pequeños detalles de la obra, que permitan dar una leve idea, el sentido, la ambición perseguida al desarrollar la novela. Una introducción, escrita al finalizar el trabajo, mezclando balance y reflexión, para comentar la idea que he tenido al presentarles estas páginas.
Cada uno tiene su camino trazado, por trazar. Cada uno tiene inconvenientes naturales que debe resolver para entender que está avanzando, que no está detenido o estancado. Haber apreciado durante muchos años el comportamiento, las actitudes, las maneras que las personas han implementado para solucionar las dificultades que se les han ido presentando, me enriqueció de forma grata, hasta el punto de intentar graficar en personajes de ficción los dilemas que serán conocidos por cada uno de ustedes.
Nada es casual, todo tiene que ver con todo, si se es capaz de esperar el momento oportuno para visualizar y entender por qué han sucedido las cosas que sucedieron. Lo que no tenga explicación, lo que parezca ser ilógico y escape a nuestro entendimiento, debe ser tomado como tal y no detenernos en nuestra marcha. Porque estamos en una evolución constante, y el por qué, o el para qué, lo establecemos según nuestro criterio de vida.
El final será una puerta abierta, una salida como consecuencia de una búsqueda en común: el sentido que cada uno aplica a su vida, y las relaciones que nos transforman en animales necesariamente sociables.
Las discrepancias, también, son las que nos enriquecen...

                                                                                                                                                                                                                                                                                                                 El autor.
 



Capítulo I




El cuchillo rasgó el aire, una, dos, tres, diez veces, buscando dar en el medio del pecho. El agresor estaba fuera de sí; jamás en su vida había experimentado tanta adrenalina como en ese instante, cuando sólo pensaba en acabar con la vida de ese hombre que lo miraba confundido.
En uno de los intentos, el cuchillo ensangrentado abrió un paréntesis entre los dos. La víctima vio como de su brazo izquierdo manaba sangre en un torrente cálido que tal vez, si no lograba controlar la situación, acabaría con su vida rápidamente.
Tapando la herida con su mano derecha, no alcanzó a entender lo que en su estómago comenzó a darle un calor próximo al fuego.
En pocos segundos, la ira en los ojos de aquel joven le hizo ver imágenes pasadas, escenas que creía haber olvidado. Su boda, el nacimiento de su hijo, los momentos de éxito en la empresa, la expresión de frustración en los rostros de las personas que siempre lo acompañaron, su sonrisa en retratos personales, su seriedad en fotografías de familia.
El cuchillo se hundió más, la respiración entrecortada del asesino anunciaba que faltaba poco.
La mujer, arrodillada junto a la mesa, se llevó ambas manos a la boca, intentando ahogar el sollozo. Sus dedos se mancharon por la sangre que de su nariz salía imperceptiblemente. Recibió la última mirada de aquel hombre que lentamente se desplomaba, acompañando su caer por la firme mano que sostenía el cuchillo. Era la mano izquierda del agresor la que, como si fuera ajena al resto del cuerpo y apoyada sobre el hombro de esa persona que quedó tendida en el suelo, seguía la lenta caída, hasta que el cuerpo quedó en posición fetal y la mirada perdida en la pared.
A punto de marcharse, el homicida tuvo una plácida sensación de bienestar, lógica después que la adrenalina comenzara a disminuir por su cuerpo. Sus ojos se nublaron, cerrando los párpados y sumergiéndose en la más profunda oscuridad. Estaba libre, el cuerpo ya no le pesaba y algo de lo que no se daría cuenta hasta más tarde: ya no oía voces que lo torturaban.



Cuando despertó, el lugar le resultó familiar aunque nunca había estado allí. Era una habitación de hospital. La puerta entreabierta le permitió ver a un hombre uniformado, un policía, que hablaba con una enfermera y sonreía animadamente.
Recostado sobre la cama, aun con la ropa puesta, frotó su nuca con ambas manos. Arrugó la cara, en claro gesto de dolor. Iba a exclamar algo, cuando el oficial abrió la puerta y le lanzó una mirada tan dura que le hizo recordar lo que pensó que era un sueño.
- ¿Martín Fernández?- preguntó el hombre, con  una voz ronca y sin cambiar la expresión de su rostro.
- Sí.- respondió, sin terminar de comprender bien el asunto.
- Queda detenido por el intento de asesinato de Sebastián Fernández.- agregó el policía tomando el brazo del joven y colocándole las esposas.
Igual de confundido, Martín quedó sin respuestas. Su mente daba vueltas y vueltas, entre frustración e imaginación, preguntándose cómo hubiese reaccionado de estar con un gramo de cocaína y un par de vodkas, ante ese uniformado.
Riendo, salió de la habitación, con la frente alta, mirando desafiante a las personas que caminaban por el pasillo.
- ¿Así que no murió?- preguntó al oficial.
- Tuvo suerte de que lo hayan asistido a tiempo, aunque no creo que usted tenga la misma.
- ¿Cómo llegué hasta aquí?
El policía no respondió, tan solo se limitó a aferrarlo más del brazo y obligarlo a caminar hacia la puerta que daba a la sala de urgencias.
Ya en el exterior, una fría y nublada mañana coronó la salida de Martín, mientras contemplaba desde el vidrio del coche a la gente que lo miraba como si fuera un animal en exposición.
- Algún día tenía que suceder.- pensó en voz alta, cuando el comentario se perdió por el sonido de la sirena.
Desde el tercer piso del hospital, una mujer contemplaba la rauda partida del coche, con la cortina entreabierta. Detrás de él yacía un hombre tendido en la cama, con una mascarilla

de oxígeno sobre su boca, debatiéndose entre la vida y la muerte.
- Sabía que esto terminaría mal.- pensó mientras miraba al hombre, los cables y las sondas.
Estaba con ojeras, la nariz un tanto hinchada y los cabellos revueltos, pero seguía siendo atractiva y lúcida, aun en esos momentos.
Abrió su bolso, tomando un cigarrillo y sosteniéndolo entre sus dedos, mientras que con la otra mano acariciaba suavemente el brazo del hombre.
- Todo saldrá bien, negrito, pero es lo que nos buscamos.- dijo, incorporándose sin prestar más atención y saliendo del cuarto. - Pueda ser que te mueras, hijo de puta. - agregó luego de cerrar la puerta y encaminarse hacia la sala de fumadores.




Se estaba quemando. Ahora que sentía tener las manos en el fuego, se estaba quemando. Jamás se había arriesgado a nada; nunca había confiado en provocar su propio destino, simplemente se conformó con esperar que las cosas le sucedieran. Ahora, ya casi llegando a los treinta, Lorenzo se había dejado llevar por la presión de su entorno.
Que su vida tenía que tener un sentido más amplio y con mayor visión de futuro que el simple hecho de conformarse con un puesto estéril de vigilante nocturno en un edificio. que su vida estaba estancada; que la monotonía de su rutina diaria le estaba consumiendo los días, y demás comentarios que Lorenzo fue oyendo en los tres últimos años.
Precisamente desde que se había casado los murmullos de su familia política comenzaron a oírse a viva voz. Él sonreía nerviosamente, pero la constante presión para que demostrara ser alguien en esta vida, acabó por sumergirlo hasta el punto de verse rodeado por el mar de temores que tuvo guardado desde siempre.
Cegado por acabar con la intromisión en su vida, planificó la independencia laboral, a fin de armar su propio negocio. Buscó la manera de alejarse de la familia y los amigos que decían desear lo mejor para él. Pero sin darse cuenta, también se fue alejando de Mariana, su esposa. Hija única y cuyo estrecho vínculo con los padres se mantuvo luego de la boda. Lorenzo renegaba consigo mismo por esto, ya que sentía que no conformaban una familia. Tampoco sabía cómo plantearle la necesidad de un matrimonio construido entre ambos, para hacer sus vidas más allá de las sugerencias y constantes opiniones que recibían.
Lo que más a cuenta le resultó fue montar una florería. Las personas que compran flores atraviesan un momento difícil o buscan hacer un regalo especial. No había muchas vueltas. Oiría los comentarios clásicos como: “Era tan bueno” o “Pobre abuelo”, y en su defecto debería responder a las preguntas de: “¿Qué dirá cuando las vea?” o “¿Le gustarán?”.
Definitivamente, era una actividad comercial tranquila, que le permitía trabajar en algo propio y, de acuerdo con los resultados, ampliarse o brindar más servicios.
Con la idea no logró calmar el aluvión de críticas que recibió, ya que, en opiniones generales, o no era momento para abrir un negocio en el país, o dedicarse a algo de lo que no tenía ni idea era una locura, o la zona donde estaría el negocio no era apta para ese rubro.
Lorenzo se preguntó si él sería el único, o habría por allí otros infelices que eran constantemente atormentados por “los aburridos”, como solía llamarlos.
- “Muchas personas no se deben alegrar de que uno intente ser feliz haciendo su vida.” - pensó el joven mientras hacía una pausa en la lectura del  diario, un sábado por la mañana. Estaba apoyado en el mostrador de su tienda, pensando a qué se debería que en esos primeros siete días de abierta la tienda sólo veinte personas, la mayoría curiosos, hayan entrado a la nueva florería.
- “Debe ser la mala onda de la gente. La envidia, el deseo de que las cosas salgan mal, para decir: ¿Acaso no te lo había dicho?”
La falta de clientela, los momentos libres que se multiplicaban día a día, y el comenzar a pensar toda clase de tonterías vanas que no hacían más que provocarle pensamientos nocivos, lo fueron convirtiendo en una persona introvertida, que casi ni sonreía y que no sabía disfrutar de lo que hacía.
Desconfiado de todos aquellos que lo rodeaban, Lorenzo jugaba a creer adivinar lo que pensaban sobre él. Ahora cada “Buen día”, “¿Cómo va todo?” o “¡Qué bonitas flores!” Encerraba un mensaje oculto, un doble sentido, como si se tratara de una guerra, de una pelea que involucraba a la sociedad versus Lorenzo.
Ya su conciencia no era tal, más bien era un leve recuerdo de lo que se suponía que estaba bien, inundado por la cantidad de críticas que había recibido.
Su casa, su mujer y sus momentos fuera de la tienda, acabaron por ser un complemento que no le representaban nada.
Ahora su cabeza no procesaba lo que en el exterior sucedía; era un autómata que vivía cada día por inercia.
Como ya no reaccionaba a los estímulos y a los diálogos que la familia y los conocidos le planteaban, poco tiempo pasó hasta que su mujer y sus suegros hicieran algo por él, para evitar que empeore la situación. Para, según ellos, salvar esa alma en pena.




Capítulo II

 

 

 

 



Los tres hombres se levantaron del banco, donde por espacio de dos horas habían estado hablando sin oírse. Los regadores automáticos que comenzaron a girar y a mojar el césped amenazaban con empaparlos, a diestra y siniestra. Sin prisa se dirigieron al interior del gris edificio, cuyos vidrios opacos reflejaban el cálido atardecer. Ninguna de las ventanas estaba abierta; más bien daban la sensación que por ellas jamás atravesó el viento.
Los jardines, en los cuales las rosas y las margaritas coloreaban con un sutil contraste el blanco muro que a sus espaldas se extendía, estaban desiertos, abandonados, y las gruesas matas de césped iban devorándose lentamente el encanto natural de las flores.
El apacible escenario fue alterado por el paso veloz de un hombre, cuya baja estatura sumada a los cabellos revueltos y su ropa desordenada lo convertían en un ser nervioso, impredecible.
Mientras se subía el pantalón y con rápidos movimientos acomodaba la camisa en la cintura, buscaba con la mirada a uno de los tantos que estaban en el salón.
En el ambiente había un bullicio tímido, como un traspaso de secretos entre dos o tres. También estaban los que compartían sus secretos con los ojos cerrados, apoyados contra la pared. Recitaban sus ensueños y sus mundos con toda la concentración puesta en verlos, escapando a la mirada de los demás, que podrían burlarse de ellos, o tal vez hablar de esos mundos, o lo peor, robárselos.
Hacia uno de estos recitadores se dirigió el hombre bajo, mirando a cada lado para ver si alguien seguía sus movimientos. Peinaba sus largos y sucios cabellos acariciándolos con ambas manos, buscando en vano que quedaran medianamente presentables.
- ¡Eh! Deja ya de delirar.- exclamó, empujando el brazo de su colega.
El otro, con los ojos abiertos a más no poder, miraba horrorizado al responsable de su vuelta al mundo irreal.
- Han llegado dos nuevos. ¿Sabes hacia dónde los mandarán?
Sin cambiar la expresión de sobresalto, negaba con la cabeza aun cuando no había terminado de oír la pregunta.
-  Bien- prosiguió el bajo.- Haz lo posible por averiguar eso para mí.- dijo, señalando su propio pecho con sus dedos índices.
Los murmullos habían cesado; ahora los hombres abandonaban el salón en cuatro grupos, formados por entre quince y veinte personas cada uno.
Continuando con cierto recelo en su rostro, el hombre que había estado recitando sus ensueños se encaminó al grupo que le correspondía, evitando mirar hacia otro sitio que no fuera la espalda del último.
- Espero que fumen. Y que fumen negros. Tengo que buscarlos. Tal vez no estén tan perdidos. Es bueno ser amigo de El Corto. Si quiere saber algo de los nuevos, lo averiguaré.
Sus palabras apenas emergían de los temblorosos labios. Secos, impregnados de nicotina, habían olvidado lo que era el paso de la lengua sobre ellos. Puso en su sitio la solapa de su bata, quitando del bolsillo el paquete de cigarrillos vacío.
En una de las seis mesas que estaban distribuidas en el recinto encontró a uno de los nuevos.
Con la mayor naturalidad  se sentó frente a él, esquivando la mirada como si nada le importara. Tenía ansias de fumar, y apretar una y otra vez el paquete de cigarrillos vacío en su mano derecha incrementaba el deseo.
- ¿Tienes un cigarrillo?- preguntó, lanzando esporádicamente la inquietud al joven.
El  nuevo lo miró con los ojos apagados; tenía los párpados a medio abrir, la boca entreabierta en cuyas comisuras se apreciaba la blanca y ya seca saliva. Vestía bien, en la simpleza de una camisa y un pantalón que en ese recinto lucían diferente. La barba de una semana contrastaba con su aspecto de pulcritud, pero poco parecía importarle.
- ¡Oh!- Perdón. No me he presentado. Soy Víctor. Algunos me dicen Vic, pero yo no hago caso cuando me llaman así, porque seguramente algo me pedirán al llamarme así, amistosamente...
Víctor tenía el brazo extendido sobre la mesa, esperando el saludo del nuevo.
Al no recibir respuesta, apuntó con su dedo hacia uno de los enfermeros que pasaba junto a ellos.
- Te han colocado, ¿Eh?- Siempre lo hacen la primera semana. Dicen que es para que se acostumbren al ritmo de aquí. De todas maneras, no es nada complicado adaptarte. No te metes con nadie, y nadie se mete en tus asuntos. Al principio, claro, querrán, como yo, saber lo de siempre; de donde eres, como te llamas, por qué estás aquí, en fin, esas tonterías. Creo ser honesto cuando digo lo que pienso. Llevo aquí ocho años, y aun no he visto salir a nadie por “La Puerta”, caminando, una vez que entraron. Digamos que es como un club, un club perpetuo... - acabó diciendo con sarcástica sonrisa. No dejaba de mirar a los ojos al joven, tratando de obtener cualquier tipo de reacción.
- ¿Algún problema, Víctor?- preguntó el enfermero, apoyando ambas manos en los hombros de Víctor.
- ¡Oh! ¡No, no! Todo está muy bien. Le preguntaba al joven su nombre, pero parece que no tiene muchas ganas de hablar. A propósito ¿Tiene un cigarrillo, señor, señor...?- preguntó, mirando la bata blanca para ver el nombre grabado en uno de los bolsillos.
- Víctor, Víctor. ¿Hasta cuando preguntarás lo mismo? Los cigarrillos y las cosas personales tienes que pedírselas a tu familia, a los amigos, a cualquiera del otro lado.
- Pero mi familia no quiere traerme ni siquiera un paquete por semana. Y mis amigos jamás vinieron a visitarme.
- Bien, ¿Qué quieres que te diga? Desquíciate y acabarás como él.
Víctor inclinó la cabeza, mirando la mesa vacía. Sabía que quería decir eso, y lo tomó como una amenaza. No tenía muchas intenciones de estar “colocado” como solía ver a los demás, así que acatar las recomendaciones del enfermero sería lo mejor para evitar cualquier inconveniente.
- Creo que habrás comprendido, ¿No es así? – preguntó el enfermero, palmeándole un hombro y retirándose.
El hombre afirmó con la cabeza, mirando de reojo la partida del guarda y esperando a que estuviera lejos antes de seguir hablando.
- ¿Comprendes a lo que me refiero? Hay que seguir ciertas reglas, ciertas normas, que por desgracia no las ponemos nosotros. Estar en tu estado no le hace gracia a muchos. En realidad, a los que les hace gracia o quieren estar como tú, los derivan a otro sector, pero esos ya son plantas, no seres humanos.
- Lorenzo.- balbució el joven.
- ¿Cómo dices?
- Mi nombre...
-¡Ah! ¿Que tu nombre es Lorenzo? Bien, estás volviendo, es buena señal. De todas maneras, sigue comportándote como hasta ahora, así no se meterán contigo. Ya tendremos oportunidad de hablar. Te lo digo por tu bien. ¿Me comprendes, verdad?
Lorenzo tenía la vista perdida en algún punto del salón. Su mente no terminaba de desarrollar que era lo que estaba sucediendo. Buscaba a alguien conocido entre las personas que estaban allí. Trataba de llegar hasta alguna situación que le permitiese recordar su rutina diaria, para saber en qué momento fue alterada y saber a partir de cuando comenzó a perder el control de sus actos. ¿Los había perdido? Se preguntó, apretando los ojos. Le dolía la cabeza al relacionar esto. Seguramente todos aquellos compañeros de salón eran actores que disimulaban su situación, para ver qué era capaz de hacer, que diría, cómo se comportaría. No entenderían que él no tenía nada para decir, nada que perjudicara a los demás, ningún secreto, nada misterioso. ¿Por qué no lo dejaban tranquilo?
Tomándose la cabeza con ambas manos, la angustia no tardó en reflejarse en sus ojos. Fugazmente vio el rostro de Víctor, en el cual sus labios se movían como si estuviera diciéndole algo seriamente, mirando a uno y otro lado. Pero no lo comprendía, no lo escuchaba, sólo apreciaba sus propios pensamientos y el deseo de estar solo, sin nadie alrededor.
Sintió que dos manos fuertes lo tomaban de los brazos y lo incorporaban, sacándolo del salón. Antes de abandonar el recinto, giró la cabeza para ver nuevamente a Víctor, quien había seguido su partida y ahora lo despedía con el dedo índice apoyado sobre los labios, en señal de silencio.
- Pobre desgraciado. Tan joven, y ya aquí. Pero bueno, seguramente aquí estará mejor que del otro lado. Habrá que ver si cuenta con fuerzas suficientes para hacerse a la idea. - Víctor rumoreaba su explicación mientras se pasaba la mano por la frente, lamentando lo que le esperaba a uno de los nuevos.



El Corto hundió la cuchara en el plato con sopa, mirando rutinariamente a los demás hombres que estaban en la mesa. En realidad estaba mirando más allá, en el resto de las mesas, ya que le parecía haber visto a un extraño. Tal vez estaba de suerte y se trataba de uno de los nuevos. Sentía especial curiosidad por cada uno de los que iban llegando, como si conocerlos le representara un reto. Algo tendrían para él, alguno le daría la pieza que le faltaba a su rompecabezas. Lo que más lamentaba era que en los últimos tiempos la llegada de nuevos compañeros era cada vez más escasa, y en consecuencia, la resolución de su idea se iba postergando.
- Parece demasiado joven. Seguramente le habrán sugerido que viniera aquí, para evitar otra cosa peor.- se decía a sí mismo El Corto, acabando su comida y limpiándose con la manga de la camisa. Creía conocer a las personas, observándolas y juzgándolas por su mirada, por su aspecto, por su comportamiento. Generalmente no le había ido mal al pensar de esta manera; había dedicado gran parte de su vida a observar el comportamiento de los demás y encontrarle una explicación lógica, pero la misteriosa vida le había escondido una pieza fundamental y no lograba descubrir de qué se trataba, de allí su comportamiento y su estancia en aquel lugar.
Uno a uno los internos fueron incorporándose, llevando entre sus manos los platos y los cubiertos utilizados en la cena para depositarlos en la ventana de la cocina. El Corto esperó hasta que el nuevo integrante hiciera lo propio, acercándose rápidamente hasta él y tropezar contra su cuerpo, buscando la primera comunicación.
- Disculpa, no te he visto.- dijo con una sonrisa inocente.
El nuevo le echó una mirada despectiva y siguió su camino, sin darle mayor importancia al asunto.
Un tanto frustrado, El Corto depositó su plato y eligió un palillo para limpiarse los dientes, el que pasaba por entre cada uno de ellos mientras buscaba la nueva forma de acercarse, de conocer a esa persona.
Como la mayoría, se encaminó hacia la sala de descanso, donde un par de televisores emitían imágenes de viejas películas, cuatro personas jugaban al dominó, algún que otro buscaba un libro de lectura y el resto conversaba esporádicamente.
Por la otra puerta vio aparecer a Víctor, y hacia él se encaminó. Tal vez tendría alguna novedad del encargue que le había hecho. Sabía que Víctor era el mejor diplomático que allí existía, y no le resultaba extraño que ya hubiera averiguado algo.
- ¿Cómo fue?- preguntó, siguiendo con el palillo en la boca.
- Bien. No he podido averiguar mucho, estaba “colocado”. Lo único que sé es que se llama Lorenzo. Le he dicho las recomendaciones clásicas para la adaptación, pero en un momento cayó en cuenta de dónde estaba y se lo han llevado.
- Bueno, al menos es un comienzo. Aquel de allá es el otro. Averigua si tienen algún tipo de conexión, si se conocen, tú sabes...
- No te preocupes, algo haré.
Ahora Víctor se mostraba más distendido. Los pensamientos de la hora anterior habían desaparecido, y se mostraba más predispuesto a las peticiones de El Corto. Sabía perfectamente hacia dónde apuntaba la inquietud de su colega, pues en varias ocasiones se encargó del mismo trabajo. Era una especie de ficha técnica la que debía hacer, para que El Corto evaluara la posibilidad de hallar en esa persona lo que estaba buscando. Víctor sabía perfectamente lo que aquel hombre buscaba, y tenía la respuesta, la solución, pero algo dentro de sí lo llevaba a callar, a guardarlo y no dar ningún tipo de indicio de poseer lo que era esencial para el otro. En ocasiones sufría por esto, ya que se cuestionaba si no era mejor darle un punto final a esa búsqueda incesante. Eran años y años de buscar algo en concreto, sin poder definirlo pero sabiendo el valor que tenía en el esquema de su vida. Admiraba a El Corto, era muy inteligente, extrovertido y en varias ocasiones le había oído reflexiones profundas que lo llevaron a meditar noches enteras sobre esos pensamientos. Lo que más le agradaba recordar y seguir desmenuzando desde todos los ángulos, era una reflexión sobre el presente de cada uno.
- Particularmente, cuando experimento los deja vus, los descarto. No quiero saber que ya lo he vivido. No me interesa pensar en que ya he estado y he hecho tal cosa. Quiero seguir sorprendiéndome, aunque sé que voy en contra del inconsciente, del espíritu que en un momento experimentó esa escena antes que yo. Jugar a tener las cosas ordenadas pero sin perder la capacidad de emocionarme. Deseo vivir el hoy, y no pensar hacia dónde apuntan mis actos a mediano o largo plazo, pues sé que el futuro será en gran medida una consecuencia del hoy.
Quiero entender a los que me rodean, y poder hablar con ellos del porqué de su estancia en esta tierra. Y no es algo difícil de lograr, es sólo cuestión de práctica, sentido común, y principalmente, el sentido que se le dé al saber eso de los demás. Para qué lo utilizaré, de qué me puede servir, qué haré cuando sepa lo que los demás portan, es suficiente motivación para intentarlo.
- Pero si buscas eso, ¿Qué haces aquí?
- Es el mejor lugar dónde encontrar los pensamientos más recónditos del ser humano. Esta gente ha vivido diferentes situaciones extremas, asuntos traumáticos, pero no es precisamente lo fundamental el que les falte o les falle algo en la cabeza. No, no, mi amigo. Esta gente ha cruzado la raya, tienen algo preciado y lo defienden escondiéndolo y disfrazándolo de locura. Cada uno está impregnado con una gota de esencia, una gota perfumada que es tan difícil de apreciar y de entender que todo el mundo la descarta. Estos hombres han visto el camino, y han sufrido por ello. Sufrieron antes de comenzar a transitarlo, sufren al ver a los demás que creen caminar hacia el destino clásico, bajo el estandarte de nacer, crecer, desarrollarse, fructificarse y morir. Luego le han agregado el escribir un libro, plantar un árbol y demás tonterías terrenales, pero acaba siendo lo mismo. En un sitio se mueren ahogados, en el otro sufren la falta de agua. Pobres y ricos, abundancia y escasez, Dios y dioses. Y éstos de aquí son personas que se negaron a acostumbrarse. Las guerras, la muerte impune, el robo, la decadencia oculta tras el avance del ser humano. Todo es más y más rápido, más y más dinero, más y más conocimiento, y allí es donde se ha perdido la esencia, porque...
- ¿Qué has querido decir con eso de esencia?
- La esencia, te vuelvo a reiterar, Víctor, es a mi entender lo que el ser humano porta desde el día que nació. Cada uno pudo haber tenido la infancia, la adolescencia y las motivaciones diferentes que lo convierten en lo que es. Pero tienen una gota divina, que es la savia que alimenta su estancia en esta tierra. Están, o estamos, mejor dicho, por algo en esta tierra. Según muchos, somos fruto del amor entre dos personas. No se trata tan solo que debemos recorrer el camino que está marcado para nosotros, ni descubrir lo que creemos que nos hace feliz y pasarnos la vida en el intento. No. También está lo que podemos llegar a ser para los demás, para este mundo, para el lugar donde vivimos. El problema de la mayoría es que se ven y se sienten un grano de arena en un desierto. Y no es así. No somos una suma de, o uno más del montón. Somos únicos, por algo en especial que llevamos. No somos más de lo mismo. Las huellas digitales son lo más físico que puedo utilizar como ejemplo. Si abrimos nuestras mentes y entendemos que así como tenemos huellas diferentes, también tenemos una esencia diferente, no nos costará entender la importancia de descubrir esta esencia.
- Perdona, pero parece muy místico, muy filosófico. Por más que, luego de horas y horas de hablar, lleguemos a algún punto, dudo que a la mayoría de las personas les interese desarrollar estos pensamientos en su vida.
- Por eso la sociedad está como está. ¿Cómo se explica que cada vez haya más divorcios e hijos de por medio? En cualquier parte del mundo oirás que el dinero no hace la felicidad, pero ayuda. Y cuando observas la vida que llevan, y la influencia inevitable que tiene la economía en su vida; las restricciones que tiene alguna persona de bajos recursos de disfrutar de las cosas materiales y lo que le cuesta a alguien que está en una buena situación económica de disfrutar de las cosas simples, verás que el dinero lo termina siendo el todo, y que el punto medio es cada vez más inalcanzable.
- ¿Entonces qué?
- Entonces la gente se afana en buscar el equilibrio, la comodidad, el bienestar permanente.
- ¿Y eso no te parece bien?
- Claro que sí. Es un estado ideal. Seguir un estilo de vida, siendo feliz con lo que se haya elegido, recorrer el camino y una vez llegado el final, creer que seremos reconocidos por nuestro paso en esta tierra. Pero, y aquí viene la cuestión de tanto embrollo, ¿Qué nos hace conformar? ¿ De dónde sacamos la limitación que nos hace decir: “Bueno, hasta aquí he llegado?” Hay mucho más por hacer de lo que creemos, de lo que imaginamos. Los suicidas lo saben, lo sienten mientras se están despidiendo de este mundo. Saben que se han trabado en algo puntual, y que aun les queda mucho por recorrer, por eso se evaden, se van temporalmente de este mundo.
- ¿Cómo que temporalmente?
- Lo que no hayas hecho hoy, en el ámbito personal, lo tendrás que hacer mañana. Eso dalo por seguro. Cada uno creerá en la reencarnación o no, en que los hijos continuarán la tarea, o que alguien tomará la posta de lo que resta por hacer, pero que se tiene que hacer, es inevitable. Por eso, en ninguna escuela ni en ningún libro se aprende o se conoce lo que uno porta. Simplemente uno puede hacerse de armas para descubrir el interior y llegar a aflorar como ser humano en su máxima expresión. Y de allí la reflexión de cuál es la máxima expresión de un ser humano en su puro estado, el límite de su capacidad. ¿Alguien puede afirmar que a Leonardo, el inventor, el músico, el pintor, el genio que dejó tanto a la humanidad, no le quedaron cosas por hacer y que su cuerpo, el único límite con el que no pudo, se lo impidió?
- ¿O sea, que Leonardo Da Vinci es un ejemplo de lo que quieres decir?
- ¿Tu crees que la humanidad, cada tantos años, se permite la posibilidad de tener a una eminencia, a un ser que explora en forma masiva y con detenimiento los diferentes campos que hacen a su entorno? ¿Crees que el paso de estas figuras ilustres es como el de los cometas, las estrellas fugaces que pasan por sobre nuestras cabezas una vez cada tantos años? Ése, aquel de allí, ése mismo es igual a Leonardo o superior. Pero no se entera, no le interesa, aun no ha resuelto el inconveniente de para qué tiene cinco dedos en cada mano, si con dos le basta para hacerse sonar la nariz. ¡Mira que irónico, y que desperdicio!
- No creo que cualquiera pueda llegar, así de fácil como lo dices, a ser un ser excepcional.
- ¿Pero no es excepcional que tú, hace cuarenta y cinco años, no eras más que un batallón de espermas buscando fecundar un óvulo? Y mira, aquí estás. ¿No es excepcional que el sol salga cada día, y que consigo traiga algo nuevo si somos capaces de verlo, aunque nosotros creamos que es obligación que así sea? Somos tan maravillosos, únicos y capaces, que el hecho de conformarnos con decir: “Bueno, soy así, es lo que hay” me ha llevado a estar aquí. Porque no termino de encontrar las palabras para explicar que hay mucho más. Y no es un sueño, no es un invento mío. Verás que a quien se lo expliques como corresponde, te dará la razón. Quiero encontrar esa forma de decirlo para motivar a los seres humanos, a capacitarlos para quitarles el velo que les impide ver que son infinitamente capaces de llegar a ser todo, lo que muchos califican de llegar a ser “luz”. Un estado tan rico, tan puro, tan amplio, que es imposible no brillar a raíz de haber adquirido ese conocimiento.
- Pero si se logra eso, se dejaría de ser normal, como todo ser humano...
- ¿Y quién te ha dicho lo que es normal, quién te ha mostrado el manual, el canon de vida que hay que seguir? No te será muy difícil entender que tus manos, tu rostro, tu cuerpo, termina siendo una cáscara que se marchita con el tiempo. Y supongamos que lo de la esencia es un invento mío, que es una ilusión producto de mi locura. Pero, ¿Y si no es así? ¿Dónde queda ese perfume, esa delicada gota maravillosa cuando la cáscara acabó por marchitarse?
- Bien. Supongamos que medianamente te he entendido, que vi hacia dónde apuntaban tus reflexiones. ¿Qué es lo que te hace falta, que es lo que no tienes y que te hace estar recluido aquí?
- Una pieza que complete el círculo, y le dé validez a lo que estoy diciendo. Sin esa pieza, todo lo que acabas de oír suena a delirio. ¿O acaso no crees que he sido yo quien provocó el estar aquí? ¿Es muy difícil parecer normal, y engañar a cualquier profesional de la mente diciendo lo que quieren oír y evitando la internación? Yo fui quien quiso estar aquí, porque llegué a la conclusión que alguno de estos marginados tiene lo que busco, además de apartarme de la sociedad y las trabas que me han puesto.
- ¿Y quién te dice a ti que no morirás en vano, en ese intento por buscar una pieza que hasta quizás no exista?
- Luego de lo que has oído, ¿No te parece que merece la pena morir en el intento, antes que sentirse limitado y cómodo con lo que nos tocó en esta vida?
- Hay tantas cosas por las que vivir, por las cuales disfrutar y sentirse dichoso de ser libres; puestas de sol, los hijos, los pequeños logros, el nuevo amanecer que, como dices, trae algo nuevo... - reflexionó Víctor.
- Pero acaban siendo más de lo mismo. Pequeñas experiencias que llenan nuestros límites y nos hacen sentir conformes. Es como dice en uno de los escritos de aquel libro que los religiosos llaman “Sagrado”:  ... es vanidad, es como tratar de atrapar el viento con las manos...,  y la vida no es un instante, no es un momento de plenitud, no está hecha con la expresión conformista que dice que es una suma de momentos. No hay límites, ni delante, ni detrás, ni a los lados. No hay un manual de instrucciones. Pero hay algo que es fundamental y que le da la suprema gracia a nuestra estancia en esta tierra: tenemos libre albedrío. Podemos ser y hacer todo. Depende de nosotros mismos, no de los demás. Saber esto, y paralelamente reconocer que alguien tiene una pieza que necesito para acabar con mi búsqueda, de a ratos me hace infeliz.
- ¿Pero por qué estás tan seguro de que alguien tiene lo que te falta, y no puede ser que lo tengas tú mismo y no seas capaz de verlo, ya que de tan supremo has calificado al ser humano?
- Porque no se trata de que tenga que reconocer algo. Es una llave, algo que me permita abrir y exponer lo que he armado, lo que siempre existió, y simplemente sirva de motivación para todo aquel que les interese.
- ¿Quieres llegar a ser dueño de la verdad?
- No has entendido nada. No tengo "La Verdad". Simplemente creo tener armado un plan de motivación que impulse al ser humano al infinito, al sitio sin límites, sin máscaras, sin conformidades. Tengo el explosivo armado, solo me falta el detonante.
- Pero hay miles y miles de manuales de auto motivación, clases de terapia que levantan cada auto estima y proyectan al individuo a ser quien quiera ser. No estarías descubriendo nada nuevo.
- La mayoría, por no decir todos, dan pautas, pistas. Cualquier reflexión que oigas podrá dejarte pensando y reconocer que has elaborado algo nuevo para ti a raíz de ella. Cualquier libro te puede deslumbrar y enriquecer de una manera especial. Pero tan solo se almacenará en tu cabeza y sabrás que ya lo has leído y que de alguna limitada utilidad fue para tu vida. Por eso el libro de la vida no existe. Y mi búsqueda apunta a encontrar la simple motivación que nos proyecte a la plenitud.
- ¿Y si encuentras lo que buscas, como lo proyectarás hacia los demás?
- Irónicamente, a través de un libro, para que cada uno elija y decida si es importante o no para su vida esas reflexiones. También de palabras transmitidas de boca en boca, como si fuera el tesoro más preciado con el que cuenta la humanidad. No es algo para cualquiera. No cualquiera está preparado o le interesa quitarse el velo de los ojos. Si esto llega a oídos de quien no le dé el valor que se merece, acabaría siendo nocivo, pues pensarían que se está tratando de formar una nueva secta, donde, mira que ironía, el culto es proyectar al ser humano hasta los pies mismos de quien venere, si involucramos a la religión. No se trata de llegar a ser como Dios, o como lo llamen en cada religión. Tampoco es sentirse el mayor eslabón evolucionado de la cadena, según los científicos. La perfección, la perfección existe.
- ¿Estás convencido de ello?
- Totalmente. Y buscándola sé que moriré en el intento, y no me preocupa en lo muy mínimo. Simplemente mi cabeza no alcanza a darle dimensión a lo que eso representa. Tú sabes que todo el mundo piensa que, como la perfección no existe, para qué buscarla... Es mucho más rentable y un tanto menos complicado buscar el dinero, los títulos académicos, el reconocimiento de los que nos rodean y la conformidad con nosotros mismos a la hora de dejar este mundo, que intentar ser perfectos.
- ¿Al menos puedes decirme el camino que hay, si es que existe, en la búsqueda de esta perfección?
- Ser honestos con nosotros mismos. Pero no honestos con los pensamientos. No. Me temo que esto abarca a algo poco explorado: el alma. El alma es lo que alberga la esencia, la gota de la que te he hablado.
Uniendo lo que El Corto le había dicho, Víctor encontró contradicciones entre esas últimas palabras y el comienzo de la charla. El Corto buscaba algo, y lo llamaba una llave, una pieza que terminara de conformar su rompecabezas. Pero también no quería algo, pues no le interesaba, prefería la sorpresa antes que la percepción que los deja vus le indicaban. Había mostrado una falta de comunión entre sus actos y su estancia en aquel lugar. Y sin esa comunión, su búsqueda no acabaría jamás.





Capítulo III

 

 

 

 


- ¿Cómo te llamas?
- ¿Qué mierda te importa?
- Simplemente trato de ser amable.
- ¿Y quién te lo ha pedido?
- Acabas de llegar, estaría bien que sepas donde te encuentras.
- ¿Y tu quién eres, asistente social, un puto mormón o un maricón en vías de desarrollo?
- Dicen los que dicen saber, que estoy loco, que sufro de desequilibrios emocionales y que por mi seguridad y la de los demás, es que estoy aquí.
- ¡Ah! Lo que me faltaba, un loco consciente y confeso. Ni con los mejores porros he escuchado semejantes estupideces.
- Bueno, como tu digas. Es eso, quería saber tu nombre, y decirte que en cualquier cosa que pueda ayudarte, puedes contar conmigo.
- ¿Es que no tienes nada más que hacer que andar rompiéndome las pelotas?
- Comprendo perfectamente que estés alterado. La adaptación no suele ser fácil, pero también depende de cada uno.
- Ya que me quieres ayudar, dime, ¿Cómo puedo salir de aquí?
- Frío, blanco y en un cajón.
- ¿Qué es esto? ¿La prisión de máxima seguridad jamás inventada?
- No. Tan solo se trata de que los que estamos aquí estamos a gusto. Tanto los internos como el personal respetamos el código de convivencia, y cualquier cosa que intente alterar nuestra armonía, tratamos de evitarla antes de que suceda.
- ¿Así que no puedo contar con nadie de aquí?
- Tu caso no es extraño. Tengo entendido que la Justicia ha modificado ciertas normas, para que los abogados no se salgan con la suya.
- ¿Y tú que sabes de mí?
- Tu rostro, tu forma de vestir, tus movimientos y la forma de expresarte hablan a las claras de quien eres. No debes menospreciar a la gente que presenta trastornos mentales. No somos como la mayoría cree, que nos pende la saliva de la boca y andamos la mayor parte del día con la mirada perdida. Sabemos y vemos más de lo tú y cualquiera del otro lado creen. No me sorprendería, y por ello te hablo de la manera en que lo hago, que hayas tenido inconvenientes con la justicia y te hayan sugerido que seas parte del alegato de demencia temporal.
- Bueno, bueno. ¿Por qué es que nadie puede salir de aquí de otra forma que no sea muerto?
- Hace muchos, muchos años que estoy aquí. Y jamás he visto salir a nadie que haya atravesado “La Puerta” para estar un tiempo aquí. Como te decía, la Justicia ha modificado las normas aplicadas a la gente procesada, cuyos abogados buscaban la manera de hacer pasar sus delitos como una demencia temporal. Entonces sus clientes pasaban recluidos entre seis meses y un año en un centro de rehabilitación psíquica, y al cabo de ese tiempo, estaban sueltos por las calles, como si nada hubiese pasado. De modo que se ha ideado un nuevo plan que apunta a que si un individuo a cometido un delito y alega demencia para evitar ir a la cárcel, que asista realmente a un centro dedicado a las personas con estos inconvenientes. O sea, derivarlo a un manicomio, con dementes de verdad, y que allí sea tratado.
- Pero eso es una putada.
- Depende de cómo se mire. Para la Justicia está bien. No está haciendo nada ilícito, le está dando al culpable el castigo que solicita según lo que manifiesta. Esto no me parece injusto. Los abogados, que cobran por defender a sus clientes, están conformes por haber evitado que fueran a la cárcel. Y una vez en el manicomio, les da igual. ¿O acaso tu abogado te ha llamado desde que estás aquí, para decirte que no te preocupes, que todo saldrá bien? Ellos cumplieron con lo suyo, que fue evitar que estuvieras entre rejas. Y para la sociedad, que veía como los que delinquían apelaban a cualquier recurso para librarse del castigo, que tú y tantos otros estén aquí no les extraña, no les preocupa, pues seguramente habrá sido lo que manifestaron en el juicio. Nadie está aquí por error, por equivocación. Cada uno de los que conformamos este centro buscamos estar aquí, hicimos “méritos” para estar de este lado del muro. Así que, por tu bien, te diría que trates de acostumbrarte a esta estancia.
- Si me acostumbro a esto, acabaré más loco de lo que supuestamente entré.
- En lugar de dedicar tus esfuerzos a tratar de escapar, búscale el lado positivo. Aquí nadie se meterá contigo. En todo caso, como el mío, buscaremos saber tu nombre, de donde vienes, un poco de tu historia. ¿Sabes?
- No necesito a ningún trastornado que ande averiguando cosas de mi vida. Me las puedo arreglar solo.
- Repito que lo único que buscaba era saber tu nombre y que sepas que puedes contar conmigo.
- Martín. Soy Martín. ¿Estás conforme ahora?
- No entiendo por qué insistes en comportarte como una mosca encerrada en un frasco de vidrio, chocando una y otra vez contra la pared. ¿Crees que llegarás lejos pensando que eres mejor que los demás, superior o independiente, de tal manera que puedes valerte por ti mismo en un mundo que no conoces y que no proyectas de lo que puede ser para tu vida?
Martín estaba rojo de ira, apretando su puño derecho, cargándolo de impotencia. No tardó en darle un golpe en la mandíbula de Víctor. El rostro del viejo se movió bruscamente, pero no fue suficiente para derribarlo.
- No te costaría mucho con la juventud que tienes acabar conmigo. Me podrías matar, sin que pueda hacer mucho por defenderme. Pero eso no cambiaría las cosas, al contrario, las empeoraría para ti.- agregó Víctor, escupiendo la mezcla de saliva y sangre que en su boca se había formado.
- Es cierto. Tienes razón. No debí golpearte. Acabo de entrar en cuentas de que no faltará mucho para que los gusanos se hagan un festín con tu cuerpo.
Sin esperar la respuesta de Víctor, se incorporó, alejándose sin mirar atrás.
- Has sufrido mucho, hijo. Lo sé, lo sé, y lamento que nadie haya estado a tu lado en los momentos en que has necesitado desahogarte. Espero llegar a tiempo para evitar que cruces la raya y que no haya vuelta atrás en tu vida. Espero que no sea demasiado tarde.- murmuró Víctor mientras veía partir al joven.



El Corto recorría el exterior del edificio, para ver si podía encontrar de una vez por todas a Lorenzo. Estaba agitado, nervioso. Había decidido acercarse al joven y su búsqueda estaba siendo en vano. En uno de los bancos vio a Víctor y al otro nuevo, hablando seria pero animadamente, alegrándose, ya que confiaba en las dotes diplomáticas de su amigo, y sabía que de alguna manera llegaría a buen puerto. Desconocía la trama de la conversación que estaban manteniendo, pero lo importante era que Víctor se estaba acercando. Y vaya manera.
Como era costumbre en él, entro a toda velocidad al edificio, para darle fin a su búsqueda. Al cruzarse con el celador de la entrada, no pudo evitar preguntarle por el nuevo interno.
- Perdón. ¿Ha visto a...?-  y no acabó con la frase, arrepentido al oírse a sí mismo.
- ¿Si he visto a quién, Corto?- completó el celador, apenas apartando los ojos del periódico.
- No, nada. No se preocupe. Estaba buscando a Víctor, pero acabo de recordar que por la mañana me ha dicho que saldría a tomar un poco de aire fresco, ¿Sabe? Y con ese pequeño inconveniente que tiene con el cigarrillo, le debe venir muy bien respirar un poco de vez en cuando. Así que mejor no molestarlo.
- ¿Entonces que quieres?
- Nada, nada. Disculpe la interrupción.
- Sigue con tu mundo, Corto, que tan bien lo llevas.- la barriga del celador se movió dos veces por la risa irónica que esbozó al comentar esto último, mientras veía alejarse al interno.
El Corto dejó las cosas así como se habían presentado, pues no tenía muchas intenciones de desafiar a aquel guarda y encontrarse con inconvenientes que lo alejaran de su búsqueda.
En la sala de descanso encontró al fin a Lorenzo, sentado en un sofá mirando por la ventana, el jardín, el extenso campo que acababa en el muro, a lo lejos.
- Así que aquí estabas. Te he buscado toda la mañana, y la verdad es que fue difícil saber dónde andabas.
Lorenzo le dedicó tres segundos de su mirada, y volvió a quedarse absorto en el paisaje.
- Soy amigo de Víctor. No te preocupes. Víctor, ¿Recuerdas? Me ha dicho que anoche ha hablado contigo, antes de que te llevaran.
El joven no parecía preocupado en responder. Ni siquiera daba indicios de procesar lo que estaba oyendo. El Corto se ubicó delante de él, y flexionando las piernas acabó por quedar cara a cara con el nuevo.
- Creo que te encuentras un poco mejor hoy. Y, como te habrá dicho Víctor, debes vigilar de continuar así, para que dejen de inyectarte porquerías para tenerte bajo control.
- ¿Quién eres?
- Todo el mundo me conoce por “El Corto”. Hace doce años que estoy aquí, y soy uno de los que más tiempo lleva de todos los que conocerás. Prácticamente he sido uno de los primeros que comenzó a poblar el internado. Imagínate. Me enteré de que abrían un edificio nuevo, con jardines, comida gratis, cama, médicos personalizados varias veces al mes, y hasta televisores. Y el único requisito para acceder a todos estos servicios era demostrar fehacientemente una incongruencia mental que afecte el comportamiento en el ámbito social, algún desequilibrio emocional, o la veneración hacia los pensamientos más recónditos del ser humano y buscar arrancarlos del interior de cada uno. ¿Cómo voy a resistir semejante tentación?
La sonrisa de Lorenzo no se hizo esperar, contagiando a El Corto.
- ¿O sea, que no estás loco, sino que te haces pasar por uno más, para tener todo esto?
- ¡Ey! ¿Que crees, que te lo reconoceré, y pondré en riesgo mi plácida estancia?- respondió, con una expresión de pícara seriedad.
- Soy Lorenzo.
- Sí, me lo ha dicho Víctor. ¿Tienes algún argumento mejor que el que has oído para estar aquí?
- No, no lo creo. En realidad no tengo muy claro cómo se han dado las cosas para haber llegado hasta aquí.
- No te preocupes. Suele suceder. Los inconvenientes te van envolviendo, más, más y sin que te des cuenta, llega el momento en el que te encuentras rodeado de impotencia y no sabes cómo salir. Y cuando resultas una molestia, para la sociedad, para la familia, o para quien te rodee, por las dudas, te ubican en un sitio bajo el lema de “proyectar tu reinserción, evitar daños irreparables hacia tu propio ser y contribuir con mantener el equilibrio social existente”.
- ¿Cómo sabes lo que me ha sucedido?
- Es que no lo sé. Te he dado un ejemplo de lo que suele suceder con la mayoría de los internos. ¿Por qué estás aquí, si puedo saber?
- No lo sé. Si lo supiera, o si me hubiese dado cuenta a tiempo de que acabaría aquí, imagino que hubiese hecho algo al respecto.
- Para disimularlo.
- No entiendo.
- Para disimular lo que te sucedía, y evitar que te deriven a un psiquiatra.
- Si, bueno, en realidad no lo sé. Me resulta bastante extraño hablar de mi vida, hoy por hoy, así, de buenas a primera, y hacer un balance de por qué las cosas se dieron como se dieron. No estoy bien, pero tampoco creo que tenga que estar aquí para estar mejor.
- Bueno, tranquilo.
- Yo tengo mi vida armada, mi mujer, una familia de mierda que lo único que hace es presionarme, presionarme...
- Ya, ya. Sé a que te refieres...
- ...Y ya ves como estoy por pensar en ellos. En realidad, la gente me ha llevado a esto. Creían que no me daba cuenta, pero sabía perfectamente lo que estaban pensando de mí, detrás de cada sonrisa y de sus “buenos días”. ¿Sabes? Lo veía en sus ojos.
- Oye, cálmate, o te colocarán de nuevo.
- Me da igual lo que me hagan. Más putadas de las que me han hecho no creo que puedan hacerme. Y seguramente a ti te deben haber enviado para que averigües qué me sucede. Eso. De allí que la jugaras de simpático, ¿No?
Lorenzo se había inclinado hacia delante, próximo al rostro de El Corto para demostrar mayor énfasis en lo que estaba diciendo, ya que con los gritos no le parecía suficiente.
Dos enfermeros entraron por la puerta que daba a uno de los comedores, uno de ellos apretando la jeringa hasta dejar la medida del tranquilizante en su sitio.
- Esto será más difícil de lo que imaginé... - murmuró El Corto mientras se apartaba para dejar trabajar a los dos enfermeros. Una vez  inyectado, lo reclinaron poco a poco en el sofá apretándole el hombro como si supieran lo que el joven estaba experimentando.
- Tranquilo, amigo. No pasa nada. Relájate. Ahora te quitaremos a éste de aquí. Suele tener actitudes así, de alterar un poco el orden, pero no es un mal tipo.- dijo uno de ellos, volviéndose hacia El Corto.
- ¡Ey! Que yo no he hecho nada.
- No, Corto, tú nunca haces nada. La gente tiene estos ataques porque en realidad se lo provoca tu altura.
- ¿De modo que yo también...? – preguntó, señalando la inconsciencia de Lorenzo.
- Es una pena, Corto. Hacía mucho que habías dejado de estar “abonado” a la colocación.- confirmó con ironía el enfermero, mientras levantaba la manga de su camisa.
- Pero si no fue mi intención.
- Seguro, seguro. Sabemos que lo que haces, lo haces de buena persona que eres. Por eso, para continuar con esa bondad, lo mejor que podemos hacer por ti y por él, es que ambos se encuentren en igualdad de condiciones.
- ¿Por más que haga o diga lo que sea, será tu verdad contra la mía?
- Y ya sabes quién es el que habitualmente lleva las de perder. ¿No?
- Justamente le estaba diciendo al muchacho el tiempo que llevo aquí, y aun parece que no me entero... - y ya las palabras estaban sobrando. Se dejó llevar hasta el sofá, sentado junto a Lorenzo, inmerso en escenas que se desarrollaban lentamente, entre un marco de luces tornasoladas que le hacían sonreír.
- Bien, Corto. Que la pasen bien, y ahora si, pueden seguir compartiendo sus mundos.
El viejo siguió con la mirada la retirada de los enfermeros, forzando a su mente para luchar contra la droga. Calmaba el impulso de su lengua por hacer un comentario, dejando la boca abierta, cuyos labios dibujaban una sonrisa. Hacía años que había ejercitado esa terapia, esos pensamientos, en la época en la que frecuentemente era “colocado”. Acababa siendo un desafío personal controlar la mente en esos momentos en los que el sedante parecía adueñarse de su vida. Y lo hacía con un fin que se había preestablecido así mismo: llevar su subconsciente hasta los límites más recónditos y lograr, como había logrado, que aun adormecido su cuerpo, su mente continuara funcionando y tuviera total lucidez de sus pensamientos durante la noche, cuando volviera a la realidad, el día siguiente.
Estaba mucho más allá.




Capítulo IV

 

 

 

 


Querido amigo:         

Me resulta muy difícil y bastante cursi escribirte una carta, más con ese prólogo de “querido”. Hace mucho tiempo que no nos vemos, y me acabo de enterar casualmente de que estás internado para recuperarte. No sé que decirte. Tampoco sé, si como comentan por ahí, leen las cartas que la gente que está como tú recibe. No me preocupa, ya que no creo incluir ningún misterio en estas breves líneas.
Muchas veces me ha sucedido que no sabía que decirte, y esta es una de ellas; pero el hecho de escribirte me permite leer una y otra vez lo que estoy tratando de decir, y hacer de cuenta que te lo digo personalmente.
Lamento no haber estado a tu lado en los momentos en que has necesitado alguien con quien hablar. Supuse, y evidentemente me equivoqué, que me llamarías, o vendrías a verme, porque hace tiempo que estamos lejos, pero seguimos teniendo aprecio (o por lo menos es lo que yo creo) el uno del otro.
Si supiera qué hacer, querido Lorenzo, por ayudarte, sabes que lo haría. Pero jamás imaginé que terminarías en un sitio como en el que estás. No sé si aun lo tendrás elaborado, y mis letras no hagan más que hundirte en la realidad que te toca vivir, y solo Dios sabe que es lo que menos quiero. Pero, en la cobardía de un papel, tengo que reconocer que temo ir a visitarte.
Temo que sea real lo que está sucediendo. Temo que acabes allí para siempre. Tu mujer, tus suegros, dicen que ahora estás mejor donde te encuentras, que estás bajo control, y eso a la larga te beneficiará. Nunca he entendido a esa familia, y sus respuestas no me dejan para nada tranquilo.
Es la tercera vez que relleno un papel para darle forma de carta; las veces anteriores me sonaban a hipocresía, a vacío, a una simple actitud de solidaridad, tan falsa, tan hueca, que es ahora cuando realmente me espanto de lo que te estoy diciendo, pues no debe ser nada fácil soportar lo que debes estar pasando.
Desearía de todo corazón que recuerdes los buenos momentos que hemos pasado juntos, que pienses en ellos, que te aísles de todo lo negativo que te pueda estar rodeando, y que desees que las cosas cambien. Yo lo estoy haciendo, y si tú también lo haces, tal vez logremos revertir este mal momento.
Me duele saber que no podrás responder a lo que estás leyendo, por lo menos es lo que me ha dicho tu mujer. Y estoy evaluando el ir a visitarte. Pero sabes que hay cosas que me acobardan, que no debería ser así, pero pienso que al verte quedaré paralizado y lo único que lograré es hacerte sentir aun peor.
Piensa en lo que te ha sucedido, dale vueltas y vueltas, no busques culpables, sólo trata de enfocar los errores que han llevado a que hoy estés en un maldito manicomio. Por lo menos es lo que yo hago cuando me siento mal; pienso que el responsable de las cosas soy yo, no culpo a los demás, me hago cargo hasta donde puedo, y lo que creo que no me corresponde lo descarto. A la gente le da igual que estés aquí o allá. En todo caso dirán “pobre muchacho”, pero cada uno seguirá haciendo su vida, y el mundo seguirá girando, a pesar de los que van cayendo día a día.
No sé si tendré razón al decirte que no le importas a nadie, que estás tú solo, que tú eres el único que puede resolver los inconvenientes que se te presentan. Y la primera impresión que sientas al leer esto no sé cuál será, pero seguramente luego podrás ver “entre líneas”.
Aun me considero tu amigo, aunque diera la sensación de ser el más desalmado del mundo al escribirte lo que estás leyendo. Siempre te he dicho la verdad, mi verdad, y creo que eso es lo que ha sostenido la amistad durante todos estos años. Por eso sigo sin entender por qué no me has llamado, no me has hecho saber que estabas mal, antes que todo esto llegara hasta donde ha llegado.
Para bajar un poco el contenido, quisiera comentarte que estoy a punto de ser padre por segunda vez. A Juan lo conoces, el mayor. Ahora viene Marina, por lo que hemos visto en la ecografía. El nombre lo ha elegido mi mujer, ya sabes, pero igual me agrada. En el resto de las cosas que hacen a mi vida, todo sigue igual. Intento, día a día, hacer las cosas lo mejor posible para poder acabar el día  satisfecho de haberlo dado todo.
Si por las dudas te quedas pensando en el porqué de la decisión de tener otro hijo, es bastante largo como para explicarlo en una carta. Es una satisfacción personal que quería compartir,  y supongo que te alegrará.
Quiero que te encuentres bien. No sé que hay en mis manos para ayudarte, pero sé que debes de volver a estar bien. Y si necesitas una motivación más allá de esta carta, algo en que pensar para presionarte a ti mismo para estar bien, piensa en que deseo de todo corazón que seas el padrino de la niña que está por nacer. Es muy importante para mí, como lo que representas en mi vida, por los días pasados, esa juventud que aun no hemos perdido, aunque parece que me he dado cuenta tarde.
Si la única forma de comunicarnos, hoy por hoy, es a través de los pensamientos, de esta carta, dale el valor que a ti te convenga. No tengo mucho para prometerte ni para jurarte, simplemente el recordarte que aunque te sientas solo, desamparado e incomprendido, hay alguien, cerca, lejos, comprometido o no, pero alguien al fin, que está pensando en ti, que te aprecia, que te extraña y que, por sobre todas las cosas, cree en ti...




Juan Cruz

Capítulo V


- ¿Así que tú eres el boxeador?
- ¿Qué? ¿Ya ha ido el maricón de tu amigo a promoverme como el nuevo candidato a ocupar tu lugar, y te ha dado un ataque de celos?
- Estoy evaluando si me río de ti, si te lo hago más fácil, más difícil, si acorto tu sufrir o te dejo agonizando.
- ¡Bueno! ¡A quién me ha cruzado el destino! Viejo, ¿Por qué no te vas a jugar a las cartas con tus compañeros, y dejas de molestarme? No me produce mucha gracia tener que andar ubicando, a través de puñetazos, a cada trastornado porque no se enteran de que no quiero que me molesten.
- Supongo que Víctor te lo habrá dicho, pero no te habrá bastado. Puedes darle palizas a todo el mundo, si eso te place, te distiende, o hace tu estancia más llevadera. En menos de un mes te quedará el cerebro seco por las drogas que te inyectarán. Y por tu conducta, no me extrañaría que hayas probado toda clase de drogas; fumado, inyectado o aspirado toda clase de porquerías, pero te aseguro que ninguna de las que conoces o de las que imaginas te volará la cabeza como a las que te harás acreedor si sigues con esa actitud.
- ¡Bien! Y lo bueno es que serán gratis, y legales.
El Corto esbozó una sonrisa que, por primera vez desde su llegada, terminó por incomodar a Martín. Lo miraba a los ojos, completa, profundamente, y el joven no pudo evitar verse reflejado en las pupilas dilatadas del viejo.
- ¿Que es lo que te produce gracia?
- Te molesta que te conozca. Te molesta que sepa quién eres, qué tienes ahí dentro.
- ¿Y qué es lo que tanto sabes, lo que tanto conoces?- Martín no pudo evitar evidenciar que se hallaba incómodo, pasando el revés de su mano por la nariz para limpiarla.
- Has tenido. Y has perdido. Y nadie te ha explicado el por qué. Lo único que crees saber es que la culpa de tus desgracias es de los demás, de la vida y del destino. Te has ahogado en tu propia mierda porque no has podido levantar la cabeza. Has buscado ayuda, y te han envenenado aun más. Tu vida ya no tiene sentido, temes reconocerlo, pues sabes qué es lo que tienes que hacer si lo reconoces. El resto de la gente que tiene problemas no te importa en lo absoluto. Dios se ha olvidado de ti, y aquí estás, gritando porque te has quedado solo en un mundo que sigue su marcha mientras tú esperas que se detenga y te deje volver a incorporarse.
Nuevamente el rostro de Martín estaba desencajado. Su puño apretado volvió a buscar como destino el rostro de aquel loco que le estaba mintiendo, que le estaba diciendo tantas cosas que no eran ciertas.
El Corto frenó el golpe con su mano derecha, abierta, rígida, firme, como su mirada, que se clavaba en lo más profundo de aquel joven.
Sorprendido, Martín juntó más aire en sus pulmones. El entorno pareció detenerse en esos segundos en que joven y viejo se enfrentaron. La acumulación de ira acabó por desprender un par de lágrimas de los ojos del joven. Lágrimas de impotencia, de rabia, de ira. Lágrimas que hacía tiempo había olvidado. Lágrimas de verdad, lágrimas de saberse desnudo ante un extraño.
Poco a poco sus fuerzas fueron mermando; de la violencia original y el deseo de golpear a esa persona que le había hablado como nunca antes había oído, a una profunda necesidad de estar solo y ocultar el llanto.
Más allá de lo vivido, seguía siendo un joven. Seguía guardando muy profundo, dentro de sí, los sentimientos de impotencia que las circunstancias de la vida le habían ido marcando. Y ahora estaban saliendo, poco a poco.
El Corto lo entendió así, dejando que Martín hablara si así lo deseaba.
Apoyado contra un árbol, el muchacho levantó la vista al cielo para preguntar hasta dónde tenía que soportar lo que le tocaba vivir.
- Tú no sabes nada. Has hecho un comentario al azar, y has logrado que me sintiera totalmente indefenso.
- Tus lágrimas no son de azar. La mejor forma de resolver los problemas, no es precisamente ocultándolos.
- ¿Y entonces, que debo hacer? ¿Acaso no crees que he ido dando pena por la vida, para ver si una miserable mano me acariciaba, como si fuera un perro? ¿A que no sabes como me fue? Pero no importa, ya encontraré la forma...
- No la estás buscando. O si crees que lo estás haciendo, te equivocas. La solución está en una actitud para con uno mismo, no para con los demás. No porque enfrentes a las personas con la actitud segura y de desafío con la que te relacionas habitualmente, estarás diciéndote a ti mismo que vas por el buen camino. Mírame. Soy un simple ser humano, con mis errores, con mis defectos, con mis trastornos, con mi búsqueda. Y estoy aquí, por entre otras cosas, por ser honesto conmigo mismo. Sí, tengo inconvenientes, lo reconozco, pero trato en lo posible de crear el mejor sitio en donde convivir, aprender y poder ayudar.
- No quiero terminar como tú. No estoy loco. Que sea una persona difícil, que quiera estar solo, que no quiera compartir con nadie, no significa que esté desquiciado.
- No he dicho nada de eso. Pero has de entender que no estás aquí por casualidad.
- ¿Quieres saber por qué estoy aquí? ¿Me haría sentir mejor que lo sepas?
- Oye, simplemente me he acercado a ti, como Víctor, para conocerte y que nos conozcas. Antes de que cuentes lo que quieras contar, me gustaría que diéramos una vuelta, para que te enteres de algunas historias.
Limpiándose la nariz con la manga, Martín siguió los pasos de El Corto, encaminados por entre los jardines que se extendían por todo el lado del edificio. Fueron encontrando a diferentes internos, sentados en los bancos, debajo de algún árbol, o simplemente caminando. La mayoría tenía más de cuarenta años, presentaban diferentes expresiones en sus rostros, pero en lo que coincidían era en la mirada curiosa e ingenua que presentaban al paso de los dos.
Martín continuaba detrás del viejo, tratando de evitar cualquier contacto con esas personas. La locura, para él, no había pasado de una noche de borrachera y drogas, ritmos acelerados y tonterías públicas. Ahora que prestaba mayor atención a las personas que así eran calificadas, un nudo en el estómago comenzaba a formársele.
- Tranquilo, no te harán daño. Como te he dicho, estamos curiosos por conocerte, pero nada más que eso. No quieren que alteres su forma de vida. Así como los ves, están muy a gusto.
- Parecen sacados de una película de terror. Con los pelos así, revueltos, sucios, las barbas, la mirada perdida. ¿No se ocupan de que tomen una ducha de vez en cuando?
El Corto sonreía, pensando en la respuesta.
- Aquel que ves allí, es Pedro. Tiene creo que algo así como cuarenta y dos, cuarenta y cinco años. Hace siete años se fue de vacaciones con su mujer, su hija de seis meses y su suegra. A mitad del camino el bebé comenzó a llorar porque tenía hambre. En lugar de detenerse, aguardando tranquilamente y continuar, Pedro siguió conduciendo, instado por su mujer de que podía arreglárselas bien, rumbo a su destino. En una curva, el coche que venía de frente se abrió demasiado, saliéndose de su carril y metiéndose en el carril de Pedro. Apenas alcanzó a girar el volante, según lo que recuerda. El coche hizo impacto contra el otro, y volcó, dando varios tumbos. Mareado y sorprendido, salió del coche que estaba con las ruedas para arriba, sin preocuparse por sí mismo, y buscando auxiliar a su familia. El estupor no le permitió recordar cuanto tiempo pasó, pero lo único que recuerda una y otra vez son los gritos de su mujer para que quitara al bebé de entre los hierros. Las sirenas de la policía, la ambulancia y los bomberos no tardaron en llegar hasta el lugar. Tuvieron que ser los bomberos los que quitaran a su esposa de entre la maza de hierros en la que se había transformado el coche. La suegra, con la pierna rota, lloraba desconsoladamente. Pedro sostenía entre sus manos ensangrentadas a su bebé, a su única hija, al tesoro que la vida le había regalado. Entre tres personas tuvieron que sacársela, para llevarla en la ambulancia rumbo al hospital.
La esposa se había fracturado la columna vertebral; no sentía las piernas, no podía moverse en absoluto.
- ¿Qué pasó con la niña, con el bebé?
- Murió, dentro de la ambulancia. Nada pudieron hacer por salvarla.
- Pobre hombre. Se habrá sentido culpable, indignado y totalmente destrozado, ¿No?
- Ya ves como ha terminado. No lo puede superar. No hubo psicólogo, ni asistente social, ni amigos, ni iglesias, ni nada que lo haya podido levantar. Perdió la razón de vivir, perdió el amor propio, en esos seis meses que se fueron, se le terminó yendo la vida. Intentó en varias ocasiones suicidarse, al sentirse culpable de la tragedia. Más allá de la terapia que estaba haciendo, la necesidad que sentía por responsabilizarse de aquello, y poner fin al peso que sentía, justificaban su internación para preservarlo de sí mismo.
- Pobre hombre. Esas cosas uno está acostumbrado a verlas por la televisión, están lejos de que puedan ser algo real, que le suceda a alguien conocido.
- Pedro era arquitecto, y de los buenos. Ha diseñado hoteles importantes y de renombre, creo que inclusive participó en el desarrollo de los dos últimos hospitales que se hicieron en la capital. Era un buen padre, un buen esposo, un buen vecino. No tenía problemas con nadie, a la mayoría le caía bien. ¿Qué ha hecho, una persona así, para merecer eso de la vida, así, de repente, sin previo aviso?
Martín movía la cabeza negativamente, con los ojos abiertos de par en par, atento a las frases de El Corto.
- A la mejor conclusión que he llegado, dándole vueltas y vueltas al asunto, y desde mi creencia, claro está, es que si existe Dios, lo ha puesto a prueba.
- Pero que clase de...
- Tranquilo, es solo mi idea. Seguramente tú tendrás la tuya, cuando seas capaz de digerirlo. Entonces, Dios le ha dado todo; capacidad, inteligencia, la profesión que tenía, amigos, una esposa adorable, una hija hermosa. Seguramente estaba bastante conforme con las cosas que poseía. De repente, algo muy importante le es quitado. Algo sumamente especial. A raíz de eso, Dios, que siempre había sido generoso, amable y había tenido en cuenta a uno de sus hijos, comienza a ser cuestionado. Si existe, si es justo, si esa omnipotencia conocida no tiene reparos en poner a prueba a personas, para que queden así, como estás viendo. Que muere gente, que nace gente, son cosas normales. Que hay guerras, que hay hambre, enfermedades y miseria, hablando y estudiando se puede llegar a entender. Pero hay casos, como el caso que acabas de conocer, que son bastante difíciles de explicar. O tienes fe, amor propio, un inmenso corazón y una devoción por la vida que supere todo tipo de pruebas, o quedas herido de diferentes magnitudes. Como fuese el caso, está en uno mismo, no en los demás. Dios seguirá siendo Dios, y el hombre creerá o no en él. Mientras que el hombre vive, será libre de elegir. Y eso, tan simple y tan conocido que suena, es fundamental y es lo nos identifica en esta vida.
Ahora el ceño fruncido de Martín daba a entender a las claras que le era bastante difícil de asimilar estos comentarios. Era, a sus veintidós años, la primera vez que reflexionaba seria y ampliamente sobre los demás, sobre su entorno, pero principalmente, sobre sí mismo.
- ¿A que se debe tanta filosofía, si estás desquiciado, loco, trastornado?
- Aquel de allá es Sebastián. Su caso, peculiar pero no menos sorprendente, es el de una persona que siempre vivió bajo la sombra de su madre. Su padre, alcohólico a raíz de, bueno, ya ni sé a que atribuirle su dependencia sin ser subjetivo; el caso es que era alcohólico y por ende, comunicación en el seno familiar prácticamente no había. A medida que fue creciendo, fue entendiendo que de su padre poca cosa podía esperar. Se tuvo que buscar la vida, desarrollándola como mejor pudo. Como su padre se dio cuenta de que en su casa ya no era registrado, ni tenía ningún tipo de incidencia, ni de valor como persona, comenzó a tener actitudes para llamar la atención. Hizo desaparecer la mascota favorita de Sebastián, seguramente matando al pobre perro. Preguntaba por tonterías a fin de sentirse apreciado, pero la situación ya era insostenible. En plena etapa de adolescencia, Sebastián fue testigo de las palizas que sufría su madre cuando su padre llegaba borracho, sin poder hacer nada, acobardado por sí mismo y por el silencio que le pedía su madre, ajena a tomar cualquier tipo de escapatoria a las torturas que recibía.
Su referente en la vida fue su madre, hasta que el problema empeoró hasta la tragedia. Una paliza descomunal la mató, y su padre, preso. Sólo en el mundo, sin siquiera ánimos de rebelión, fue acogido por dos tías que vivían juntas, y que poco pudieron hacer para sacarlo adelante. Así fue como su vida se fue ensimismando a tal punto que ya parecía autista, actitud que preocupó a las tías, y a fin de sacárselo de encima, provocaron las reuniones con el psiquiatra que recomendó su internamiento. No es, en lo absoluto, una persona peligrosa.    Míralo, es una planta. Sus sentimientos, sus sentimientos vaya uno a saber dónde han quedado.
Martín no podía dejar de espantarse ante el panorama que se le estaba presentando. Él, que creía que la vida había sido totalmente injusta con sus designios, comenzaba a inclinar la cabeza para darse cuenta de lo pequeño que estaba quedando su mundo.
- No deja de sorprenderme la lucidez de tus palabras. No termino de entender qué es lo que haces aquí. O tienes una buena explicación, o te dedicas a espiar a los que realmente están enfermos.
- ¿Que piensas de las dos situaciones que te mencioné?
- No terminan de entrarme en la cabeza. No las concibo, no entiendo el porqué, no sé que decir en estos momentos. Por eso preguntaba el porqué de tu estancia aquí, para cambiar un poco el aire.
- Si te explicara, tendrías tres alternativas. O no me creerías, cosa que dudo porque hasta el momento no te he dado ninguna pauta de desconfianza con lo que te he dicho. Tal vez alucines con las cosas que suceden en este mundo, y quedes pasmado y sin respuesta, cosa que tampoco me sorprendería. Y por último, tal vez puedas desarrollar lo sucedido, mi búsqueda, y tengas algo para ayudarme.
- ¿Yo, viejo, algo para ayudarte a ti? Pero si apenas puedo con mi vida, ¿Cómo se te ocurre que pueda ayudarte?
- Es que lo he intentado, lo sigo intentando, y estoy seguro de que me está faltando una sola cosa, tal vez una tontería, tal vez una simple “llave” que permita abrir la puerta que me está conteniendo.
- Ya lo veremos. Dime.
- Como ya sabes, soy uno de los primeros que ha llegado al instituto. Antes de decidir pertenecer a este grupo, fui científico. A los treinta y siete años, me planteé qué era lo que estaba haciendo de y con mi vida. Trabajaba para un laboratorio, en el desarrollo de nuevos medicamentos y en el tratamiento con los mismos. Entré en cuentas que trabajar para otro, además de los horarios y las consignas, también incluía acatar totalmente la normativa y la política que empleaba el laboratorio.
- ¿Y decidiste mandar a todos a la...?
- Espera un momento. La idea de tener un laboratorio propio me comía la cabeza. Noches y noches desarrollando las posibilidades, buscando los medios, pues imagino que sabrás que un laboratorio no son tres tubos de ensayo, dos probetas y cuatro animales. Al fin, a los cuarenta años, y con mucho esfuerzo, pude montar mi propio laboratorio. Era algo sencillo, sin contar con los últimos avances tecnológicos de la época, y en gran medida lo sostuve acabando de desarrollar nuevos medicamentos que diferentes laboratorios me acercaban. Pero la verdadera finalidad fue ampliar los conocimientos, que, como en la mayoría de los casos, descubrí accidentalmente. Conocimientos que apuntaban a algo mundialmente problemático: el cáncer. ¿Medianamente te haces una idea, o alcanzas a imaginar el dinero que globalmente se invierte en la investigación sobre el cáncer?
Martín movió negativamente la cabeza, siguiendo atentamente las palabras de El Corto.
- No tengo ni la menor idea, pero imagino que debe ser incalculable.
- Bien. Es incalculable. Y para mí siempre resultó extraño que nunca se haya dado con la cura. ¿Qué quieres que te diga? El cáncer, el SIDA y el mal de Alzheimer, los tres grandes flagelos que actualmente son enigmas para el ser humano, no creo que sean incurables.
Pensando en esto, continué con la investigación sobre una enzima, puntualmente la crotoxina. Esta enzima se obtiene de la serpiente de cascabel, cuyo veneno es uno de los más mortales que existen. La crotoxina es una enzima que cataliza la hidrólisis de los fosfolípidos, que son los principales componentes estructurales de las membranas celulares. Esto significa que la crotoxina acelera una reacción química que destruye las paredes de las células generando agua. A esta conclusión he llegado, luego de innumerables pruebas y análisis. No quiero complicarte demasiado, pero quiero que entiendas la importancia de lo que he hecho.
Cuando compartí estos descubrimientos con un par de colegas, solicitamos una reunión con un catedrático de la universidad y director del Colegio Médico de Buenos Aires. No hubo mucho que discutir ante las pruebas que presenté, pruebas que, en las cuatro etapas que tiene el desarrollo de un medicamento, se encontraban en la fase uno. Las enzimas, llamadas fosfolipasas A2, atenuaban, y aun lo deben seguir haciendo, los dolores y el malestar de las personas que padecen esta enfermedad.
Hubo un gran revuelo en torno a este nuevo descubriendo; hipótesis, conjeturas, comentarios y menosprecios. Yo, que pensaba que al mostrar las pruebas correspondientes lograría contar con más apoyo, me encontré con una burocracia, un descreimiento y un escepticismo que terminaron por ser contraproducentes. Sin darle importancia a todo lo que a mi alrededor se generaba, y junto a un gran amigo como lo fue el doctor Juan Carlos Vidal, continué con la investigación que había comenzado. Pero, pocos meses después recibí la visita de la policía a mi laboratorio, con una orden de allanamiento. Sorprendentemente, me encontré con el laboratorio clausurado porque el veneno que utilizaba para los ensayos, y que había comprado a una persona que criaba las serpientes para extraerles el veneno y venderlo, no reunía los requisitos de seguridad, higiene, declaración de impuestos y no sé que otro invento más. De manera que, de una forma poco clara, me encontré impedido de trabajar en mi propio laboratorio. Busqué alternativas, pero el siguiente inconveniente fue encontrar un proveedor de este veneno, ya que misteriosamente dejaron de existir las personas que se dedicaban a esto. Si las encontraba, se negaban a venderme lo mínimo como para continuar, alegando que únicamente efectuarían la venta si les presentaba una orden expresa de la Administración Nacional de Medicamentos, Alimentos y Tecnología Médica, sellada y firmada por el Colegio Médico Nacional. Hablé con el director, luego de semanas y semanas de tratar en vano de concertar una cita. Me explicó que el presupuesto, los recursos, el aval correspondiente y la integridad del Colegio se verían seriamente comprometidos al participar de un proyecto que estaba generando demasiadas ilusiones, expectativas e inquietudes en los pacientes que tenían dicha enfermedad, y que no se conocía aun la magnitud de las bondades de dicha droga. Lo lamentaba mucho, pero era así.
Frustrado terriblemente, comencé a enviar cartas y solicitudes a institutos de Estados Unidos, puntualmente a la American College of Clinical Cancer Research. Pero también ellos no supieron darme una respuesta en concreto. Ya tenían los datos de la investigación, y seguramente la estarían desarrollando por su cuenta.
Desmoralizado, solo, sentí como el mundo me apartaba, con golpes y golpes cada vez que tocaba a una puerta.
- Pero, ¿Y su amigo, su colega, el que compartía la investigación?
- ¿Juan Carlos? Juan Carlos, estuvo en el ojo de la tormenta. La televisión, la radio, los periódicos y las revistas le dedicaban espacio. Fue una presión inmensa la que recibió, y tuvo que salir del país. Creo que marchó rumbo a Alemania, donde actualmente tengo entendido que se vende un producto similar, bajo el rótulo de multi-vitamínico.
-¿Por eso la locura, el encierro en este manicomio?
- Cuando vi que todos mis esfuerzos fueron en vano, que quedó todo en algo así como un simple analgésico, cuando uno ve que cada vez hay más y más gente que muere, no sin antes sufrir el cáncer, siento que este mundo me ha dado lo más injusto que me ha tocado vivir. Por eso decidí aislarme, encerrarme, dejando la segunda fase casi a punto de acabar, prendiendo fuego todos los papeles que tenía, las fórmulas, las averiguaciones, los experimentos... - completó El Corto, con los ojos irritados ante las inminentes lágrimas.
- Pero, todo sigue estando, aun no es tarde, aun hay gente, como su amigo, como algún que otro colega, ¿No?
- No. Ya no. Juan Carlos murió hace dos años, yo estoy aquí, y en estos años que llevo, jamás he visto que se haya continuado con el camino que emprendí.
- Pero viejo, si tienes la capacidad, si sabes el camino, si estás alumbrado por la lámpara,    ¿Cómo puedes echar todo, y quedarte quieto, encerrado y lamentándote? El mundo te está esperando, mientras tú reflexionas, la gente sigue muriendo, esperando el milagro que hoy por hoy, por lo que me dices, has estado a punto de provocar.
- Ya no. Ya no. He hecho todo lo que pude. O mejor dicho, he hecho hasta donde me han dejado. No puedo contra el mundo. Si la vacuna, la cura o lo que fuese, se descubre al fin, ¿Dudas lo que esto representaría para los millones de enfermos que padecen este mal? La cura, la solución.
- Es que de eso mismo se trata, la solución. La solución, Corto, de tantos años de padecer, de tanta impotencia de ver morir a un ser querido sin poder hacer nada, esperando  que la ciencia intervenga, al fin...
- Para mí, hay muchos intereses creados detrás de las investigaciones que cada laboratorio alrededor del mundo hace. Habrás oído la cantidad de fundaciones y organismos que se dedican a desarrollar posibles curas, tratamientos, o métodos que alivien el dolor de la enfermedad. Y cada uno busca la manera de contar con aportes del gobierno, de fundaciones, o de donde puedan obtener divisas para continuar con la actividad.
- ¿Qué tiene que ver el dinero, si estamos hablando de sufrimiento, de malestar, de muerte?
El dinero, hijo, el dinero es el que mueve al mundo. Mientras esté el mal, habrá centenares de negociados detrás. Como en las guerras, como en las epidemias. Todo tiene una trastienda, todo está regulado por algunos pocos, que deciden los movimientos.
- Pero si existe gente así, que limita el normal desarrollo de las investigaciones, habría que cortarles las pelotas. No son seres humanos, ni siquiera se los podría llamar animales. No son de esta tierra. Es asqueroso.
- Es, y lo oirás por única vez de mi boca, lo que hay. El dinero mueve al mundo. El dinero es todo, no lo olvides. Cuando lleves años reflexionando sobre la vida, caerás en esta triste cuenta. Por ahora, continúa pensando que el dinero ayuda a la felicidad, es un ingrediente más, y que no tiene tanta importancia.
Luego de estas palabras, un largo silencio envolvió a los dos hombres. Cada uno pensaba en sus mundos, en lo que habían hecho, en lo que les quedaba por hacer, en las palabras de uno, en la atención del otro. Verdades y mentiras jugaban a desenmascararse, disfrazadas de lógica, escondidas tras la sensatez.
Tal vez no fuera tan así como lo planteaba El Corto. Tal vez hablaba desde la frustración de un proyecto, de un destino. ¿Pero si era cierto y real lo que el viejo estaba diciendo?
A ambos los unía la desilusión, la frustración de un mundo que había podido con ellos. Porque el mundo, cada día que uno despierta, pone a prueba los valores, busca nuestros límites, si estamos vivos, si creemos que estamos evolucionando. Y lo que hace años se ha puesto de moda es que el bien de uno, no es el Bien de todos. Porque si cada uno es autosuficiente, y con lo suyo le basta, unido a que uno no tiene el problema que le aqueja al otro, es que conformamos esta tierra donde la solidaridad, las buenas intenciones y el bienestar de todos han quedado tan raros hasta en las letras con las que uno se entera de las buenas intenciones.
Seguramente, mañana será otro día.




Capítulo VI

 

 

 

 



- Hola papá. ¿Que novedades tienes?
- Bien, hijita. Bien. Mira, hace ya tres días que no pruebo un cigarrillo, y aun continúo vivo. A propósito, ¿Te has acordado de traerme algún que otro paquete?
- Sabes que quiero que dejes de fumar, pero insistes e insistes, ¿No?
Víctor sonrió resignado, pero con una expectación tal que no le hacía apartar la mirada del bolso de la joven.
- Espero que en algún momento te decidas a dejarlo, y esta vez de una vez y para siempre. -agregó la joven, colocando sobre la mesa dos paquetes de cigarrillos negros, los que le gustaban a él.
- Gracias, preciosa. No veo el momento de..., pero ¿Qué digo?- y abrió rápidamente un paquete, aspirando el aroma de las hebras. - ¿Cómo están tus asuntos?
- Muy bien. Me queda por aprobar una asignatura, y al fin termino. El próximo año haré la residencia, que es una pasantía por algún hospital o clínica, y ya podré ejercer.
- ¡Cómo pasa el tiempo, chiquitina mía! Pareciera que fue ayer que te acompañaba a la escuela, con tus trenzas y el bolso que cada dos por tres se te caía al suelo con lápices  y colores.
- Papá, no comiences de nuevo con las excursiones sentimentales. Alégrate por lo que hay hoy, no por lo que ya pasó.
- Lo sé, lo sé. Y claro que estoy alegre y orgulloso. Eres el tesoro más preciado que tengo,  ¿Sabías?
La joven se sonrojó ante el sincero comentario de su padre. No estaba acostumbrada a darle importancia a los comentarios que hacían sobre ella, pero su padre era especial.
- Mira, aquí viene uno de los jóvenes nuevos, que han llegado esta semana. ¡Lorenzo! Ven, que quiero presentarte a alguien.- llamó Víctor efusivamente al joven que rondaba por los caminos del parque.
- ¿Quién es?- agregó la joven sorprendida, con una sonrisa, por la espontánea reacción de Víctor.
- Lorenzo, quiero presentarte a mi hija, Mariela. Es mi única hija, así que cuidado con ella, ¿Estamos?
- Mucho gusto.- fue la escueta presentación del joven, quien le tendió la mano sin demasiada animosidad.
- Hola, Lorenzo. ¿Cómo estás?
- Bueno, como puedo.
- ¿Te tratan bien aquí?
- Sí, bueno, en realidad, no tengo una idea de a qué llamarle bien. En cuanto le dedico un poco de tiempo a alguien para hablar, parece que me “descontrolo” un tanto, y a los pocos minutos llegan dos enfermeros, me aplican un pinchazo, y aparezco en otro sitio, en otra hora, en diferente día.
- Será cuestión de que logres no descontrolarte.
- Pero si es lo que le estoy diciendo desde que ha llegado, hija...
- Es que no sé a que se debe el descontrol. Tengo que reconocer que aquí nadie me molesta, ni está pendiente de mí, como antes, cuando estaba en casa. Allí sí que eran diferentes las cosas. Pero prefiero no hablar de ello, así trato de seguir controlado, y evito que vengan los guardias.- culminó, buscando con la vista la presencia de los enfermeros.
- No parece tan grave su caso para que tenga que estar aquí.- aventuró Mariela, en un susurro que Lorenzo no llegó a apreciar.
- Es un buen muchacho. Ha llegado recientemente, y espero que le quede poco tiempo entre nosotros.
- ¿Por qué dices eso?- preguntó un tanto indignado Lorenzo, como si se sintiese ofendido ante la afirmación de Víctor.
- Porque desde que has llegado que me generas la sensación de que no necesitas estar aquí, y a mi hija, que está a punto de recibirse de psiquiatra, le ha dado la misma sensación.
- ¿Psiquiatra?- repitió aun más sorprendido Lorenzo.- Cada vez entiendo menos.
- Si, bueno, aun me falta un año para ejercer.
- Pero, pero, si tu estás... y ella es psiquiatra, ¿Cómo es que...? Además, parece que el único loco aquí soy  yo. Todo el mundo habla correctamente, muestra interés por los demás, ahora ella que resulta ser la hija psiquiatra de un supuesto trastornado. ¿Que es esto, que es este lugar? Los manicomios, los institutos mentales que yo conozco no son así...
Lorenzo había tratado de preguntar lo más ordenadamente posible el mar de confusión que se le había creado en la mente
- ¿Ah no? ¿Y cómo son, o como deben de ser? Porque si hablas con esa seguridad, se supone que has estado en otros.- preguntó Víctor con el ceño fruncido, en clara actitud de desafío hacia el muchacho.
- Bueno, no es que haya estado en algún otro. Pero, da igual. El tema es que aquí las cosas no son normales.
- ¡Vaya conclusión a las que has llegado! No sabes lo que aguardaba el momento de que reconocieras esto.- ahora las palabras del viejo iban cargadas de sorna. Mariela reía, mirando con simpatía a un desubicado Lorenzo.
- Normales a lo que corresponde a un manicomio. A eso me refiero. No veo locuras,
gente trastornada a punto de caminar por los techos, corriendo desnuda, no sé...
- Hijo, hace años que estamos aquí. Ya nos conocemos, no tenemos que disimular nada, ni demostrarle a nadie las dificultades que tenemos para relacionarnos socialmente, como es el caso de la mayoría que está aquí. Somos lo que ves, no inventamos ni camuflamos nada. Que haya centros, hospitales o manicomios como los que tú dices, lo acepto, lo entiendo y lo justifico. Pero aquí, la meta que hemos tenido siempre fue la de formar algo diferente de este lugar. Somos locos, porque tenemos nuestras dificultades, ocultas, guardadas, pero somos seres que nos desestabilizamos fácilmente, como dices que te sucede a ti. Y el hecho de ayudarnos, nos hace estar estables. Algo que no sabes, y  que espero que te sirva para el resto de tu estancia aquí, es que a este lugar no accede cualquiera. No, no. Aquí se selecciona quien ingresa. Dalo por seguro, y comienza a preguntarte el porqué habrás sido seleccionado.
Con los ojos abiertos de par en par, Lorenzo afirmó con la cabeza y se retiró, pensativo, desubicado, ido, pero con el suficiente control de sí mismo para no permitirse el volver a caer en la paranoia que habitualmente enceguecía su mente.
- ¡Papá! ¿No te habrás excedido?
- No, hija. Seguramente dirás que no era conveniente que le dijera todo lo que has oído. Pero Lorenzo debe saber dónde está, de donde viene, y varias preguntas que solamente él puede responder. Lo único que he hecho es darle pautas de donde se encuentra en este momento. Sabes que no buscaría hacerle ningún daño.
- Lo sé. Pero tal vez si lo hubieras dicho en privado...
- Mejor que hayas estado tú presente, así entrará en cuentas de que es bien serio lo que le dije.
- ¿Y El Corto?¿Cómo van sus cosas?
- Sigue igual, en lo suyo. Ahora está un poco más inquieto por la llegada de estos dos jóvenes.
- ¿Dos?
- Sí, Lorenzo, y el otro es..., ¡Ah! Mira, allí va junto a El Corto, en aquellos árboles.
- ¡Qué jóvenes que son los dos! Es extraño que los hayan derivado aquí. ¿Sabes algo más de ellos, las causas, la familia, el entorno?
- No. Por el momento he tenido un trato superficial con cada uno.- señaló Víctor, pasándose la mano por la quijada, con el fresco recuerdo del puñetazo que le había aplicado Martín.
- Es una pena que a esta gente le den esta salida.
- O esta entrada, mejor dicho.
- Me refiero al internamiento. No entiendo muy bien el criterio que están aplicando algunos médicos. Pero bueno, no conozco los casos, así que mejor no opino. Simplemente me guío por la sensación que me transmiten en primera instancia.
- Y no te equivocas. Pero en poco tiempo sabremos de qué lado deben estar.
- Bueno, volvamos a lo nuestro, que para eso vine.
- Volvamos, entonces. Dime, ¿Ya tienes algún candidato en la mira?
- ¡Papá! Siempre con lo mismo. No sé que obsesión tienes de verme con algún hombre.
Sabes que cuando lo encuentre, al primero que se lo presentaré será a ti.
- Lo sé, lo sé. Simplemente quería que me lo confirmes...
- Cuando llegue el momento, así lo haré.
Padre e hija siguieron conversando animadamente, alejados del entorno que los rodeaba.
Era un momento en el que hacían un paréntesis, en el que disfrutaban mutuamente de cosas simples.
A lo lejos, Lorenzo meditaba sobre las palabras oídas. Aquello era muy importante, mitad misterio, mitad la clave de su estancia en aquel lugar. Todas las preguntas acababan rendidas ante la que en ese momento le parecía la más importante: ¿Por qué hay personas capaces de conocernos con una simple mirada, en dos horas de conversación? 




Capítulo VII






- Ahora es tu turno. Cuéntame que ha sucedido para que hoy te encuentres aquí. Imagino que debe ser una historia interesante.
- No sé si lo será, pero sí que resulta bastante difícil, por lo menos para mí, hablar y entender todo lo sucedido en los últimos años.
- Puedes comenzar.
- En mi familia, compuesta por padre, madre y dos hermanas menores, siempre tuvimos un buen pasar económico. Mi padre tenía una fábrica, pasaba poco tiempo en casa entre sus reuniones de negocios, sus comidas, sus viajes y demás asuntos. Los hijos íbamos a escuelas privadas, para luego hacer actividades complementarias; deportes, música y esas cosas, con lo que teníamos bastante para cada día y no terminábamos de enterarnos del día a día en nuestra casa. Hasta que la situación financiera de mi padre comenzó a ir, al principio mal, y luego peor. La economía en nuestra casa se transformó de la noche a la mañana; ya no tenían dinero para pagar la cuota mensual de la escuela, y comenzaron a atrasarse. Primero se acabaron las actividades extra-escolares, luego las salidas los fines de semana. Desaparecieron los dos coches que teníamos, y un lunes nos encontramos asistiendo a una escuela pública, sin entender, a esa edad, el por qué de las cosas. En casa el clima era terrible; mi madre discutía constantemente con mi padre, y mi padre vivía irritado. Esa navidad estalló todo; la rabia y el enojo de uno para con el otro. Se separaron, se cagaron en nosotros.
Mi madre jamás había trabajado, y no cambió esa actitud. Le pidió dinero a su padre, como para vivir unos meses, hasta que consiguiera algo por su cuenta. Yo, con catorce años, dejé la escuela y me busqué la vida. Si mis padres no habían sido capaces de hacerse cargo del circo que habían montado, me haría cargo yo. Conseguí empleo como ayudante en un almacén, y el dueño me aconsejó, si tenía ganas y fuerzas, que siguiera estudiando, aunque sea por las noches.
Ganar dinero, ir a estudiar luego de trabajar, me llenó el pecho de orgullo, y creí que me podría “comer” al mundo. En la escuela probé los primeros porros,  y los adopté hasta en los fines de semana, cuando salía con mis amigos. Mi madre continuó sin mover un dedo, mis hermanas hacían lo que podían, y mi padre se juntó con otra mujer. Yo pasaba de todo, y cada vez  me alejaba más de las costumbres normales a un chico de mi edad. Volvía borracho a casa, a los dieciséis, y si mi madre me cuestionaba algo, la insultaba y dormía encerrado en mi habitación. Las cosas nunca fueron iguales.
- ¿Y que fue lo que sucedió para que llegues hasta aquí?
- Mi madre se hartó, y me echó de casa. Desorientado, fui a pedirle un sitio a mi padre, pero me cerró las puertas. La nueva mujer, días después, lo convenció, y al fin dejó que me quedara con ellos. Yo seguía trabajando, y parte del dinero que ganaba se lo daba a mis hermanas, para que por lo menos no padecieran tanto. Lo que alteró todo, si es por darle un comienzo, es cuando la nueva mujer de mi padre, mucho más joven que él, me preguntó si podíamos fumar juntos. Me sorprendió y me alegró a la vez la confianza con que lo dijo. De manera que, a escondidas de mi padre, fumábamos y hablábamos de la vida. Fue en un fin de semana, cuando mi padre se había marchado a otra provincia y yo volví un tanto borracho de mi salida, que encontré a la mujer también bastante bebida, riendo y pidiéndome marihuana. Fumamos, mientras ella me quitaba la ropa. Que la mujer de mi padre hiciera eso me excitó a más no poder; era algo que me producía una adrenalina indescriptible, una sensación de algo prohibido que se presentaba así, esporádica y alocadamente. No fue hacer el amor; fue algo más animal, más salvaje, lejos de llamarlo afecto. Ella se mostraba a gusto con cada movimiento que yo hacía, y yo me dejé llevar por todas las escenas que representábamos en la misma cama que habitualmente esa mujer usaba con mi padre. Tocarle los pechos me parecía como estar tocando la manzana prohibida; ella reía y me miraba con ojos desafiantes, para ver qué era capaz de darle. Estaba con el hijo de su pareja, mi cabeza daba vueltas y vueltas sin entender muy bien que estaría pensando ella ante esto. Poco importó, porque disfrutamos de aquel encuentro, y de los siguientes. Esperar que mi padre se fuera era darle rienda suelta a la adrenalina que corría por nuestros cuerpos. Temíamos no poder disimularlo cuando él estaba en casa, con las miradas o con los gestos. No sé si era morbo, cinismo, o que palabra se usa para describir aquello. No había amor, no era una relación donde la pasión estaba presente, simplemente buscábamos el momento de tener un poco de sexo, sin compromisos, como si fuera un desahogo. Ella luego seguía haciendo su vida, y yo la mía.
Un fin de semana, al regresar a casa, oí que estaban discutiendo en la habitación. Pensé en dejar que se arreglaran ellos mismos, pero cada vez las voces sonaban más fuertes. Me acerqué hasta el cuarto en el preciso momento en que mi padre comenzaba a golpearla. Irritado y enceguecido, ahora que lo pienso un tanto más tranquilo seguramente haya sido producto de todo lo que tenía para reprocharle y culparle a mi padre, tomé un cuchillo y lo desafié, sin esperar a que alegara cualquier cosa. Sorprendido, apenas intentó defenderse, hasta que logré clavárselo en el vientre.
No recuerdo muy bien que sucedió después, porque desperté custodiado por un policía que...
- Martín. Tienes visita. Sígueme.- dijo un guardia que interrumpió el relato, sorprendiendo a los dos.
- ¿Yo?
- ¿Eres Martín Fernández, verdad?
- Si, lo que sucede es que...
- Bueno, que no tienes todo el día para la visita.
- Ve, ve.- invitó El Corto, dándole un suave empujón en el hombro.
- ¿Quién es?
- Ya lo verás. No tengo la menor idea. Solo me han mandado a buscarte.



A pocos metros de allí, Víctor veía alejarse a su hija, mientras pitaba una y otra vez el cigarrillo. El mundo giraba en su cabeza, el cielo no se quedaba quieto, y una perturbadora sensación de impotencia comenzó a apoderarse de su ser.
- ¡Esto no puede ser, no puede continuar así! ¡Estoy harto, harto del sistema, harto de privarme de disfrutar de un tesoro que he traído a este mundo! ¿Hasta dónde llegaré dando vueltas y vueltas, día tras día?
Extendió sus brazos hasta que sus manos hallaron una piedra debajo del banco, y la lanzó con toda la furia que lo consumía hacia una de las ventanas del pabellón. El ruido de los cristales rotos pareció detener el tiempo, los movimientos, el aire. Solo era la constante exhalación de aire de Víctor y su locura.
Sin dejar de mirar la ventana rota por donde el viento pasaba y movía las cortinas, se dejó apresar por los dos guardias que no tardaron en llegar. Se veía a sí mismo como esas cortinas que se mecían y no terminaban de saber si se quedarían dentro, o acabarían fuera, dependiendo del viento. Su vida no podía depender del viento que soplaba sobre sus días.



- ¿Qué ha pasado?- preguntó Martín a El Corto que movía negativamente la cabeza.
Al no obtener respuesta alguna del viejo, se encaminó tras los pasos del guardia. Cada vez entendía menos, contrariamente a lo que esperaba con el paso de los días.
Una vez que llegó hasta el despacho dispuesto para las visitas, la sorpresa se apoderó de su rostro.
- ¿Qué? ¿No puedo venir a visitarte?
- Es que lo que menos me esperaba es...
¿Tanto te sorprende?
- Pensé que estarías con mi padre.
- Y he estado. Quería agradecerte lo que has hecho por mí, aunque no justifico que hayas llegado a ese extremo.
- ¿No? ¿Y que debía haber hecho? ¿Plantearle que habláramos sensatamente del porqué te estaba dando esos cachetazos? ¿Preguntarle por qué me ha dejado de lado, y que me explicara como es que en los últimos años todo lo que tocaba lo rompía?
- No, Martín. Pero tratando de clavarle un cuchillo ¿Dónde has llegado?
- Donde merezco estar, por lo visto. Porque, mira, lo joven que soy, el mundo que tengo por delante. ¿Y? ¿Qué? ¿Qué tengo? Mi vida es un desastre, estoy rodeado de locos que están más trastornados que yo, que jamás podrán salir de aquí, y parece que voy en el mismo camino. ¿Y tengo que oír si estuvo bien o estuvo mal lo que hice?
- Tampoco es para que te pongas así. Te he dicho que agradezco lo que has hecho por mí, pero que no debías haberte metido. De todas formas me hubiera desecho de tu padre, porque me he dado cuenta que no tenía sentido mi relación con él, y en gran parte gracias a ti.
- Es una pena oírte.
- ¿Pero la has pasado bien las noches que hemos estado juntos, verdad?
Martín cerró los ojos, tratando de contener la ira que en su momento había manifestado para con Víctor y El Corto, pues mucho sentido no tenía golpear a esa mujer como su padre lo había hecho. Y lo más penoso es que ella tenía razón. La había pasado muy bien, pero ahora estaba arrepentido de aquello, había ido más allá de algo fugaz, hasta el punto de enfrentarse con su padre sin saber las causas.
- ¿Me oyes?- repitió la mujer, trayéndolo de nuevo a la realidad.- ¿Sabes por qué tu padre me golpeó aquella noche?
En un penoso silencio, Martín movió negativamente la cabeza, sin darle importancia a las palabras que tuviera para decirle.
- Porque le dije lo nuestro. Lo buen amante que eras, lo cariñoso, que me dejabas ser como soy, que no pretendías nada de mí, y que me eras sincero, dejando los odios, transformándolos en... ¡Vaya gozos!
- ¿Y qué pretendías al decirle eso? ¿Que te felicitara? ¿Que entendiera de lo que le estabas hablando? Realmente estoy entendiendo que eres perversa, desalmada y una verdadera hija de puta.
- No olvides quién ha hecho que tu padre te dejara entrar en su casa, cuando fuiste a golpear la puerta y él se negó a recibirte.- agregó, con sádica sonrisa, mientras contemplaba sus uñas como restando importancia al comentario del joven.
- ¿Por qué has venido?
- A ver cómo estabas, como estás... A agradecerte que te hayas comportado tan masculinamente esa noche, y que no me hayas defraudado.
- ¿Por qué? ¿Por qué has cambiado tanto? Tu no eras así.
- No nos pongamos melancólicos, Martín. No sirve de nada. Lo importante es que quiero que lo nuestro siga. Sexualmente, sabes, tenemos un diálogo fantástico.- sonreía, cerrando los ojos, mordiéndose el labio inferior y pasando las palmas de las manos por sus piernas.- Quiero que salgas de aquí, y vayamos a vivir juntos, mientras dure, mientras la pasemos bien.
- Estás enferma. Casi mato a mi padre por lo que tu calificas de honestidad, y más allá del rencor que pueda tenerle, con todos sus defectos y todos sus errores, sigue siendo mi padre. No entiendes que lo nuestro fue una aventura de alcohol y porros, que ha acabado de esta forma.
- Para ti habrá acabado. Yo aun tengo deseos de estar contigo.
- Sonia, no me interesas. Búscate la vida.
- Volveremos a estar juntos. Me gustas mucho para dejarte abandonado en un manicomio. Y sé que lo que dices lo dices porque te sientes frustrado, por todo esto, por lo que te sucede ahora. Pero confía en mí. Saldrás de aquí, y vendrás conmigo, para volver a hacer lo que hacíamos cuando reíamos sin parar.
- Ya tardas en irte.
Sonia acercó dos dedos a sus labios y los besó, soplando luego sobre ellos y guiñando un ojo. Levantándose, se encaminó hacia la puerta sin volver la cabeza. Se detuvo, como si algo le hubiese faltado por decir, pero continuó caminando, hasta perderse de vista.
Martín se sentó, tratando de acomodar las fichas de un rompecabezas que acababa de comenzar en su vida. Nada estaba en claro. La visita había sido un remolino que lo trajo a la realidad de la cual quería escapar, sumergiéndolo en la más angustiante de las impotencias, donde la soledad del espíritu gritaba por acabar de una vez con aquel suplicio.




Capítulo VIII






Querido amigo:

                        Sigo pensando, como siempre, en cómo son las cosas de la vida. Estoy contento, hemos regresado con mi mujer de la consulta al obstetra y todo va de maravillas con Marina. Creo que en la anterior carta te mencioné que era bastante largo de explicar la razón de buscar otro hijo. Y sí, lo es.
Estamos muy bien, en el día a día, en las ganas de avanzar en este mundo que nos ha tocado, tan difícil, de a ratos tan salvaje, pero donde el valor de las pequeñas cosas le cambia el gusto y el sentido. Un hijo es una semilla que uno planta, es una expectativa desde el mismo instante en que uno intenta concebirlo; es renunciar a muchas cosas, son complicaciones evidentes que uno sortea con el tiempo y con la experiencia. Es fruto del amor entre dos seres (aunque en varias ocasiones se confunda el amor) y es algo maravilloso, irrepetible, que llena el corazón y la mente de expectativas.
Creo que es renovarse.
Con Juan lo hemos sentido así; nuestra vida cambió radicalmente, viviendo su evolución y cómo ha sido él quien nos enseñó a ser padres, más allá de libros y manuales. Porque un hijo es quien los padres quieran que sea, pidiendo que lo guíen y lo ayuden a crecer. Pide límites, pide afecto, demanda atención, quiere evolucionar. Y simplemente para eso estamos los padres, para formarlos en la primera etapa. Luego la sociedad y la vida se encargarán de lo demás, pero lo que importa y mucho, son las bases.
Creo que explicarte es y será mas largo de lo que pensaba, de manera que me limito a contarte que para nosotros es importante y maravilloso estar esperando el segundo. No olvides que aun confiamos en que seas el padrino de Marina.
Yo sigo en la oficina, buscando, entre el trabajo diario, las bases para la historia que le dé vuelo a mi deseo de escribir. En ocasiones siento un ímpetu de llevarme el mundo por delante, de describir con palabras el día a día, de dar ánimos después que la gente lee el periódico o ve las noticias en la televisión. Vuelvo a casa con un remolino de ideas que terminan siendo una frustración al sentarme para escribirlas. Pero a veces lo intento, con poesías o relatos cortos que no logro acabar, pues la pregunta de “¿A quién le importará?” acaba por desmoralizarme.
Mi mujer me alienta a seguir, pero siento que lo hace más por verme bien, que porque realmente me vea capaz de lograr algo importante. Y no es una frustración pensar así, estoy seguro que en algún momento encontraré la idea que me guste, que guste y llegue hasta ese rincón de sensibilidad que hemos perdido. Pero no quiero filosofar.
Estuve pensando en la idea de ir a verte. Aun me acobarda ser incapaz de decirte todo esto personalmente, y sé que es algo personal. Le suele suceder a la gente, y no creí que también me sucedería a mí el hecho de bloquearme ante tal circunstancia. Algo debe de haber alrededor de este asunto que me paraliza de esa manera. Sí, seguramente pensarás que debería estar junto a ti, pero no de visita, sino día a día, por lo que estás leyendo. No te preocupes, ni tú debes estar allí, ni yo haré méritos para que me ubiquen en un sitio así.
Lorenzo, te quiero mucho. Y me quedo con la simpleza de esta última frase, que resume la idea de escribirte, para estar junto a ti, a través de palabras, solo palabras, que sabes que son mucho más que eso.
Tal vez te sorprenda algún día, y te alegres infinitamente. Tal vez no sea como imagino, y seguirás recibiendo mis cartas. Sea como tenga que ser, siempre, ahora que he comprendido lo que es la lejanía, buscaré estar cerca de ti. Te has o te han apartado, no dejaré que te vayas sin decirte que eres mi amigo, y estés donde estés, allí estaré, de la forma en que pueda. Hoy, solo a través de una carta. Sé que la leerás y verás mi rostro, y eso me conforma. Te dejo un abrazo inmenso, y toda la fuerza que sea capaz de transmitirte para que salgas adelante. Hasta ahora.





Juan Cruz





Capítulo IX





- ¿Por qué? ¿ Por qué tienen que ser así las cosas?
- No lo sé hijo, el mundo está hecho de cosas que no muestran una explicación inmediata.
- ¿Pero qué he hecho para merecer cada cosa que me sucede?- la indignación de Martín iba acompañada por el movimiento de su cabeza tratando de observar si alguien notaba su alteración
- No te preguntes qué has hecho, preocúpate de lo que harás.
- ¿Hacer con qué? ¿De qué me hablas? ¿Acaso no te das cuenta que todo lo que me ocurre cada vez es más pesado, más difícil de resolver?
- Hace un momento me has contado de tus problemas, o parte de ellos. Debe resultar difícil para ti, lo entiendo, pero no es ni imposible, ni tan perturbador como crees.
- No, claro. No se ha muerto mi hijo, ni me ha ocurrido una desgracia irreparable. Lo que sucede es que no termino de elaborar una idea, la resolución de un problema, que aparece otro, relacionado o no con el anterior.
- Aíslate.
- ¿A qué te refieres?
- Date tiempo a ti mismo. Descubre quién eres, qué tienes en tu interior, para luego poder absorber lo que la gente a tu alrededor te genere. Ya no eres un niño. Pero ten cuidado, no llegues a creer que porque piensas saber quién eres, qué tienes y qué necesitas, serás autosuficiente en este mundo. Debes encontrar el equilibrio, el punto medio entre la confianza en ti mismo y en los demás. Los demás, el resto de la gente que te rodea, que conoces y que conocerás, tienen algo para ti. Tú eres quien le da el valor, el que lo califica de positivo o negativo. Tú puedes tomar lo que te generan así como lo recibes, o transformarlo.
- No entiendo.
- Sabes que la gente no siempre te dará algo positivo, según tu primera impresión. No siempre serás aceptado así como eres, ni te buscarán para compartir contigo y ayudarte a crecer. En varias ocasiones te encontrarás con personas que creerás que lo único que buscan es hacerte daño, cuestionarte, involucrarte en problemas que tú no buscabas.
- ¿Y entonces? ¿Qué debo hacer? ¿Om, om, nada me perturba?- graficó Martín en postura de meditación oriental.
- No ironices. Transforma. Si algo te hace bien, disfrútalo. Piensa si ese bienestar no le hace mal a otro, de manera que te envidie o sienta celos de tu estado. Si te perturba lo que te arrojen, lo que dejen en tu mente dando vueltas y carcomiéndote internamente, búscale la solución, cámbialo. Y con esto no quiero decir que lo disfraces. Simplemente te han dado algo que no esperabas, que no te gustaba, y por auto-defensa, por el interés de estar bien, te has preguntado para qué te han dado eso. Puede ser un comentario negativo, una opinión sobre tu persona, un insulto, una puerta cerrada. No digas: “Nada me importa, soy auto suficiente, nada podrá derribarme, la gente está equivocada”. No te aferres tampoco, cuando hayas logrado un estado emocional equilibrado, al dicho aquel que dice: “Déjalos que ladren, señal que cabalgamos”, como si fueras dueño de tu seguridad,  y tan amplia que parezca la confianza en ti mismo.
- Cada vez comprendo menos.
- Bueno, trataré de enfocarte la situación de otra manera, más simple. Tú tienes problemas, como yo, como aquel, como todo el mundo. Mientras tú buscas la solución de él o los problemas, el mundo sigue girando. No se detiene el día y la vida de la gente hasta que tú encuentres la solución de lo que te molesta o te incomoda. Mientras estás en la búsqueda, es posible, por no decir seguramente, que más y nuevos problemas lleguen a ti. Tú, en tu afán de estar bien, los aceptarás porque no tienes más remedio, y buscarás solucionarlos. Pero llegará un punto en el que te sentirás cansado, agobiado, y buscarás tomarte un respiro, hacer un paréntesis, dejarlos en un rincón, y sumergirte en algo un poco menos denso. Allí aparecen los amigos; el alcohol y sus múltiples rostros, la droga, la comida en exceso, el sueño y sus ganas de dormir indefinidamente. Evadirte. Porque dirás que es un momento nada más, y luego te dedicarás a resolver nuevamente esos problemas. Y allí es cuando te dejas hundir en las arenas movedizas, donde comienzas a vivir por inercia, cuando la palabra “aburrimiento” envuelve tus días, porque ya estás en una rutina. Y los problemas siguen allí, en el rincón donde los has dejado. Como los nuevos problemas que pueden traerte el hecho de beber hasta sentirte inmune al mundo, comer y sentir una satisfacción falsa, dormir hasta que te duela el cuerpo y ansíes volver a ese lecho para seguir durmiendo, resulta que son menos dañinos que los que has dejado en ese rincón, ocupan un importante lugar en tu vida. Son ejemplos, nada más. Hay varias formas de evadirse, para aliviar nuestros días, sin darnos cuenta que, porque creemos darle la espalda a los problemas, estos desaparecerán.
- Corto, yo no les he dado la espalda. Siempre he tratado de resolverlos. Ahora, aquí, encerrado, tal vez pueda enfocarlos de otra forma e intentar resolverlos. Pero ya ves, me siguen, me visitan, no me dejan en paz. Entonces, ¿Qué es lo que debo hacer?
- ¿Quién eres?
- ¿Cómo quién soy?
- ¿Quién eres?
- Martín, ya te lo he dicho.
- Sí, lo sé. Pero no me refiero a eso. ¿Quién eres, ahí, dentro?- agregó, golpeando con su índice el pecho del joven.-¿Qué llevas, que quieres, para qué lo quieres, hacia dónde vas?
- No lo sé, o será que estoy confundido.
- Primero, busca la manera de estar bien contigo mismo. Ámate a ti mismo, sin llegar a ser egocéntrico, pero ámate. Date el valor que tienes en esta vida. Busca el sentido de tus días, de tu vida, de tu nombre, en ese acto de amor que representa que hace veintitantos años hayas nacido. Tu madre y tu padre te han concebido en el amor, tu madre te ha llevado en su vientre hasta que has estado listo para salir, y una vez fuera, te ha cuidado, te ha dado el pecho para que crecieras. Ha formado un vínculo contigo tan mágico y tan importante, que no puede llamarse de otra forma que no sea Amor. Sí, hay excepciones, hay hijos no buscados, hijos abandonados, hijos maltratados, pero en general, el común denominador, es que un hijo es el fruto del amor. Entonces, reconócete a ti mismo, dale valor a tu estancia en esta tierra, y luego dedícate a interpretar lo que te sucede. Primero estás tú, y luego todo el resto. Si no sientes amor por ti mismo, jamás serás capaz de amar a otro. No puedes ser afectuoso con los demás, un buen amigo, una buena persona, cuando no estás bien contigo mismo. Si lo logras, y me refiero a hacer todo lo que te he mencionado sin estar bien con tu interior, serías un hipócrita. Debes estimar tu vida, la idea de tu estancia aquí, para saber que a alguien le importas, o le importarás. No existe la gente sola. Nadie está solo, y quien dice estarlo, es porque así lo desea. La soledad es producto de la evasión. Claro, puedes estar en un estadio de fútbol, rodeado de miles de personas, y sentirte solo. Pero te sientes solo porque crees que no puedes compartir con nadie lo que te sucede, que nadie te comprende, que has nacido para sufrir, que eres tus problemas y tú. Y no ves el sol que pasa por sobre tu cabeza, no te dejas llevar por la idea de que hay alguien en este mundo esperando por ti, que inclusive aun no te conoce. Que puedes y tienes la capacidad para salir adelante. La vida no está hecha para sufrirla. El crecer muchas veces va de la mano con el sufrir, con privarse de hacer cosas más fáciles y que brindan una recompensa inmediata. Pero el valor de lo que cuesta se lo da quien se ha esforzado por sus sueños, por sus ideales, por su bienestar, y porque confió en sus fuerzas. Eso vuelve a ser magia, no ilusión. ¿Me comprendes? Saber que por cada puerta cerrada, hay dos ventanas abiertas. Pero, negativo, cerrado, diciendo que te encuentras solo, que estás solo, que todo lo vez negro o gris, no llegarás a ningún sitio. La vida no cambiará porque tu aceptes el color oscuro en el que has decidido sumergir tus días. “No puedo, no puedo, no sé cómo, es imposible, mañana, mañana lo resolveré”. Y así se te pasa la vida, sin enterarte.
- Vuelvo a preguntar: ¿Qué debo hacer?
- Martín. Todo está dentro de ti. No busques un mapa que te guíe por este mundo. Tienes valores, sabes lo que está bien y lo que está mal, y eso, eso es suficiente. Busca tu bienestar, a costa de ti mismo, no de los demás. Dale de comer a tu espíritu, a tu alma, no a tu estómago, a tu hígado o a tus pulmones. Oxigena tus días reconociendo que el amor es el único y real camino. Ámate, para poder dar amor y recibirlo. Ámate, para confiar en ti mismo y cambiar el color con el que ves las cosas que te ocurren a diario. Ámate, porque el amar es ser sincero. Uno no ama porque sí. Un chef ama cocinar, un arquitecto ama diseñar, un maestro ama enseñar. El amor no es sólo hacia una persona. El amor es tan amplio y tan profundo, que termina siendo el motor de los actos que hacen de este mundo, un mundo habitable, un mundo con un mañana.
Sí, no todo está hecho con amor, pero ahí es donde tú decides de que lado del vaso a medio llenar estás; del lado vacío, del lado lleno. Martín, tu vida tiene un sentido. Dáselo. La respuesta está dentro de ti, desde el día que naciste. Búscala, o sigue durmiendo.
- ¿Cómo sabré que estoy encaminado en la búsqueda?
- Cuando te acuestes por las noches, satisfecho de que has hecho todo lo que estuvo a tu alcance durante el día, y te levantes con ganas de vivir, de salir a que el sol te llene de su energía y con las cosas nuevas que tiene para ti, allí, en ese momento, sabrás que estás en el camino. Sin fantasmas en las noches, con la paz y la reconfortante sensación de haberlo dado todo, y con la energía de la búsqueda, la mañana siguiente, cuando vuelvas a vivir. No pasará mucho hasta que te des cuenta del cambio en tu vida, una vez que logres este equilibrio, tan simple, entre la noche y la mañana.
- ¿Así de fácil?
- Ya dirás si es, honestamente, fácil. Pero inténtalo. No es la solución de nada, simplemente es saber que estás en camino, que lo intentas, que tu vida está marchando. Así de fácil. No te engañes a ti mismo. No es dormir porque estás cansado, sin fuerzas, y levantarte a continuar con lo que has dejado el día anterior. Duerme con una sonrisa, soñarás lo positivo que tu alma necesita, y despertarás buscando la alegría de lo que te hace bien. Estás vivo, y eso, eso tiene un valor inmenso. Dáselo, Martín.






Capítulo X







Lorenzo estaba pensativo, mientras sostenía el plato en sus manos y aguardaba su turno, último en la fila. Las palabras de Víctor le habían caído frías y sinceras; hacía tiempo que no sentía que le hablaban con tanta ubicación, con tanta razón. Estaba allí por la presión que había recibido, por la presión que habían ejercido sobre él, por lo que él mismo permitió. Y ahora era un extraño quien le planteaba que se preguntara que hacía allí, para darle un sentido a su estancia.  No se metía con nadie, y le causaba gracia que la gente tuviera predisposición para involucrarse con él. ¿Por qué? ¿Por qué le cuestionaban lo que hacía, por qué le sugerían lo que tenía que hacer? ¿Por su pasividad en el día a día, por su carácter de joven apagado, por sus actos?
- Hola, soy Martín.- se presentó el joven, con el plato entre las manos, detrás de Lorenzo.
- ¿Cómo estás? Soy Lorenzo.
- Bueno, aquí, ya ves, viendo si nos acostumbramos a la locura o encontramos la forma de salir.
- ¿Tienes que salir?
- ¿Qué pasa hermano, es que te quieres quedar para siempre aquí?
- No sé si para siempre, pero por lo pronto me servirá para arreglar algunos asuntos pendientes, ¿Sabes?- respondió, golpeándose un par de veces la sien con su dedo índice.
- ¿Tu también con eso? ¿Qué, está de moda la terapia en este loquero?- preguntó sorprendido Martín.
- No entiendo...
- ¿Has estado hablando con El Corto?
- No, bueno, sí, una vez, pero me alteré un poco,  y quedamos los dos mirando la nada, ya sabes, “colocados” como dicen aquí.
- ¿De modo que no te ha dicho nada, ni te ha sugerido nada?
- Oye, disculpa, ¿Eres policía, te sucede algo personal, o mueres por la curiosidad?- preguntó incómodo Lorenzo.
- Tranquilo, tranquilo, es que también tengo que resolver algunos asuntos, como los que tu dices, y estoy buscando la manera.
- ¿Yo tengo la respuesta?- prosiguió Lorenzo, extrañado por la actitud de Martín.
- No lo sé, pero bueno, parece que tenemos edad para comunicarnos, o somos de la misma época. Tal vez me puedas ayudar, y yo a ti. ¿Por qué no?
Se sentaron, alejados de los demás. Martín estaba en lo cierto, las edades y la época que les tocaba vivir servían para acercar a ambos jóvenes en un diálogo con más confianza.
Fue este último quien contó su historia, como lo había hecho con El Corto, concluyendo con la idea del viejo sobre la búsqueda en su interior, con el saber quién era y hacia dónde iba.
- Es curioso.- opinó Lorenzo- pero esta tarde me han sugerido algo similar. Que buscara el por qué estoy aquí, por que he sido seleccionado.
- ¿A que te refieres con “seleccionado”?
- Según Víctor, a este lugar no entra cualquiera. Parece que es gente bastante “especial”, por lo que he visto. No es la clase de locura que temí encontrar, de gente ida por las nubes, golpeándose la cabeza contra algún muro, cortándose las venas y esos delirios.
- No, ¿Verdad? A mí también me ha sorprendido eso. Como hablan, como se comportan,  la forma en la que viven el día a día. El Corto me ha hablado de alguno de ellos, y es bastante trastornante lo que les ha sucedido.- Martín miraba la nada al afirmar esto.
- Bueno, pero es gente curiosa, sorprendente. Sin ir más lejos, hoy lo he visto a Víctor romper un vidrio con una piedra, en un momento, así, de la nada.
- Eso me dejó helado- agregó Martín- porque siempre se ha mostrado un tipo tranquilo. No sé, por un lado estoy recibiendo muchísima información de parte de El Corto,  y luego veo el comportamiento de los demás que es bastante inestable. Estoy muy confundido.
- Yo igual. Pero creo que aquí es el mejor sitio para que resolvamos los inconvenientes.
- ¿Has visto que si no armas ningún problema, nadie se mete en tu vida? Eso es positivo...A propósito, ¿Por qué estás aquí?- Martín hizo un ademán con la cabeza, moviéndola hacia su hombro, enseñando una breve sonrisa.
Lorenzo se sentía a gusto con él, de modo que se apresuró a acabar el plato de comida, para resumirle su historia.
- ...Y eso. Muy bien nunca entendí como se fueron dando las cosas, y creo que aquí tendré tiempo para entenderlo. El tema es que luego me dejen salir.- concluyó Lorenzo.
Rieron por el comentario, descomprimiendo un poco lo serio de la charla.
- No lo veo difícil. Es tu actitud, bueno, mejor dicho, la actitud de la gente para contigo la que te ha trastornado. No tenías en claro quién eras, y te has dejado llevar por la presión de los demás, que querían verte transformado.
- ¿Tú si sabes quién eres en realidad?- Lorenzo pareció hacer más énfasis en esta pregunta.
- No, estoy como tú. La necesidad de descubrirse la encontré hoy, hablando con El Corto. Me martilló de tal forma la cabeza con ideas, pensamientos filosóficos, necesidades de búsqueda, que realmente estoy...
- ¿Apabullado? Si, es bastante pesado cuando te dicen lo que hay que hacer.
- Pero no es eso. No se presentó como un maestro, un  mentor que es dueño de la verdad. Tiene tantos o más problemas que yo. Pero claro, es un viejo, ha vivido, a pasado por situaciones difíciles. Y ahora poder ayudar a otros debe producirle un bienestar. No sé, supongo. Es que fue demasiado, fueron una tras otra. La búsqueda de quién es cada uno, de lo que tiene, de lo que quiere, de lo que cada uno da, de la honestidad con uno mismo.
- Víctor me planteó algo similar, pero fue más breve. Tal vez porque estaba la hija de visita.
- ¿Tiene una hija?
- Le falta no sé cuánto para recibirse de psiquiatra. Increíble. O bueno, no tanto. Pero, el padre internado y ella estudiando algo relacionado...
- Tal vez quiera ayudar a que se recupere. ¿Es agradable?
- ¿Quién?- preguntó Lorenzo, un tanto desorientado por la pregunta.
- Ella, la hija. ¿La has conocido, no?
- Si, bueno, no sé, no presté mucha atención. En lo que menos pienso en estos momentos es en una mujer. Ya tengo una.
- ¿A sí? ¿Y cuando vendrá a verte?
- No lo sé. No he tenido noticias suyas desde que ingresé.
- Tal vez está a gusto con que tu estés aquí.
Lorenzo se quedó en silencio, con la mirada perdida. Martín se ruborizó, hacía mucho tiempo que no había lastimado a nadie, aunque fuera con una posible verdad.
- Oye, disculpa, no fue mi intención decirte eso.
- No pasa nada. Puede que tengas razón, pero creo que reconocerlo me haría bastante daño. Pienso que la culpa es mía, ¿Sabes? Y que cuando me recupere, recuperaré el mundo que he dejado.
- Yo me lo estoy pensando. Cuando esté recuperado, sin saber cuándo ni cómo, tengo que tener claro el mundo que tenía, y el nuevo que habré formado, si salgo adelante.
- ¡Claro que saldrás! ¿Acaso has nacido para estar encerrado aquí?
- No lo sé, Lorenzo, no lo sé. Hay muchas cosas por resolver, mucha mierda que evacuar, mierda que hace años ocupa un lugar y que no me deja avanzar. Me altero, ¿Comprendes? Me altero porque estoy saturado, harto, me siento impotente, peleado con el mundo, con la vida. Y no llegaré a ningún sitio así. ¿Sabes las veces que he pensado en bajar los brazos? La impotencia que produce que los problemas lleguen, uno tras otros, y más, más, como si fuera una válvula de escape para los demás.
- Tal vez el hecho de que comiences a hablar de ellos, de reconocerlos, de identificarlos, es un paso. Si lo compartes conmigo, o con cualquiera, será porque tendrás intenciones de resolverlos. A eso habrá hecho referencia ese Corto cuando dijo que estuvieras bien contigo mismo.
- ¿Tú que piensas?
- Estoy como tú, tratando de resolver mis inconvenientes. Me siento a gusto por la confianza que me brindas. Es la primera vez, desde hace tiempo, que alguien no me cuestiona, que puedo dialogar con otra persona. Y no sé el valor de mis palabras, pero me alegro de la mutua confianza que nos estamos dando.
- Es cierto. Hablar con alguien que tal vez no te comprenda, pero te respeta, con alguien que no sabe como ayudarte, pero te escucha, es... No lo sé, hermano, no estoy acostumbrado a esto.
- ¿Amistad? ¿Saber que cuentas con alguien?
- Creo que sí. A pesar de la montaña de problemas que tengo, creo que hay más por ganar que por perder. Porque, podría acabar así de rápido con todo esto. ¡Pum!, Y listo, adiós problemas, adiós vida, nos vemos en la siguiente reencarnación.- graficó Martín.
- La tranquilidad, lo que nos rodea, las personas que vamos conociendo, son las que nos van ayudando a abrir la puerta. Pero lo más importante de todo es la voluntad. Y yo, con eso de la voluntad, ando un poco enredado. No sé lo que quiero, porque no se trata de que me muera de ganas por salir de aquí. No sé hacia donde voy- continuó Lorenzo llevándose ambas manos a la boca para bajar el volumen de la voz - ni sé lo que hay para mí, mañana mismo.
- Ya lo sabrás. Lo hemos hablado. Reconocer que es lo que nos sucede, para asimilarlo, modificarlo, o convivir con ello.
- Me duele la cabeza.
- Demasiadas reflexiones.- respondió Martín con una sonrisa de satisfacción.
Se habían conocido, rozándose apenas con historias distintas y días de búsqueda. Habían hablado con la verdad, con la de cada uno, pero lo que más les agradaba y se notaba en sus miradas, era que habían compartido con todo interés, sin buscar predominar uno sobre el otro en la conversación, reconociendo en su interior que estaban en diferentes caminos, dirigidos hacia el mismo sitio. Martín necesitaba el afecto que, en la simpleza de la atención y las palabras de Lorenzo, había encontrado. Lorenzo, por su parte, creía haber perdido lo que era sentirse importante para alguien. Siempre había sido cuestionado, hoy estaba siendo escuchado. Había dicho lo que sentía, no lo que pensaba. Esto le había provocado un bienestar que hacía tiempo no experimentaba, por el simple hecho de comunicarse y  entender el interés de la otra persona. Y cuando uno dice lo que siente, aunque sea en contadas oportunidades, está siendo uno mismo, lejos de disfrazar la propia verdad. No lo sabían, pero ya habían comenzado a andar. Un paso pequeño tal vez, pero que los hacía estar en movimiento. En la búsqueda de la verdad, del sentido, de las respuestas, lo primero que está en la lista es el reconocimiento, la honestidad hacia uno mismo. Es saber de los problemas, de las dificultades, de los anhelos, de los inconvenientes que han acabado por ser cicatrices, karmas que parecerán perpetuos; pero siempre que se levante los ojos para ver la luz, ésta aparecerá, y en muchas ocasiones, detrás de ojos curiosos.





Capítulo XI






- Bueno, bueno. ¡Felicidades!
- Pero, ¿Por qué? Ni es mi cumpleaños, ni creo haber dejado embarazada a nadie.
- Si no llevo mal las cuentas, hoy se cumple el primer mes de ti y de Lorenzo entre nosotros. ¿Cómo están?
- Bueno, ya ves. Más tranquilos, seguro.
- Eso es bueno, realmente bueno. Ahora podrán ir elaborando nuevas ideas, para ver las cosas desde otra óptica.
- He pensado mucho en lo que hemos hablado, hace tiempo. Me sirve, me resulta una buena alternativa, y no creo que estés errado, pero...
- ¿Qué sucede?- preguntó con curiosidad El Corto, acomodándose los cabellos sin lograr dejarlos medianamente presentables.
- Me he dado tiempo para pensar también en la historia que me has contado, en la tuya, en esa frustración que has vivido, desarrollando, mira tú, nada más que una vacuna que podía detener o curar el cáncer. Es mucho, viejo. Eso es mucho para mí.
- ¿A que te refieres?
- Es que desde que te conozco, me has dado pautas para que evolucione, para que salga adelante. Me has hablado de la vida, de los problemas, del interior, hasta de Dios. Y no puedo creer que hayas bajado los brazos estando encaminado.
- ¿Y que podía hacer?¿Despertar cada día para ver cuál era el próximo palo que colocaban en la rueda?
- ¡Pero la puta madre! ¡Estamos hablando de una cura, de una solución para un problema de todos, no de unos pocos! ¿Qué? ¿Acaso cualquiera tiene esa posibilidad, ese don?
- Sucede que...
- ¡No me des explicaciones! ¿Por qué no habría de pensar que eres un cobarde? Ante una, dos, tres, diez adversidades, ya bajas los brazos y te escondes en un manicomio, a lamer tus frustraciones. ¿Y me hablas de la vida? Seguramente tendrás razón en muchos planteos que has hecho, pero no puedo terminar de concebir que quien tiene la posibilidad de hacer algo por un semejante que padece, se interne para buscar una estúpida “pieza de rompecabezas”. Viejo, podías y puedes, ayudar al mundo. No se trata de que estabas a punto de descubrir un perfume, una nueva propulsión para un coche. ¡No! Hablamos de salvar vidas, de acortar sufrimientos, de cáncer...
El Corto dejó que Martín se desahogara. Nada había de nuevo en aquellos planteamientos, nada que El Corto no haya sufrido.
- Martín, hijo, te entiendo. Ya me he planteado todo lo que me dices. Ya he estado mal por ello, buscando las respuestas sobre lo que tú ahora preguntas. Y he llegado a la conclusión de permanecer aquí, para preservarme, para terminar de recorrer el camino.
- Pero ¿Por qué? ¿Con qué excusas puedes exiliarte de lo que representa el hecho de poder ayudar a los demás?
- Con la excusa que la gente está como quiere, no como puede. Tu vas, o ibas de compras, y quieres comer una ensalada. No es época de tomates, pero los ves, allí están, rojos, intensos, firmes. Y los compras. Los comes, y no saben a tomate, pero has comido tomates en una época que no era de tomates. Alimentos manipulados genéticamente.
Esperas el autobús que te lleva a casa, y los coches, camiones, y demás autobuses te impregnan de monóxido de carbono. La contaminación ambiental está en boca de todos, ya es costumbre.
Llegas a casa, y se te parte la cabeza del dolor. Tomas una aspirina, y a seguir adelante. Las calles por donde andabas están llenas de papeles, de plástico, que alguien juntará y depositará en cierto sitio para que se descomponga. ¿Sabes en cuánto tiempo? Es el precio que se paga y no se ve, pero se verá, no lo dudes.
Hasta ahora, son cosas conocidas, con las que convivimos todos los días y forman parte de nuestra vida. ¿Qué remedio, verdad? Todo se resume a decir que “es lo que hay”, y que es la pequeña comisión que cobra la evolución del ser humano.
La iglesia, la multinacional más antigua del mundo, ¿Cómo ha sobrevivido todo este tiempo? Con la fe, eso inexplicable que mueve multitudes. ¡Y vaya si lo seguirá haciendo!
El Vaticano, suntuosa reliquia que alberga inconmensurables riquezas, centro del poder de un tipo de religión. Y a algunos cientos de kilómetros de allí, guerras, hambre, pestes. Falta de cultura, de educación, de salud, de profilaxis ante los flagelos que aquejan a la tierra.
Te lo he dicho, hijo, todo es dinero. Siempre habrá quien tenga que padecer para que la minoría mantenga su bienestar. Lee, y descubre la cifra del SIDA en África, busca los testimonios de los voluntarios que allí trabajan, y trata de asimilar el valor que los grandes laboratorios les ponen a las drogas para atender a toda esa gente. Pero claro, como son negros, incultos, salvajes, que mueran. ¿Para que salvarlos, si ya no existe más la esclavitud? No tienen dinero, no son útiles más que para buscar oro, excavar en minas buscando piedras preciosas, o cantar canciones alrededor de un fuego. Y claro, la gente es solidaria, ayuda, enviando la ropa que ya no usa, alimentos no perecederos, y blanqueando su conciencia. ¿Y? ¿Qué cambia?
- Y luego de todo esto, ¿Para qué seguir en este planeta?
- Hijo, solo queda el hecho de preservarse. Preservar esa conciencia que se nos ha sido dada, ese amor que quieren destruir con la televisión, con la ambición, el dinero y el poder.
- ¿Nos convertimos cada uno, hasta renovar el movimiento hippie?
- No se trata solo de paz y amor. El mundo evoluciona, pero mira, a ti, y a tantos otros les cuesta saber quiénes son, hacia donde van, ¿Serás capaz de entender hacia donde va la evolución del mundo? Primero, como ya te lo he dicho, tú. No pretendas cambiar el mundo, ni conocerlo en sus múltiples facetas, ni interpretarlo, cuando aun no vas ni siquiera por la mitad de tu propio conocimiento.
- ¿Entonces a que te dedicarás tu?
- Yo estoy en mi mundo, en mi búsqueda. Estoy bien conmigo mismo, digo lo que siento, y si estoy vivo aun, es porque me quedan cosas por hacer, cosas por asimilar. Las comparto contigo, que vas, cuando yo considero que estoy en la vuelta.
- ¿Por qué, minutos antes de morir, no dirás que te sientes frustrado por la vida que te tocó vivir?
El Corto reclinó su cuerpo hacia atrás, tomando distancia del joven. Las preguntas eran directas, buscaban desubicar al viejo.
- ¿Sabes por qué no diré eso? Porque siempre lo he intentado. No dejé que el cansancio me ganara. Lo intenté, una y mil veces. En muchas ocasiones he tenido éxito, en otras no me ha ido como esperaba. Pero sin darme cuenta, mientras caminaba, se me pasó la vida, y es ahora cuando hago el balance, cuando recuerdo mi paso por la escuela, por la universidad, por mis noches enteras leyendo y leyendo para aprender. Viví, y aun lo sigo haciendo, una vida intensa, haciendo lo que hice con amor, con pasión y devoción. Tal vez he descuidado otros aspectos que hacen a la vida; no me he casado, no he formado una familia, no tomé suficientes vacaciones. Tuve en mis manos el poder, pero no el poder que da el dinero o la clase social. Sabes al poder que me refiero. En mis manos, en mi mente, estuvo la posibilidad que una enfermedad desapareciera. Y no es fácil librarse de eso.
- ¿Por qué lo has hecho?
- Es que te lo estoy explicando, y sigues enfocándome como a un frustrado y miedoso. En la tierra hay muchos límites. No trates de pasar de ellos, porque te frenarán. Como uno no conoce sus propios límites, lo único que resta por hacer es desarrollar el interior.
- ¿Y para que mierda quieres tu interior, tu perfección, si tarde o temprano morirás y todo lo que cultivaste se irá contigo, bajo tierra?
- ¿Seguro? Yo creo que no. Algo de mí quedará en ti, jovencito, y en tantos otros que conozco y que he conocido. Mi paso no habrá sido en vano, dejaré un rastro. Tal vez alguien siga lo que empecé, tal vez quede todo en la nada. No voy a pelearme con la vida, o mejor dicho, con los poderosos, para demostrarles que están desubicados. Ellos defienden sus intereses. Y todo sigue siendo el dinero. No me hagas recordarte el por qué tus padres se separaron, además de la falta de diálogo. Es lamentable, pero ya lo han dicho: tanto tienes, tanto vales.
- Para mi no es así.- respondió Martín, evidentemente molesto por la razón de El Corto.
- No, por eso, porque para ti esos valores no importan, no deben ser así, no cambies esa visión. Busca reemplazar la necesidad del dinero de la forma imperiosa con que la gente que te interesa lo busca, y dales otras alternativas. No puedes ir a decir que dejen de pensar en el dinero, sin más, sin darles algo a cambio en lo que puedan creer, por lo que deban cambiar.
- Es que no creo que cambien porque yo se los diga.
Sigue así, porque es tu convicción, como la mía, y esa convicción, sumada a la fe con la que vivas el día a día, te hará llegar lejos. Busca las alternativas, vívelas tú antes de compartirla con otro, y luego sí, contagia, comparte. Porque compartir es lo segundo que debes aprender, para crecer.
Martín lo miraba sin saber cómo explicarle lo poco que creía tener para dar, para compartir, como le estaba sugiriendo El Corto.
- ¿Qué puedo dar, si no creo  tener ni siquiera para mí?- preguntó al fin, tratando de alejarse de lo que entendía como un divague.
- Primero, el reconocimiento propio, el amor hacia uno mismo, sin fanatismo. Y segundo, compartir. Compartir, siendo capaz de amar para poder ser amado. Y amar por ser algo natural, no por esperar que el amor vuelva. Amarás, y serás amado. Amarás, y tal vez no serás correspondido. Y cuando te cuestiones que has amado y no te han devuelto el sentimiento, no habrás amado de verdad.
- ¿Acaso puedes hablar de amar de verdad, o amar de mentira?
- Amar de verdad, ¿Sabes que es? Es querer al otro tanto como te quieres a ti mismo. De manera que, si la otra persona no te ha devuelto el amor como tú se lo has dado, ¿Dejarás de amar, de amarte? No confundas, Martín, amar y necesitar. Amar es lo más profundo que tiene el ser humano. Tener amor te ayudará en más de una ocasión a ver las cosas de otra forma, porque cuando tienes el verdadero amor, estás elevado de las bajezas de esta tierra.
- Eso es engañarse, es pensar o creer que uno puede seguir sin  que las cosas negativas lo afecten.
El  Corto lo miró sin abandonar su postura. Sabía desde dónde le estaba hablando aquel joven, los impulsos que le llevaban a hacer esos comentarios.
- Comparte, entonces, el amor que seas capaz de generar en tu interior, y no hablo ni hablé puntualmente de sexo. Hablo del amor con el que hagas las cosas, en el tiempo que le dediques a tus semejantes, en tu honestidad, que son valores que tienes, que no los compras ni se venden. Comparte, Martín, momentos, dolores, alegrías. Porque también es el compartir otra forma de evolucionar.
- Me cuesta entender tus palabras. Mejor dicho, creo entenderlas, pero a la hora de ponerlas en práctica, no me parecen tan acertadas.
- Recuerda el ejemplo que te hice hace tiempo, en el que vas de compras. Tienes los dos brazos repletos de mercadería. Ya parece que no cabe más. Si compartes lo que llevas con otra persona que esté contigo, tendrás más espacio para otro producto. Y así, paso a paso, cuando vayas adquiriendo más cosas en este mundo, y llegue el momento de salir, verás que has adquirido mucho más de lo que imaginabas al entrar. Porque habrá muchas personas que llevarán lo que tu les has dado y que no fue un regalo, fue, simplemente, compartir. Y en tus manos estará lo más valioso, lo que no sabías que ibas a buscar cuando entraste. Y a eso le llamarás Verdad. Será tuya, será la que te eleve aun más, allí donde tú creas, en tu confianza y en tu fe.
Ahora Martín  se había quedado absorto, proyectando esa  idea tan simple que el viejo le había graficado.
- Por eso el seguir vivo, porque la esperanza no está en manos de otro, sino en uno mismo. Necesitas el exterior para evolucionar, hasta cierto punto. Toma lo que necesites, y cultiva tu huerto, ése, el que llevas aquí.- el énfasis con que El Corto palmeaba su pecho dejó con los ojos abiertos de par en par al joven.- Es lo que comerá tu espíritu, tu alma, creas en lo que creas. Ama, aprende, transforma, comparte. Solo te tienes a ti mismo, el resto serán compañías que transitarán contigo parte del camino. Tienes más valor del que hoy por hoy crees tener. Solo mira atrás para saber de dónde vienes, solo mira hacia delante para buscar tener en claro hacia donde te diriges, y no dejes de mirar lo que hoy eres, un ser en busca de la verdad, con toda la capacidad de hallarla. Hasta donde pueda, te acompañaré en el camino. Jamás estarás solo mientras busques.
Martín afirmaba con la cabeza, comprendiendo ahora sí el sentido que el viejo le daba a esas palabras. Estaba tratando de ayudarlo, de compartir con él lo que tenía, su conocimiento, sus frustraciones. Oírlo ya le producía cierto bienestar, deseos de proyectar  esas palabras y que fueran ciertas, dejar de pensar en lo negativo que hasta el momento le había sucedido.
- Y permíteme que te sume a todo lo que has oído una breve anécdota que ahora mismo me vino a la mente.
Cuando iba cada mañana a trabajar, al laboratorio, tenía por costumbre sentarme en uno de los últimos asientos del autobús y mirar por la ventanilla, buscando si algo nuevo había en lo mismos escenarios que veía desde hacía años. Una mañana, no recuerdo cuál, leí un escrito en una pared, esas frases que los pandilleros suelen pintar a escondidas de los demás. Decía: “La muerte está tan segura de vencernos, que nos da toda una vida de ventaja”.
Me quedé impresionado por la sencillez y lo profundo de esa frase. La repetía en silencio, aunque sabía que sonaba pesimista, y caí en cuentas de que tarde o temprano, todos, cada uno en su momento, pereceremos. Y la gracia está en lo que hacemos durante ese trayecto.
Tiempo después, ya habituado a la frase en la pared, mis pensamientos cada mañana se concentraban en el tránsito, en lo que tenía que hacer aquel día, porque ya no viajaba en autobús, sino que conducía un coche. Sucedieron las cosas que te he comentado, las frustraciones, las trabas, la impotencia, hasta que un día dejé aquella vida, y encarrilé mi búsqueda para llegar aquí.
El día que me trasladaron, el coche en el que iba se detuvo ante el semáforo en rojo de una esquina. Yo estaba en mi mundo, sumergido en mis pensamientos, mirando aquellas calles tan familiares para mí, hasta que vi aquella frase. No fue ella la que me sorprendió, sino lo que habían escrito debajo de la misma. “No te des por vencido, ni aun vencido”.
No sé si la persona que lo escribió supondría el efecto que causaría aquello en las personas que lo leyeran, como yo, en un momento en el que no esperaba nada, en el que todo había quedado de lado. Conjugué ambas expresiones, y ya ves, aquí estoy. Sé que llegará el día, pero no habrá derrota, ni ganadores, ni perdedores. Habrá un camino trazado, algo que perdurará en el tiempo. Como tu maestra, en la escuela primaria, aquella que aun recuerdas. Como el doctor o la doctora que ayudará a tu hijo, si algún día lo tienes, a ver la luz de este mundo. Como esa persona que te devolvió algo sumamente importante, porque supo que para ti lo sería.
- Es importante todo eso.- se animó a decir Martín luego de afirmar varias veces con la cabeza.
- Las personas, sus actos, sus obras, perduran en el tiempo, no son tan solo recuerdos vagos que afloran de tanto en tanto. Por eso, no importa cuando llegará la hora, sino lo que hayas hecho hasta ese momento. Y aunque arribes con la cabeza gacha por una supuesta frustración, te aseguro que el esfuerzo que hayas hecho hablará por ti en ese momento, y levantará tus brazos para que recojas el merecido premio por haber llegado.
Martín  tenía los ojos irritados, lo que había oído le había llegado e impulsado de tal manera que sentía haber estado perdiendo el tiempo al maldecir cada cosa que le había ido sucediendo.
Porque en ocasiones, no se trata tan solo de saber el por qué sucedieron las cosas, sino de darles el valor que tienen para crecer.
Y a esta idea Martín estaba tratando de llegar.






Capítulo XII







La mañana soleada invitaba a pasear por el exterior; el día anterior habían cortado el césped y ahora, al levantarse el rocío, se apreciaba el aroma de la hierba. La primavera había pasado y con ella, la polinización que mantuvo a varios de los internos dentro del edificio, congestionados y fastidiosos. Ahora el aire era puro, limpio, que oxigenaba con el simple hecho de aspirarlo y cerrar los ojos, mientras el sol parecía tardar una eternidad en cruzar de este a oeste. 
Los jardines estaban espléndidos; las rosas eran quienes recibían las mayores atenciones, inclusive hasta el punto de quitarles los pétalos marchitos que deslucían la flor. Había cuatro hombres que se encargaban de esto, por propia voluntad, por la satisfacción que el contacto con la naturaleza les brindaba. Los sauces, con sus ramas pendiendo hasta rozar el suelo; los eucaliptos, con sus altas copas  informando si había brisa, y el cerco de pino, largo, interminable, tres variantes del verde esperanza que inundaron los ojos de Martín, hasta distraerse en unas lejanas nubes tan blancas que parecían artificiales, allá a lo lejos, en el cielo que se extendía sobre el muro.
No sabía si era mucho o poco, tan solo comprendía que había pasado el tiempo. Eligió uno de los eucaliptos, el que estaba distanciado de los demás, para sentarse y apoyar contra su tronco la espalda. Estiró las piernas y extendió las manos a cada lado, recogiendo en cada una las semillas del árbol. Mientras las deshacía entre sus dedos y las arrojaba, pensaba en su familia; en sus hermanas, en su madre, qué sería de la vida de su padre y su mujer, la mujer de ambos. Dibujó esta última reflexión una irónica sonrisa que prolongó hasta que sola se fue perdiendo, cuando cayó en cuentas de que nunca había estado enamorado. Ya habría tiempo para el amor, pensó mientras levantaba las cejas, buscando evitar profundizar en el tema.
Otros internos comenzaron a salir  y a caminar en diferentes direcciones; ahora los pensamientos se orientaban hacia dónde iría él cuando saliera de allí, si algún día esto ocurría. Las dos últimas entrevistas con el psiquiatra no habían sido desalentadoras; creyó haber respondido coherentemente las preguntas que el profesional le fue haciendo.
Mientras el médico apuntaba sus cosas, y el silencio del ambiente aguardaba por ser interrumpido con la siguiente pregunta, Martín jugaba un ping-pong mental, entre sus propios deseos de demostrar una normalidad que lo liberara de su estancia, y lo que estaría pensando aquel hombre, detrás de su uniforme y sus gafas. No lograba comprender muy bien el juramento hipocrático, representado en una persona que parecía impenetrable, totalmente ajeno a los sentimientos que el joven podía llegar a manifestar. A él le daría mucha satisfacción, placer, alegría y júbilo salir de allí, algún día; pero no podía determinar qué haría feliz a ese hombre. Había experimentado lo que le habían dicho: sentado de ese lado de la mesa, era el observado, aquel que portaba un virus mental que había que tratar para que no se propagase, para que no hiciera más daño. Sus sentimientos no importaban, o sí, si eran nocivos para la sociedad. Entonces no era un intercambio justo, no era ningún debate, había un culpable y un juez.
Mientras él suponía que algún día aquel doctor se incorporaría, le daría la mano y le diría afectuosamente que el día siguiente podía al fin salir de allí, una voz interna le mostraba que el psiquiatra tranquilamente podía estar pensando en su fin de semana mientras hacía los apuntes.
Resopló, buscando hacer volar esos pensamientos que lo entristecían. Pasó la lengua por las comisuras resecas, mientras escarbaba en los archivos del recuerdo algo un tanto más alegre por rememorar.
Viajó hasta la escuela, cuando era pequeño, con su uniforme azul marino, corriendo de aquí para allá con sus compañeros. Era otro mundo, tan lejano, tan ajeno, que sintió estar viviendo dos vidas en una. En un abrir y cerrar había desaparecido todo aquello. Ya había perdido la capacidad de discernir que era realidad y que era sub normalidad.
Jugó a imaginar el día de mañana, en el recuerdo de su actual estancia. Contaría lo que había vivido, lo que se siente el estar en un sitio así, lo que había penado hasta salir.
De pronto cayó en cuentas que había ido hacia atrás y hacia delante, pero lo que importaba era el hoy. Esas palabras volvieron a su mente, y agradeció haberlas recibido, en el mismo instante en que, por el sendero a dos metros de donde se encontraba, paseaban una joven y un hombre, abrazada ella con sus dos manos del brazo de él.
Cuando volvió de sus divagues, supo que se trataba de Víctor, y no tardó en suponer que la joven sería su hija.
“El día en el cuerpo de una mujer”, pensó, mientras sonreía por el probable título de una película, como había sonado esa esporádica apreciación de la joven.
- ¡Víctor! Bonita mañana para pasear y completar el paisaje con tan bella compañía.
Entre su deseo de llamar la atención y el rubor que le corrió por el rostro al darse cuenta de su actitud, no pudo menos que provocar la sonrisa de la joven.
- ¡Ah! Martín. Me has asustado. Sí, estupendo día. Y en cuanto a la joven que me acompaña, es mi prometida, así que agradezco el comentario en su nombre.
Mariela sonrió aun más, golpeando el brazo de su padre.
- Afortunados los ojos que la ven.- continuó Martín, como si el piñón fijo fuera la única vía de dar rienda suelta a su emoción. Su mente no sabía qué indicarle para que se callase de una vez, pero él solo hacía caso a la necesidad de hablar con esa mujer.
- Bueno, veo que hoy estás, un tanto... digamos como...
- ¿Convertido en un galán? Bueno, si, en realidad pocas veces aflora en mi la necesidad imperiosa de reconocer la belleza cuando se ve en estado puro.
El rostro de la joven también se sonrojó ante semejante embate de alabanzas y loas.
- Es Mariela, mi hija.
- Mucho gusto.- no tardó en responder Martín, limpiándose la mano en el pantalón y extendiéndola. La mantuvo delicadamente cautiva por un espacio no menos incómodo, hasta que entendió que debía soltarla.
- ¿Ha cambiado tu día nuestra presencia?- preguntó la joven levantando una ceja.
- Hace siglos que estaba esperándote.
Ella rió con ganas, igual que Víctor. Era una faceta que no conocía en el joven, y ahora que se oía a sí mismo, tampoco la cabeza de Martín daba crédito a lo que estaba oyendo.
- Bueno, ya nos veremos luego, quiero disfrutar una poco de mi tesoro.- concluyó Víctor, mientras se alejaba. Mariela le dejó la última sonrisa por encima de su hombro, y volvió a la charla con su padre.
Martín se sentó, contemplando como se perdían a lo lejos. Resopló un par de veces, hasta que comenzó a oír un par de voces en su interior.
- ¿Cómo se te ocurre presentarse de esa manera?
- ¿Qué tiene?¿Me he desubicado?
- No, si es la forma habitual que cualquier hombre utiliza cuando conoce a una mujer.
- Pero he estado bien, no lo vas a negar.
- ¿Bien? ¿Entonces por qué te has ruborizado? ¿No sentiste en algún momento que estabas siendo demasiado directo?
- ¿Y eso no está bien? ¿Tenía que disimular lo que me produjo el verla, así, tan radiante, tan maravillosa?
- ¡Calla! ¿Qué sabes tú de maravilla, de radiante?
- Nada, por eso mismo, es la primera vez que experimento algo así.
- ¿Y tenías que echarlo a perder?
- ¿A perder? ¿No has visto la sonrisa cuando se marchaba?
- No olvides que es psiquiatra.
Martín sonrió, reclinándose nuevamente contra el eucaliptos.
- Basta de discutir. Me he comportado como lo sentí en el momento, así que la razón no tiene nada que ver en este caso. Es hermosa. ¿Qué hay que pensar?
Tenía razón. Su mente y su espíritu discutían, pero todo su ser estaba encantado con aquella experiencia. Y también tenía un interior que había aflorado de forma impulsiva, graciosa pero penetrante, simple y natural. Había cambiado su día, luego de las idas y vueltas en las que se había sumergido. De repente, de la nada, ese sol que lo miraba radiante, había traído una motivación diferente, algo que casi no recordaba, algo positivamente espontáneo.
Martín no olvidaría jamás ese día, donde no recordó ni la filosofía ni los problemas, porque fue el comienzo de su nueva vida, como su segunda novela sobre esta tierra.






Capítulo XIII






Se acercó a la mesa donde los dos viejos jugaban animadamente, llamando la atención de Lorenzo, sentado en medio de Víctor y El Corto.
- No sabía que tenían esta habilidad también.- comentó, como para integrarse al grupo.
Ninguno de los dos contestó, en tanto que Lorenzo se limitó a levantar los hombros sin saber a qué se debía tanto hermetismo, tanta concentración.
- Si interrumpo, me retiro. Quería comentarte, Víctor, el agrado de haber conocido a tu hija.
- En tu lugar no me haría muchas ilusiones. ¡Jaque!
- No entiendo por qué dices eso.- preguntó incómodo Martín.
- Acabas de perder un alfil, Víctor.- repuso El Corto.
- Es cuestión de que sepas como moverte. ¡Jaque!, Y vigila tu reina.- prosiguió Víctor sin levantar la vista del tablero.
- Por impulsos. Es como me he presentado, y no he insinuado más de lo que has oído.
- ¿También buscas perder el caballo? Pues son tus jugadas las que acabarán contigo, no mi inteligencia, ¿Sabes?
- Cuando las cosas parecen obvias, siempre esconden algo.- Víctor no terminaba de aclarar si le hablaba a uno u a otro.
- Pero no he escondido nada. Ella es hermosa, y no entiendo que te haya sabido mal que lo dijera abiertamente.
- ¿Qué traes entre manos, Víctor?- El Corto también pareció acoplarse a las frases de su amigo, entre el juego y la conversación que le proponía el joven.
- Te he dicho que perderías la reina. Hay que cuidar mucho la reina, es la que te permite moverte por todo el tablero de juego, ¿Sabías? Y cuando la pierdes, como en este caso, el jaque mate duele más.
Martín estaba espantado. Víctor ni siquiera desviaba la vista y parecía contestarle con los movimientos de su juego. El Corto respondía, y era imposible discutir que era una conversación de locos.
- A propósito- agregó Víctor mirando fijamente a Martín.- la semana que viene comenzará su tesis aquí, ocupándose de varios casos. Es un desafío para ella terminar sus estudios en el lugar donde estoy yo. ¿Me comprendes? Conoce a la mayoría de las personas que estamos aquí, y quiere saber si será capaz de afrontar con profesionalidad el caso de cada uno.
Martín sonrió nerviosamente, afirmando con la cabeza y retirándose sin hacer más comentarios. Tenía el estómago revuelto, su corazón había cambiado de ritmo.
Víctor, El Corto y Lorenzo lo vieron partir, y esperaron  hasta que se perdiera de vista para comentar sobre la presencia del joven.
- Está enamorado.- anunció El Corto, esperando la respuesta de su viejo amigo.
- No corresponde.
- ¿Por qué no? ¿No has sido siempre de la idea de que tu hija conociera a un hombre que la amara tanto como tú y la cuidara?
- Pero este chico tiene problemas. No es para ella. Además de ser menor que ella, está en un mundo totalmente opuesto al de Mariela.
- ¿Seguro? Pensé que la psiquiatría era parte del mundo de tu hija. ¿Acaso no podrán mostrarse realidades de cada uno, y salir adelante?
- No lo sé, Corto, ni siquiera sé que piensa...
- A ella también le agrada, ¿No es así? No me mientas, viejo celoso. Lo veo en tu mirada. Solo te puedo aconsejar algo que, si quieres lo tomas, o si lo prefieres, lo dejas: no pongas palos en las ruedas. Déjalos ser.
Lorenzo afirmaba con la mirada, en el respetuoso silencio de un invitado ajeno y desconocido.
- Creo que será como deba ser. Ambos son grandes, pero entiende, solo quiero lo mejor para mi hija.
- Claro que sí, no lo dudo ni lo discuto. Martín necesita demasiado una nueva oportunidad en la vida, y si no es Mariela, no sé quien estaría en condiciones de dársela.
- ¿Por qué has creado todo un mundo alrededor de esta eventualidad?
- El chico vino a buscar tu aprobación, disculpándose quizás para no pasar sobre ti, y siendo honesto. Está enamorado, Víctor, se nota hasta en la forma de respirar en cuanto le has dicho que la próxima semana tu hija estará aquí tratando internos. ¿Quieres apostar algo sobre la expectativa que tiene en este momento, de ser uno de los que entre al consultorio para verla?
- Espero que todo salga bien. No me parece una buena idea...
- Tranquilo. Tu hija te aprecia lo suficiente como para mantenerte al tanto de lo que le suceda en su vida.
- Martín ha cambiado bastante desde que hemos llegado aquí.- Lorenzo no pudo seguir manteniéndose al margen y sintió la necesidad de participar.- Creo que tanto tú como El Corto nos han ido empujando poco a poco para que salgamos adelante.
- Nos produce placer poder ayudar.- agregó El Corto.
-  Hoy, por lo pronto, podemos compartir, tenemos un diálogo, hemos superado la primera etapa. Ahora vienen nuevas cosas, y por lo menos yo quiero seguir contando con ustedes.
- Gracias, Lorenzo. Es que este mundo es difícil, ya lo ves, lo alcanzas a dimensionar. La gente del otro lado del muro no sabe nada de nosotros, tienen sus conceptos y allí nos encierran. Somos los olvidados, somos los dueños de sus miedos, mira que juego de palabras. Temen nuestra realidad, temen nuestros sueños, y lo más triste es que se ríen de nuestros miedos, porque no ven más allá.
- Perdona que te interrumpa, Víctor, pero ahora que has hablado del otro lado, seguramente con relación a tu hija, hay algo que los dos tal vez no estén teniendo en cuenta.
- ¿Qué ocurre, Corto?
- La demencia, la locura llamada y descrita como quieran graficarla, es un estado ajeno a la voluntad del raciocinio del ser. ¿Se entiende?
Víctor y Lorenzo lo miraron extrañados, pero afirmando con la cabeza, para que continuara con la idea.
-Uno no elige ser un trastornado, lo es o lo termina siendo por diferentes causas, no por haber buscado la locura con afán, como destino de vida. Es, pues, un estado ajeno a lo natural o normal, a la coherencia y sus límites. Generalmente no se puede dominar cualquiera de estos estados de alteración, de no ser por la ayuda de la gente que se capacitó para dicho fin.- El Corto se había incorporado y movía las manos para darle mayor elocuencia a sus palabras.
- No quiero hacer un discurso de algo simple, pero necesitaba todo este preámbulo para afirmar que este estado ajeno a la voluntad, es similar al amor. Sí, no me miren así.
- ¿Estás leyendo algún libro de psiquiatría?- comentó Lorenzo.
-Cuando a uno le surge el amor desde lo más profundo de su ser, muchas veces se encuentra sin respuestas ante los interrogantes que aparecen. El amor va más allá del subconsciente, no tiene un raciocinio para indicar al individuo si le conviene o no sentir eso. “Te amo con locura”, ¿Les resulta conocida esta expresión?
Ambos afirmaron con la cabeza, tratando de entender hacia dónde quería dirigir la conversación el viejo.
- Y aquí, desde hoy, comenzamos a ser testigos de un gran misterio, insospechado e inconcebible para los del otro lado. ¿Pueden, el amor y la locura, o el trastorno, emerger en un mismo ser? ¿Cuál será el resultado, más allá de la patología, entre dos sentimientos opuestos, pero puros? Y como una de las respuestas es parte de la pregunta, no tiene validez como resultado. Es amor y desequilibrio, ninguna de las dos se puede manejar o dominar, a no ser que se asista a la persona. Y en esa asistencia, amigos, habrá magia. ¿Lo sabes, Víctor?- concluyó El Corto, haciendo referencia a Martín y Mariela.
Víctor volaba, con los ojos fijos en la nada, en la inmensa nada que el infinito de preguntas brinda.
Lorenzo no podía escapar de dentro de las pupilas de El Corto, dilatadas y con un extraño brillo. Su mente se mecía en tempestades de ideas a medida que fue siguiendo el desarrollo. No pudo menos que terminar ahogado en las profundas aguas hacia donde el viejo lo había llevado.
- No es un experimento. Hay dos verdades, hay dos dueños. Hay que reducir, hay que clarificar, para que ambos dueños estén conformes. Allí la magia, donde la lógica no cabe, donde los sueños y las fantasías son simples fantasmas, simples adornos. La verdad será producto de ambos. Mariela - dijo, extendiendo un brazo- y Martín. - haciendo lo propio con el otro.
El Corto dejó ese epílogo con aire de sentencia, sin saber ni sospechar que no eran dos las verdades, sino tres. La magia es un misterio donde el actor se envuelve y usa lo desconocido por el público para lograr el efecto.





Capítulo XIV






Golpeó la puerta dos veces, con cierto temor. No tenía muy claras las ideas, los sucesos que se presentarían una vez que se abriera esa puerta. Sonrió, quitándose las dudas de encima con un movimiento del cuello, de lado a lado.
La voz desde el interior lo invitó a entrar, siguiendo escudado detrás de la sonrisa.
- Martín. Adelante, por favor. Toma asiento. Has sido puntual, por lo que veo...- dijo Mariela, sentada detrás de una ordenada mesa. Llevaba una bata blanca, el pelo recogido y gafas. Parecía otra a los ojos del joven.
- Buenos días.
- ¿Cómo te encuentras?
- ¿Te lo digo, o ya te has enterado?
- No, no me he enterado de nada, o bueno, sí, estuve ojeando un poco tu ficha, la que me prestó el doctor Murúa.
- Bueno. Entonces digamos que bien, mejor, por suerte.
- ¿Sí? Me alegro entonces. Trataremos de que sigas así.
-“Si supieras que al verte me alegro aun más.”- sintió Martín desde su interior.
- Si supieras que... - y no pudo acabar la frase.
- ¿Perdona?- agregó Mariela, acomodándose las gafas y mirándolo con interés.
- Nada, nada. Pensaba en vos alta.
- En ocasiones está bien que lo hagas.
- Entonces, si supieras que al verte... - pero esta vez se echó a reír, de una forma tan esporádica y graciosa, que llegó a contagiar a la doctora.
- ¿Qué sucede?- continuó ella con una sonrisa un tanto incómoda.
- Es que... No sé como decirlo, no sé si sería una explicación valedera.
- Inténtalo, a ver que resulta.
- Es que siento deseos de responder de una forma, y pienso que debo hacerla de otra.
- Bien, entiendo.
- ¿Sí? ¿Así de simple, así de fácil?
- Bueno, lo que me estás describiendo no es algo desconocido para mí.
- ¿Te ha sucedido alguna vez?
- Sí, varias veces.
- ¿Y que haces, que dices? ¿Lo que sientes, o lo que piensas?
Mariela apoyó el lápiz que tenía en las manos y con el que jugueteaba. Sabía que ese movimiento de sus manos denotaría que podía llegar a estar nerviosa, y no quería generar esa imagen.
- Busco el equilibrio, acorde a la situación. No se puede ser permanente y totalmente sincero con lo que uno siente, pues te imaginas como estaría el mundo si la gente dijera exclusivamente lo que siente. Tampoco se puede decir constantemente lo que uno piensa, y callar lo que se siente, porque tarde o temprano esos sentimientos marginados buscarán salir, y pueden aparecer los desequilibrios.
- Bien. ¿Cuál es la idea de ir por el medio de ambas, en lugar de ser espontáneo?
- Oye, ¿No quieres sentarte de este lado, y yo tomo tu lugar?- Mariela frenó con una ironía bastante inusual en ella los embates de Martín.
- Perdón. No quise cuestionar de esa forma. En realidad me alegro mucho de que puedas dedicarme algo de tiempo.
- A mí también me alegra poder ayudarte, y a los demás.
- “Es que no entiendes, te amo, desde el primer día que te vi.”- Volvió a sentir el joven en su cabeza, en el bello erizado de su espalda.
- ¿Pero por qué?- dijo al fin, incorporándose y extendiendo los brazos.
- ¿Por qué, qué?- preguntó ella.
- ¿Por qué tengo esta lucha interna?
- Es que te encuentras en un entorno nuevo para ti, y lo estás asimilando. Tienes tiempo para reflexionar sobre las cosas que te hacen bien, y las que te dañan.
- ¿De qué entorno me hablas? ¿Qué tiempo y qué reflexión? Si mi pelea interna es por querer decir que... ¿Lo ves? No puedo, se me hace un nudo aquí, ¿Lo ves?- repetía señalando su cuello.
- Tranquilo, siéntate. Respira hondo, haz una pausa, ordena lo que quieras decirme en palabras sencillas, que te resulten fáciles de pronunciar, sin presionarte. Deja que fluyan de ti, sin temor. No estoy aquí para cuestionarte ni para torturarte, quiero ayudarte.
- ¿Sí? Bien, porque lo que me cuesta horrores es decirte que..., que te amo.
- ¡Bien!, ¿Ves como lo has dicho al fin? Solo era cuestión de...
El silencio duró cerca de un minuto, mantenido por la sonrisa de Martín, en el lapso que duró el rostro sonrojado de Mariela. Había sido muy fuerte aquello; era algo personal y directo, lo que le quitó temporalmente el oxígeno a la joven.
- ¿Qué sucede? ¿Por qué te has quedado así?
- Era cuestión de que te animaras a decirlo. Y es un paso muy importante el que has dado, porque cuando te acostumbres a ejercitar la necesidad de manifestar de forma ordenada lo que...
- Deja los libros, por un momento. Te he dicho que te amo, ¿Recuerdas? Te he manifestado un sentimiento que roza la pureza, si no fuera por mi estancia aquí.
- Lo tuyo no es algo personal conmigo, Martín, por favor. Tienes inconvenientes y quiero ayudarte a resolverlos.
Le faltaba el oxígeno, estaba buscando todos los formalismos que le venían a la mente para escapar de aquella situación tan imprevista e incómoda. Era su primera experiencia con un paciente, y estaba resultando un completo desastre.
- ¿Por qué? ¿Por qué me dices eso? Yo vine a ayudarte, a tratar de avanzar en mi tesis, no a que me declaren el amor de esa forma. - no había acabado de oírse a sí misma que ya estaba arrepintiéndose de lo que dijo.
- Pues si has venido a ayudarme, ayúdame, si puedes. ¿A ver? ¿A ver que haces con lo que te dije? Enséñame lo que tengo que hacer con lo que siento.
- Martín, por favor, es la segunda vez que nos vemos. En la primera apenas cruzamos dos palabras, no puedes amar a alguien así, de buenas a primera.
- No, en realidad invento para agradarte, ¿Sabes? ¡Que buen actor que resulté! Lástima que me eché a perder por algunas cositas de la vida, y bueno, aquí estamos. ¿No? ¿Te parece más lógico eso?
- No, tampoco. Pero no entiendo cuál es la idea de presentarte así en mi vida personal, y decir sin más que me amas, sin siquiera conocerme.
- ¿Por qué te desestabilizas, entonces?
- ¿Quién se desestabiliza?- preguntó ella, en un tono de voz un tanto más alto, luego de incorporarse de la silla y apoyar ambas manos en la mesa.
La mirada de él recorrió su figura, antes de que los dos comenzaran a reír.
- Bueno, comencemos de nuevo.- Mariela tomó asiento y buscó encausar la situación.
- Bien. Te amo.
- Basta de eso.
- Es que eres muy inteligente, muy capaz, pero, entre paréntesis, lo que te he dicho te ha llegado y en una forma que no esperabas. No puedes permitirte sentir.
- ¿Qué dices? ¿Ahora tengo que ser un robot porque llevo este uniforme?
- Y el pelo recogido, y las gafas. Estás trabajando en lo tuyo, en lo que te gusta. Pero no sabías que yo también comencé a trabajar desde el día en que te vi por primera vez.
- Martín, considero ser una buena psiquiatra, y entiendo que me has desubicado como nunca antes me había sucedido. Estoy aquí...
- Sí, para ayudarme. Ya lo sé. Pero generalmente un psiquiatra, un psicólogo, están preparados y capacitados para los arranques de personas como yo.
- "Dime que no soy como los demás." - rogó Martín desde su interior.
- Es que me sorprendió la forma sincera y la manera en que lo has dicho. Y eso es lo que me preocupó, me ha desubicado por un momento.
- Pero no por lo inusual, creo. No se lo he dicho a una cualquiera, te lo he dicho a ti.
- Ya está. Continuemos.
- Pero no puedes hacer de cuenta que no ha sucedido nada. ¿Por qué no he de pensar que algo te produzco, ya que te muestras tan incómoda?
- ¿Cómo? Martín, creo que has convertido un simple mal entendido, en todo un mundo, y sería una pérdida de tiempo recorrer un camino que no puede tener fin si entramos en el debate.
- Tampoco tendría fin si lo viviéramos en lugar de hablarlo, y te juro que no sería ninguna pérdida de tiempo.
Mariela entendió que las cosas se habían desviado más de la cuenta; estaba incómoda por un lado, y reprimidamente complacida por el otro.
- Te propongo algo, a ver que te parece.
- Soy todo oídos.
- Hablamos de profesional a paciente, de los temas que hacen a tu estancia aquí, y en algún momento de la semana que viene, o de la próxima, cuando venga a visitar a mi padre, hablaremos informalmente.
- ¿Cómo amigos?
- Informalmente.
- ¿No puede haber una amistad entre nosotros?
- No me interesa la idea de...
- Dilo, quiero ver si tendrás que arrepentirte o si podrás mantener la compostura luego de oírte.
- Martín, no tengo hacia ti ningún vínculo afectivo, ni lo tendré. Sentiré por ti simplemente el deseo de verte bien, de verte evolucionar, y que puedas estar bien contigo mismo.
- Hemos llegado al principio. Estoy muy bien conmigo mismo, con problemas, claro, pero no me arrepiento de lo que te he dicho, porque lo he sentido, lo siento. Y manifestar lo que siento de esta manera, natural, espontánea, y saber que te ha llegado, me hace feliz.
- Lo siento, se acabó el tiempo de la consulta. Tengo que ver a cinco pacientes más. Confío en que la próxima vez tendremos un mejor diálogo, una forma un tanto más "amplia" de comunicarnos.
- En esa confianza queda mi expectativa de volver a verte. No es una locura. Es lo que hay. Gracias por la ayuda que me estás dando.
Ella afirmó con la cabeza, la sonrisa incómoda lo decía todo.






Capítulo XV






El miércoles se presentó distinto al resto de los días; nublado, con una brisa fresca, parecía uno de aquellos primeros días primaverales que no terminan por ser fríos, ni traen consigo el calor. Pero poco importaba.
Sentado mirando la nada encontró a El Corto, ausente, seguramente lejos de allí.
- Hola Corto. ¿Interrumpo algo profundo?
- ¡Martín! No, nada, tranquilo. Siéntate, a disfrutar del día.
- El tiempo parece no acompañar.
- El tiempo siempre acompaña, depende con los ojos que se mire. El tiempo buscará pesar, y eres tú a quien le parece un día bonito, o un día triste.
- Tienes razón. Hoy realmente poco me importa el tiempo.
- ¿Esperas a otro sol?
- ¿Tanto se nota?
- Si pensara en otro motivo, con tu peinado, tu ropa ordenada, y la ansiedad en tu mirada, pensaría que te gusto.
- ¿Qué dices?
- Es broma. Me alegra mucho verte así, expectante, renovado. Seguro que el motivo lo merece.
- Estoy preocupado. Esto no deja de ser un manicomio, un hospital psiquiátrico, de aquí no se pueden esperar buenas cosas, ¿No?
- ¡Ey! ¿Qué dices? ¿De qué lado estás?
- De este, por eso lo digo.
- ¿Y qué es estar de este lado? ¿Es malo, es nocivo, es frustrante? ¿Acaso no llevas una nueva vida desde el primer día, cambiando varios malos hábitos que tenías?
- No sé si los cambié, o los tengo escondidos, ocultos, y ante la menor circunstancia, puedan volver a salir.
- No querrás que eso suceda, ¿Verdad? - El Corto se inclinó para ver los ojos del joven, puestos en la nada.
- Estoy enamorado, creo.
- ¡Y está perfecto!
- Pero no sé si corresponda, no sé si ella...
- ¡Ey! Preocúpate de ti y de lo que hagas y dejes de hacer con ella. Por ella no te preocupes, no gastes de esa forma tu tiempo.
- No quiero parecer irrespetuoso, pero, ¿Tú que sabes? Si nunca has estado casado, según cuentas, y casi no te has dado tiempo para vacaciones, y supongo por ello que las mujeres tampoco habrán ocupado un lugar en tu vida.
- Pero eso no quiere decir que no haya amado.
- ¿Lo has hecho? Me refiero a si has amado alguna vez.
- Si, claro, por supuesto que he amado.
- ¿Y? ¿Lo dirás, o mejor no pregunto? - advirtió Martín una mirada esquiva en los ojos de El Corto, y dejó que la pregunta flotara en el aire sin más presión de la que ya parecía tener.
- Fue hace muchos años. Una joven, estudiante de bioquímica. Claro, uno elige a alguien de su entorno, o a alguien completamente diferente. Y el destino me puso delante a alguien que circulaba por similar camino al mío. Lo viví, lo vivimos intensamente, todo el tiempo que duró.
- ¿Y que pasó? ¿Por qué no han seguido?
La triste mirada reflejada tras una breve sonrisa dio la respuesta. El destino se la había llevado, se la había robado, y en el cielo  donde podría llegar a estar ese amor, no había respuestas para El Corto.
- ¿Y por qué nunca más...?
- Amé una vez. Amé para siempre. Dejé que esa magia, esa mística, eso indescriptible me llenara, y lo acepté para siempre. No hay sitio para otro amor. Mi momento de amor en otra mujer ya pasó, ya ha sido...
- ¿Por qué? ¿Por qué tiene que ser así? ¿Por qué no una nueva oportunidad? ¿Acaso no hay nadie, en alguna parte del mundo, que espera por ti, sin conocerte tal vez? Me lo has dicho tú a esto.
- No lo creo. Porque no he hecho al amor, al sentimiento por otra persona del que estamos hablando, parte de mi vida. Seguramente por la devoción con la que he amado, con esa sensación de plenitud que sentí cuando se fue de esta tierra y mis ojos ya no pudieron volver a verla, es que he llegado hasta donde he llegado en mi vida, en mi carrera, en mi búsqueda.
- Perdón, habrás querido decir "vacío" en lugar de plenitud cuando te has referido a su partida.
- No, no fue ni es vacío. Es plenitud. Su muerte no se llevó nada de mí, no me quitó nada más que su presencia física, todo lo contrario, me dejó cada uno de sus días para añorarla, para recordarla por siempre, y dejar que viviera en mí hasta que nos volvamos a encontrar, allí arriba, aquí abajo, donde tenga que ser. Porque si hay algo de lo que estoy seguro, es que nos volveremos a ver.
El silencio reinó de nuevo. Martín magnificó las rotundas palabras del viejo, cargadas de sentimiento en su voz. Sabía poco de todo eso, pero era suficiente imaginar la trascendencia que para El Corto tenía esa forma de hablar del amor.
- Pero, cambiando de tema, o volviendo a esta tierra, por un momento nada más. Dime, ¿Te gusta jugar, hacer juegos de imaginación?- preguntó el viejo.
- No lo sé, hace mucho que no practico algo así.
- Pues bien, hagamos de cuenta que eres invisible. ¿Qué harías?
- ¿Cómo? No entiendo. ¿Invisible? No sé, la verdad es que...
- Bueno, sí, andarías por ahí haciendo travesuras, tocando culos, pasando páginas de libros, escalofriando a la gente.
- Sí.- agregó casi instantáneamente Martín, con pícara sonrisa.
- Pero, después de unos días, de una semana, dos, hasta después de un mes si quieres,
¿Qué harías, que buscarías hacer? Recuerda que eres invisible, nadie te puede ver.
- Supongo que llegaría un momento en el que acabaría aburriéndome, sintiéndome solo,
ya que la gracia habría pasado, ¿No?- Martín buscaba el apoyo de su respuesta en el análisis del viejo.
- ¿Y entonces? ¿Qué harías?
- Seguramente buscaría la manera de comunicarme con alguien, alguien que pudiera verme.
- ¿Y quién tratarías de que te viera?
- No lo sé. No entiendo el juego, ¿Qué quieres que te diga?
- Muchas veces sentimos deseos de hacer cosas que, si fuésemos invisibles, seguro que las haríamos. Muchas veces reprimimos, y en este caso no hablo de las tonterías y las gracias que podamos hacer, sino de hacer lo que sentimos y que sabemos que podemos hacer, que por uno u otro motivo no hacemos. Y cuando queremos que alguien nos conozca, nos “vea”, a veces sucede que parecemos invisibles a esos ojos, ¿Verdad?
- Sí, totalmente de acuerdo.
- Entonces, ¿Qué te parece hacer lo que harías sin importar que te pueden ver, dentro de una supuesta coherencia, y cuando en realidad quieras que alguien, especial, te vea, eres tan transparente que hasta casi pareces invisible?
- ¿Cómo hago eso?
- Empieza por el principio, y el principio, sabes, está en ti mismo. Sé tú mismo. Y porque comenzarás a serlo, me voy.- acabó El Corto, levantándose y desairando a Martín.
- Pero..., ¿Dónde vas?
- A jugar a ser invisible.- dijo con tan amplia sonrisa como la reverencia que le dedicó a Mariela, quien apareció detrás de él.- Ahora te toca a ti, jovencito.
La boca abierta de Martín tenía anudadas las preguntas y las sorpresas en la lengua misma, aquella que tardó en devolver el saludo de la joven.
- Perdón. Es que es imposible quedarse “normal” luego de una charla con El Corto.
- ¡Sí!- confirmó Mariela con una risa constante. ¿Así que es él quien te da los argumentos para atosigarme?
- No. No es él. O bueno, tal vez sí. Dice que sea yo mismo. Y tiene razón. Pero lo que más me sorprende es que no conozco a ese Martín que aparece cuando estoy a tu lado.
- Bueno, bueno. La consulta es la semana próxima, recuerda. Hoy es una visita informal, que habíamos acordado para poder darle un cause más o menos diferencial a nuestra relación. ¿Estamos de acuerdo?
- Ahora tengo miedo; miedo a exponer las cosas, miedo al rechazo. Será, tal vez, lo desconocido, la falta de costumbre. No se sienten cosas así todos los días.
- Pero haces bien al hablar de lo que te producen, de las sensaciones internas, son parte de ti, y agradezco la confianza que tienes para conmigo al decírmelas.
- ¿Pero cómo no voy a tener confianza, si eres  tu quien me genera esos sentimientos?
- Martín...
- Es que aparece la lógica, el hecho de que yo soy un interno aquí, estoy de este lado junto a toda esta gente, y tu estás del otro lado, en el otro mundo.
- ¿Crees de verdad que hay dos mundos?
- Sí, ¿Por qué lo preguntas? ¿Ahora no te quedará duda alguna de que merezco estar aquí?
- No, yo también creo que hay dos mundos. Y me encanta poder ser el nexo entre ambos.
- Pero es que yo no necesito un nexo, un cable, algo que me comunique con lo demás.
- Pero quieres evolucionar en tu situación, ¿No es así?
- Te necesito.
- Y por eso estoy contigo, para ayudarte, para tratar de que juntos resolvamos...
- Mariela, te necesito a ti como ser humano, como persona, como mujer.
La joven se acomodó el pelo detrás de una oreja, en claro gesto de nerviosismo. No tenía alguna respuesta sensata para dar en ese momento tan puntual, tan directo.
- Si guardas silencio es porque algo produzco en ti, ¿No es así?
- No quiero lastimarte.
- No me lastimes, dime tan solo lo que sientes, lo que en ti...
- Martín, apenas te conozco. No puedo responder así como lo estás haciendo tú ante lo que siento.
- ¿O sea, que algo sientes?
- No dije eso. Simplemente no quiero que sientas un rechazo tan profundo como el que podría producirse si...
- ¿Y entonces por qué estás aquí?- Interrumpió nuevamente el joven, seguro de sí mismo pero notoriamente contrariado ante la postura de ella.
- Porque así quedamos. Yo vendría a visitarte y a hablar normalmente, y tu asistirías a las citas programadas para hablar de tus dificultades.
- Es que mis dificultades se han centrado en la falta y en la carencia de sentimientos positivos, eso es todo, así se resume. Y ahora, mírame, expuesto, así, de buenas a primera. Sí, no te conozco tan profundamente como para amarte y prometerte el cielo. Sí, es bastante incómodo oír que alguien te hable tan abiertamente sobre los sentimientos que provocas. No pretendo oír lo mismo de ti, seguramente tendrás razón. Pero deja que nazca, al menos, en ti, la semilla que brotó en mi desde el primer día que te vi.
- Martín, te vuelvo a reiterar que...
- ¿Es muy difícil lo que te pido?
- ¿Me dejarás hablar en algún momento, o querrás meter en mi cabeza las ideas por obligación, a la fuerza? ¡Así jamás nos entenderemos!
- Lo siento.
Hubo una pausa, donde la mirada de ella buscó la de él sin encontrarla.
- ¿Qué ocurre ahora?- preguntó Mariela ante la ausencia de Martín.
- Es que no puedo obligarte a nada. No puedo pretender demasiado, menos aun en mi condición.
- Oye, no dirijas algo puntual hasta presentarlo como si fueras víctima de la situación.
- Mariela, he tenido una vida difícil, pero, como has dicho, no hablaremos de ella en este momento. Ahora, hoy, que estoy buscando salir adelante, que espero de la vida las motivaciones y la luz de esperanza para seguir por algo, por alguien, apareces tú. ¿Cómo puedo evitar abrazarme a ti y querer que no escapes, que no me dejes?
- Pero la solución no está en la dependencia hacia algo o hacia alguien. No puedes creerte recuperado de los problemas, proyectando tu vida en una persona, en una cosa. No, Martín, no es así. Tienes que sentirte bien contigo mismo. No discuto la motivación, el interés y las ganas por tus deseos, por cumplirlos. Pero no puedes proyectar la vida, tu propia vida, por el amor hacia alguien, o un deseo en particular. En todo caso, el deseo debe ser el bienestar propio, no lo que te genere el estar con..., o el hacer tal o cual cosa.
- No entenderás que eres una puerta para mí, ¿Verdad?
- ¿Para salir a dónde?
- Hacia ti, hacia el mundo que me ha puesto aquí.
- El mundo no te puso aquí. Has sido tú, y lamentablemente los problemas que has tenido. Pero no culpes a otros de tu situación. Es algo fundamental.
- Yo no culpo, no busco más allá de lo que tengo. Es que tengo tan poco, casi diría que nada, que recién caigo en cuentas de que hay poca cosa que pueda interesarte de mí.
- Martín, no juguemos a la víctima.
- Mariela, piensa lo que quieras. Amar, en este mundo, es un milagro, y saber que he hecho un milagro en mi vida, plagada de problemas, al amarte, ya me alcanza y me basta. Tienes mucha más capacidad de raciocinio que yo, indudablemente. Pero por una vez en la vida, agradezco a Dios, a quien tanto maldije, la posibilidad de sentir lo que siento al verte. Hacía tiempo que el mundo había perdido sentido para mí, que no me importaba nada, que estaba jugado completamente. Y en el medio de la nada, ahogado de recuerdos y de un futuro desconcertante, apareces tú. ¿Eso es casualidad?
- Martín, es muy bonito lo que acabas de decir, y en realidad...
- ¿Bonito? Mariela, te estoy hablando desde un sitio que jamás hablé, creo que será desde el corazón, porque la mente trata constantemente de frenarme, de decirme que no te lo diga. Mariela, tienes una estructura armada en tu vida, que seguramente mi honestidad no logrará desarmar. ¿Sabes qué? Es mejor que siga en mi camino, que evolucione, como dices, por mi cuenta, antes de forzarte a que comprendas algo que por lo que estoy oyendo, estás lejos de comprender.
- Pero si yo...
- No te preocupes, y perdona que te interrumpa. No es justo, ni para ti ni para mí, que te hagas cargo de algo que no compartes, que tal vez no te interese más allá de un nivel “profesional.”- concluyó, moviendo sus dedos índices y mayores de cada mano.
- Martín, no te cierres de esa forma.
- Es la única forma de preservarme, lo siento.
- ¿Preservarte de qué? ¿De quién?
- Preservar mis ganas de vivir, mi proyección como ser humano. Algo debo de tener, algo debo de hacer, por alguna razón no busqué matarme, a pesar de tener más motivos de los que crees. La vida fue muy difícil para mí, y lo sigue siendo, y, por esas cosas de la vida, tengo la curiosidad de saber si hay algo positivo un poco más allá de lo que tengo.
Se marchó, sin decir más, sin despedirse. Había descargado mucho más que su impotencia, sus dolores y sus sentimientos. Ella lo supo, y se quedó sin palabras para él, para consigo misma. También entendía que Martín había descargado mucho más en sus palabras. Había sido honesto consigo mismo. Y allí, en el reconocimiento de sus sentimientos y sus valores, de sus problemas y sus impotencias, estaba la grandeza de aquel joven que buscaba su sentido en esta vida.
Martín.- susurró entre sus labios entrecerrados, mientras su mente se ahogaba en la confusión.
El sol apareció entre las nubes, sonriendo como cada día. La tierra estaba tan verde y predispuesta, que pareció abrazar esos rayos que la inundaban. Solo faltaba, para que germinara la semilla de la que Martín había hablado, el agua, aquella que en minúscula proporción brotaba de los ojos del joven, a lo lejos, a escondidas, sin que nadie pudiera verlo, casi invisible.





Capítulo XVI







De la nada apareció Lorenzo, en esos momentos cuando uno supone estar mejor cuando está solo. Se acercó hasta donde Martín estaba refugiado, sin saber nada de todo aquello que al joven le corría por su interior.
- ¡Ey! ¿Qué haces por aquí?
- Bueno, mira, juego a ser invisible, pero por lo visto, mucho éxito no tengo.
Lorenzo rió de buena gana, mientras terminaba por sentarse junto a Martín
- Te he visto con Mariela, hace unos momentos. ¿Qué tal?
- Por eso el juego de ser invisible.
- ¿Mal? ¿Qué ha dicho?
- Nada, ese debe ser el problema. No ha dicho nada. O por lo menos lo que yo esperaba oír; un sí, un no, un blanco, un negro, algo, lo que quisiera decirme.
- ¿Pero qué, se ha quedado callada todo el tiempo?
- No, pero evadió cada uno de mis comentarios, con interpretaciones de “amistad” y “buena voluntad” para ayudarme.
- ¿Y que harás? ¿Lucharás por ella, o te rendirás?
- La sufriré, ya lo estoy haciendo.
- ¿Y cómo crees que resultará todo?
- Oye, ¿Crees que si lo supiera invertiría mi tiempo en estar así? Además, ¿Qué te ocurre a ti, que de pronto preguntas tanto, te interesas tanto por los demás, por mí?
Martín le preguntó con amabilidad, sorprendido por el interés de Lorenzo que evidentemente se mostraba de una forma diferente a la habitual.
- Me agrada que hayas encontrado algo por resolver y que, posiblemente, dé frutos positivos. Querer a alguien, desearlo, puede ser un camino para estar bien con uno mismo.
- ¿Has estado hablando con El Corto?
- No, he estado un rato con Víctor, pero a El Corto no lo he visto.
- Pues ya te pareces a él con los planteos.
- ¿Por?- preguntó, entre una sincera sonrisa.- Es cierto. Tal vez ahora duela que las cosas no resulten como quieres, pero es un indicio de que aun tienes ganas. Nadie, ni tú, ni yo, ni ella, sabemos en este momento cómo son las cosas, como lo serán. Pero estás invirtiendo tiempo, sentimientos, ganas, al fin y al cabo.
- ¿Qué gano?
- No, ganas me refiero a la intención, al deseo, a la búsqueda de ese resultado que ahora sufres.
- Evidentemente te han sedado con algo bastante bueno, ¿Eh?
- Me alegra, de verdad me alegra que, aunque ahora te sientas mal, saber que estás en camino. Tienes razón, también a mí me sorprende oírme hacer tantas preguntas. Pero es que siempre estuve acostumbrado a que me cuestionaran, a que se metieran en mi vida. Y ahora hace tiempo que nadie lo hace, que puedo ser yo, un yo libre, un yo que desconocía y que me sorprende día a día.
- Lorenzo, me parece que te estoy perdiendo, hermano. Creo que te estás yendo del plano terrenal. Pareces un predicador, un testigo de esos que dicen haber visto “la luz” y andan por ahí, compartiendo su experiencia.
- Es que estoy bien. De verdad. ¿Y por qué no habría de compartir el bienestar que siento contigo, si ambos estamos en la misma búsqueda, aunque por diferentes caminos y con otras motivaciones?
- ¿Qué estás buscando, emocionarme, hijo de puta?
- Eso debe ser difícil de conseguir, por lo duro que eres. Además, seguro que la preferirás a Mariela con ropas, que a mí en pelotas.
Ambos rieron de tal forma, hasta llamar la atención de otros internos que pasaban por allí en ese momento.
Luego de unos minutos de silencio, Martín recuperó la compostura y su rostro volvió a reflejar la seriedad.
- ¿Y tu mujer qué? ¿Ha venido alguna vez a visitarte, a ver cómo estabas?
Lorenzo movió negativamente la cabeza sin cambiar la expresión de su cara. Solo un leve pestañeo le indicó a Martín que la pregunta le había pesado.
- ¿Qué piensas?
- No lo sé. Creo que tenías razón cuando dijiste que tal vez ella esté a gusto con que yo me encuentre aquí. Otra explicación no le encuentro. No ha venido, no ha escrito ni siquiera una carta, no tengo noticias suyas. Estoy reordenando mi pasado para ver los detalles que en esos momentos no vi, y que seguramente serán los responsables de mi estancia aquí, y de la lejanía de ella.
- ¡Bien, entonces! También has evolucionado en este tiempo, no se trata de que te hayas acostumbrado a estar aquí tan solo.
- Me estoy descubriendo a mí mismo, Martín. Tengo tiempo para oírme, para escuchar las voces que aparecen por las noches, ¿Sabes? Aquellas que cuando quieres dormir te cuestionan, te pinchan, buscan acabar con tu deseo, diciéndote una y otra vez lo que eres, o mejor dicho, en lo que te has transformado. Entonces, dejo que hablen, que quieran captar toda mi atención hacia ellas. Y cuando sale el sol, cuando despierto, cuando comienzo a vivir, se callan, se ahogan, porque nadie me refleja lo que ellas me dicen por las noches. Nadie se mete en mi vida, estoy en paz, y es esa paz la que me invita a salir adelante.
- ¡Qué bueno que es oírte decir eso! Me alegra mucho, de verdad lo digo. Has hecho que deje de lado mi tontería, mi malestar. ¿Cómo lo has conseguido?
- Lo siento.
- ¿Por qué?
- Porque he hablado con Mariela.
- ¿Y qué es lo que ocurre para que digas “lo siento”?
- Que acabas de decir que has dejado de lado tu malestar gracias a mis comentarios, y ahora me preguntas algo que, en mi respuesta, tal vez te lo vuelva a traer.
- ¡No! Tranquilo, no pasa nada.
- Hablé con ella, y me ayudó a comprender, a elaborar estos valores que me hacen bien.
- ¿Es una buena psiquiatra, entonces?
- No lo sé. Valoro la ayuda que me ha dado. No puedo ir más allá, ¿Me entiendes? No tengo espacio en el disco duro para almacenar muchas cuestiones. Por eso trato de compartir esta especie de alegría que me produce saber que estoy andando, contigo, porque compartiendo tendré más espacio para recibir, para seguir dando.
- Ahora sí, no me digas que eso no es de El Corto.
- ¿Qué cosa?
- Eso de dar para tener más espacio para recibir.
- Sí. Me dijo que también te había dado el ejemplo a ti. No creo que esté errado. Pero no me acerqué adrede, para darte estas novedades y confiar en que mi vida cambiará a raíz de eso. Simplemente te vi, y creí que era un buen momento para hablar.
- ¡Vaya si lo ha sido! El viejo desgraciado sigue teniendo razón, ¿Eh? Cuando quieres que te vean, no lo hacen, y cuando pretendes pasar desapercibido, allí, en ese momento, te descubren. Gracias, Lorenzo, por tu tiempo, por tus palabras.
- Una mano lava a la otra, ¿No?
- Eso dicen, ¿Y las dos?
- ¿Y las dos que hacen?
- Lavan el culo.
La risa coronó esa tarde extraña, diferente, donde el sol no se había visto pasar por su lugar habitual. Ese día había pasado por los ojos de un amigo.





Capítulo XVII







“Cuando el amor irrumpe así, de repente, sin previo aviso, es mejor dejarse ahogar que poner resistencia. No existen las respuestas a las preguntas que nos hacemos, porque son sentimientos los que le dicen a la mente que calle.  La lógica desaparece, aprendemos a utilizar la palabra “magia” como una explicación a nuestro asombro, a lo desconocido que aflora. El amor es un despertar, es un conocerse de otra forma, es volver a los orígenes y tener actitudes que nunca creíamos capaces de tener. El amor no tiene justicia, ni religión; se esconde en una mirada, acaricia con el viento nuestro cuerpo, vence al pensamiento y lo hace trabajar para él.
El amor es una fortuna que todos queremos invertir, aunque muchas veces pareciera que derrocháramos, más aun cuando no nos devuelven lo que hemos dado. Pero el amor es una energía renovable, algo que no se agota ni siquiera en el último adiós. Estamos hechos del amor, ocurra lo que ocurra y ante las circunstancias que sean. De allí la grandeza del amor, de descubrir que uno es capaz de...”
Mariela cerró el libro, ante los tres golpes que oyó en la puerta.
Se abrió, y la figura de Martín se hizo presente. Sabía que vendría. Sabía que algo tendría para contarle. Le inquietaba saber qué.
- Buen día.- saludó inexpresivamente el joven.
- Hola. ¿Cómo estás?
- Todo lo bien que se pueda.
- ¿Sí?
- No.
- ¿Entonces?
- Aquí estamos...
- ¿Algo un poco más elaborado, quizás, puede ser? Están siendo un tanto..., escuetas tus palabras.
- No es fácil.
- Ya lo sé, ya lo veo.
- Es que quiero que..., en realidad, prefiero no tener más citas contigo. No quiero seguir siendo tu “paciente”.
- ¿Y eso? ¿Por qué, a qué se debe, si puedo preguntar?
- He visto que eres muy capaz, muy responsable, y una excelente profesional. Lo digo puntualmente por la evolución que he visto en Lorenzo. Sé que has ayudado en los avances que ahora tiene. Pero creo que en mi caso es diferente, y no quiero complicarte las cosas.
- No me las estás complicando.
- Mariela, jamás te vi como una psiquiatra. ¿Qué puedo esperar, entonces, de tus palabras, si lo que necesito no está en las palabras?
- Bueno, como quieras. Yo también estuve pensando en que lo mejor sería que no nos viéramos más...
- ¡Mentira! No lo has pensado, te acabo de sorprender con esto, y solo quieres mostrar tu entereza, tu fortaleza y tu estructura impenetrable.
- ¿Y por qué dices que es mentira?
- Porque te ha cambiado el tono de voz. Porque te brillan los ojos, porque le das vuelta al lápiz y estás a punto de romperlo. ¿Qué más? Porque sientes algo por mí, y no sabes como hacer para quitártelo de encima.
Mariela dejó el lápiz en la mesa y se incorporó, molesta.
- Basta. Estoy harta de que me trates como a una muñeca que no piensa, que no siente, que no es capaz de nada más que de ser un juguete.
- ¿Ah, no lo eres?
- No, no lo soy. Soy un ser humano igual que tú, con mis tiempos, con mi estructura como dices, buscando y buscando, sin desesperarme ni entregarme ante el primero que dice enamorarse de mí, así, de buenas a primera.
- ¿También me amas, no es cierto?
La joven recorrió los tres pasos que lo separaban de Martín, sin que, en la sorpresa de su actitud se pudiera imaginar lo que vendría. Tomó al joven entre sus manos y lo besó, profunda, prolongadamente. Las manos de Martín quedaron inmóviles, a cada lado del cuerpo, sin reacción.
- ¿Eso? ¿Eso es lo que querías, lo que buscabas?- dijo, resoplando como si estuviera fastidiada.
Martín movió negativamente la cabeza gacha, sonriendo y pasándose la lengua por los labios.
- No.
Avanzó hasta que su cuerpo quedó pegado al de ella, hasta oír su respiración entrecortada. Con sumo cuidado le quitó las gafas, con el mismo cuidado le desprendió el pelo, acomodándolo entre sus dedos, dejándolo lacio y libre. Recorrió con sus manos hasta tomar su rostro y acercar sus labios entreabiertos. Sentía su aliento cálido, y lo absorbió. Era un beso eterno, en imágenes que pasaban a toda velocidad por la cabeza de ambos. El tiempo se detuvo, sólo ellos vivían la idea de estar bailando.
Mariela retrocedió un paso, sin librarse de los brazos de Martín.
- Siempre supe que me amabas. Las únicas que no se enteraban eran ellas... - susurró el joven.
- ¿A quién te refieres?
- A nuestras mentes. A ellas, que nos decían que no estaba bien, que no sintamos eso.
Volvió a besarla. Ella no podía, no quería resistirse.
- Es increíble como se...-  Mariela no pudo acabar la frase, exhalando el aire en forma de gemido.- Transforma...- y tuvo que aspirar nuevamente, extasiada ante los besos de él que recorrían su cuello. - ¡Todo!- concluyó, aferrando sus manos a los cabellos de Martín y trayéndolo más hacia sí misma.
Martín se impregnó del perfume de ella, un perfume sutilmente encantador, suave pero que perduraba cada vez que respiraba, jovial, fresco y dulce. Le pareció que se trataba de una mezcla de maderas y flores de las más exóticas, cuyos nombres poco le importaban, solo hacían al conjunto, a la magia de la escena que estaban representando.
Tenía el mayor de los cuidados en cada movimiento, recorriendo con sus manos la figura de ella, hasta llegar a la cintura. Allí la aferraba aun más y besaba su boca entreabierta. Mariela solo podía mantener los ojos cerrados y sus manos entre los cabellos de él, en su rostro, presa de constantes escalofríos.
- Martín...- susurraba, mientras el joven desprendía uno a uno los botones de su camisa sin dejar de besarla. Era todo alejado de las prisas, medido, intenso como un sueño donde se ve claramente lo que se busca. Era todo un lleno de sensaciones que iban y venían por el cuerpo de ambos, donde las manos jamás perdían contacto con el cuerpo del otro.
- Martín.- dijo, separando en sílabas lánguidas que quedaron como un eco en la habitación donde flotaba el aroma del deseo. No existía el mundo, no había temores.
- Martín.- agregó, como si ya fuera una necesidad llamarlo constantemente.
- ¿Qué? ¿Qué? ¿Qué?, ¡Aquí estoy!
- Quisiera poder decirte las cosas que me dices.
- No hace falta, ya me lo demuestras.- repuso el joven, descubriendo el torso de ella y viendo su piel, su vello erizado, recorriéndolo con los dedos como al tesoro más preciado.
- No sé si...
Él puso su dedo entre sus labios, dejándola sin palabras.
Sin soltarla, se ubicó detrás de ella, recorriéndole los antebrazos con ambas manos; su cintura, subiendo lentamente, copiando cada forma, explorando su ser para que las yemas de los dedos moldearan su figura y se la trasmitan al alma. Besó su cuello, ante los movimientos de cabeza de ella, que no creía, no concebía poder experimentar aquello.
Al fin dejó que ella se desnudara por completo, y solo en ese momento la contempló detenidamente. Era hermosa, más de lo que podía haber imaginado. Era un tesoro que había descubierto, y al cual amaba intensamente. Se llevó ambas manos a la boca, admirado y reflexivo, pues jamás había experimentado estar haciendo el amor. Sólo habían sido noches de pasión, noches de inconsciencia, de olvido. Esa mañana estaba viviendo por primera vez; estaba tan emocionado que tuvo que refugiarse en los brazos de ella para esconder el brillo de sus ojos, la honesta sensibilidad.
- ¿Qué ocurre, Martín?- dijo ella, acariciándole suavemente los cabellos.
- Todo. Lo has dicho. Es, es todo. Solo eso. Si todo quedara así..., ¡Dios!, Esto es increíble, no puedo entender que no quiera otra cosa más que amarte.
El silencio los inundó. Como inunda el amor cuando se le permite entrar, como cuando se le permite ser.
Pasaron cerca del paraíso, y solo volvían a la tierra para saber que se estaban elevando, cuando abrían los ojos, cuando veían sus sombras diciéndoles que era verdad. Eran uno solo, fundidos en un abrazo de necesidad, de placer y de gozo constante, porque se creían libres, porque se sabían el uno al otro.
Nada les impidió llegar hasta lo eterno, donde el tiempo queda atrás, donde el frío y el calor acaban de existir, donde ya las palabras no llegan, allí, en el reino de la magia.
Y allí se esperaron mutuamente, jadeantes por la travesura de correr y correr por verdes campos, persiguiéndose, atrapándose, sin reglas, sin fin, solo ellos dos.
Lo cierto es que el mundo se detuvo, aquel nueve de enero, para un hombre, para una mujer, cuando las palabras dejaron que los hechos se expresaran, para descubrir la total importancia de lo que representa simplemente eso, hacer.





Capítulo XVIII






- Es cuestión de completar el círculo.- indicaba Víctor, graficando con sus dedos índices un círculo en el aire.
Lorenzo lo oía atentamente, como cada vez que el viejo hablaba. Entendía sus palabras, no entendía su estancia allí, con ese conocimiento, con esas supuestas verdades. Si él, joven, con todo por ganar, con todo por delante, con más de la mitad de la vida por recorrer, había caído, en su ignorancia, en su limitación, ¿Qué quedaba, si no era la locura, para Víctor, hombre de vivencias, hombre de reflexiones? No se molestaba en preguntarle el porqué, el porqué de su locura, el porqué de sus inconvenientes ocultos.
La locura, la demencia, el trastorno psíquico que derivaba en la internación, formaban algo terrible en su tiempo pasado, cuando estaba del otro lado. Esa gente perdida, esa gente que está más allá.
Prejuicios.
Como a todo lo desconocido, que se teme, que se busca erradicar ante la duda, por un instinto de preservación. Pero, ¿Preservar qué? ¿La alegría, los problemas, las angustias, el deseo de poder, el miedo a la muerte, la ausencia de amor? ¿La rutina, los sueños, los fracasos culpados en la mala suerte, las dependencias? ¿Qué? ¿Qué buscaba, la gente del otro lado, preservar, al marginar a todos aquellos que eran, que son diferentes?
Contemplaba a Víctor mover los labios sin reparar en sus palabras. Ahora estaba de este lado. Ahora él era un marginado. Experimentó una leve sensación de suerte, de fortuna, al entender que lo habían derivado a un lugar de encierro, a un lugar de limitaciones físicas, a un lugar poco deseado, cuando en realidad no habían hecho otra cosa más que darle alas. Alas, a su mente, a su espíritu, no precisamente para irse de este mundo, sino para sobrevolarlo, para elevarse lo justo y necesario, contemplando las cosas desde un punto de vista que desde el mundo “normal” no se podían apreciar.
Retomó el hilo de la conversación, cuando una frase del viejo lo trajo nuevamente.
- Ése muro, tan extenso, tan alto. La gente piensa que es para que no nos escapemos, para que no estemos  de nuevo con ellos. No saben, ni se imaginan, que es para que ellos no entren aquí. Nosotros, nosotros no queremos salir. Tampoco queremos que ellos entren, porque su infelicidad nos haría daño.
Lorenzo supo inmediatamente que la gente nunca jamás entendería eso, solo ironizarían el comentario si llegaran a escucharlo.
- Las personas están atadas a sus cuerpos. No tienen la capacidad de volar libremente, aunque creen que lo hacen, porque dicen hacer lo que quieran con sus vidas. Se entregan a los placeres materiales, a la búsqueda de sensaciones que alivien la carga de saberse atados. Los locos, los trastornados, somos concientes. Sabemos que tenemos un desequilibrio entre la realidad y el deseo. Y nos aferramos al deseo más que a la ausencia, a lo ideal antes que a lo real. Los locos no esperamos; estamos del otro lado de la invisible raya, mirando. Encontramos la plena libertad cuando morimos, cuando dejamos el “envase” que es lo físico, y podemos descansar, al fin. Muchos sabemos que tendremos que volver, vaya uno a saber cuándo, a cerrar un círculo del cual salimos. Y lamentablemente no recordaremos nuestro pasado, solo tendremos un ápice de conciencia que nos guiará hasta completar, al fin, nuestro sentido en esta tierra.
Lorenzo estaba muy lejos aun de ese camino. Había seguido al viejo hasta donde éste lo había querido llevar, pero algo lo diferenciaba, algo lo distanciaba.
No quería volver.
Lo sintió tan profundamente que, como hipnotizado, con la mirada perdida, lo murmuró.
- No quiero volver.
- Es una cadena larga y compleja. Para no volver, tienes que hacer. Para hacer, primero debes saber qué. Para saber qué, tienes que estar bien contigo mismo permanentemente. Y para lograr esto último, a lo que es el mundo en el que vivimos, tienes que creer en los milagros.
Lorenzo pareció despertar, moviendo su dedo índice como indicando el punto que había tocado Víctor.
- Un milagro. Un milagro. ¿Qué es un milagro?
- Ahí, ahí, hijo mío, está la madre del cordero. Un milagro es todo aquello que no puede ser concebido ni explicado por la razón, que nos maravilla, nos deslumbra, y nos muestra que somos un grano de arroz.
- ¿De arroz?
- Sí. Uno de arena es diminuto, estéril, uno más. Uno de arroz es también diminuto, pero fecundo, capaz de desarrollarse, de crecer, de servir, como alimento, como bendición en una boda, así, insignificantemente blanco como suele verse.
- De manera que...
- Ha sido un simple ejemplo. Una vez conocí a un hombre que era capaz de escribir un breve poema en un grano de arroz. A través de una gran lupa pude comprobar que era cierto, que había sido capaz de hacerlo. Y desde ese día, cuando me miro las manos, cuando me veo un ser, reconozco que el hombre es capaz de hacer tantas cosas que no son perceptibles a los ojos, que no deja de maravillarme. Porque lograr escribir en un grano es habilidad y capacidad, leer lo que en él dice es capacidad e interés, pero interpretar el sentido de ese hecho, eso, eso es un milagro.
- No, no lo entiendo.
- El ejemplo más próximo está en la religión. Un hombre es capaz de soportar el morir en una cruz, por sus ideales, por su sentido en la vida, por una causa. Hubiese sido solo un mártir más, de no ser por la creencia de su resurrección. Pero el milagro, mucho más allá de lo que la mayoría cree y entiende como es basarlo en la resurrección, está en un punto que no se contempla. Está en que no se fue, no se elevó como se piensa.
- ¿No?
- No. Se quedó, se quedó aquí, y no tan solo en recuerdos.
- ¿Ah, no? ¿Entonces en qué más?
- En ti, en mí, en cada uno de los que conoces. ¿Puede el hombre soportar, tolerar y seguir creyendo en un engaño de dos mil años?
- ¿Todo fue mentira?
- ¡No! Ahí está el punto. Todo fue verdad. Pero claro, depende de cada uno. Ahí está el milagro, el hecho de trasmitir de generación en generación un hecho como lo pudo haber sido cualquier otro, de no ser porque uno necesita creer en algo superior, en algo que no tenga explicación razonable.
- También pueden ser verdad, entonces, cualquiera de las demás historias que cada  religión tiene, transmite, y en las que cree.
- Pero en esta historia, el protagonista acaba siendo alguien que hizo prevalecer el bienestar de quienes lo rodeaban antes que el suyo propio, teniendo bien en claro lo que buscaba, haciendo lo que hizo. Esa es una larga y compleja cadena, como te lo he dicho. Para no volver, has de hacer. Para hacer, hay que saber qué, y el qué lo hayas, lo encuentras, lo descubres y aflora, cuando estás bien contigo mismo. El milagro lo llamarán  de esa forma los demás, cuando ya no estés para oírlo.
- Parece algo cercano a lo imposible. Entre estas palabras de teoría, y la realidad que a cada uno  le toca vivir, entenderás que hay una diferencia abismal.- Lorenzo mostraba cierto escepticismo en su manera de dirigirse hacia el viejo.
- ¿Por qué aparece la palabra reencarnación?
- No lo sé. Nunca lo he pensado. No conozco sobre el tema, ni sé si es verdad o fantasía.
- Muchas, muchas veces no alcanzamos a acabar con nuestras tareas. Y para aprobar, tenemos que tener todo al día, todo hecho, todo elaborado.
- Es muy difícil de lograr eso.- agregó Lorenzo.
- Por eso volvemos, a intentar acabar. La única traba es que no volvemos con los conocimientos anteriores. Parece que empezáramos de cero, descubriendo y descubriendo cada cosa.
- De esa forma el hombre nunca acabará de hacer su tarea, si, como dices, cada vez que vuelve todo lo anterior lo olvidó. Sería como un juego, como una historia de nunca acabar. Desgasta y cansa el hecho de saber que, según tus palabras, olvidamos todo al momento de la reencarnación.
- Es que no lo olvidó. Piensa en algo: “Nada se inventa,  porque siempre estuvo, solo se descubre”. Todo, todo lo que necesitas, está dentro de ti. Solo tienes que ser capaz de descubrirlo. Para ello te educarás, aprenderás a contar con  instrumentos que te ayuden a evolucionar en algo que acaba siendo tan simple como quitar un velo que oculta algo. Solo que ese algo, mira tú la importancia, es tu verdad, tu diploma que te permite egresar al fin, de esta tierra.
No había dudas en la mirada de ambos. Solo la reflexión los envolvía. Ambos, distantes por la edad, se sabían en el mismo camino. Era la búsqueda del ser humano, caminando hacia el común destino, no sólo transitando por los senderos de la vida gracias al libre albedrío.
En esos conceptos, la locura parecía un atajo, una ventaja. Pero solamente los “locos” comprenden que hasta ellos mismos tendrán que volver. Y cada día buscan la manera de no hacerlo, porque solamente ellos saben lo que es vivir dos vidas en una.






Capítulo XIX







- ¡Aquí estoy, soy Martín! ¿Me recuerdas? ¡Claro que no te habrás olvidado de mí! ¿No es cierto, Hacedor?- la lluvia cubría por completo su rostro, los brazos extendidos y las manos abiertas, sobre la tarde en la que decidió salir a buscarlo.
- ¿Recuerdas mi historia, no es así? Pues bien. Soy el mismo al que en un momento le diste todo, y de un golpe se lo arrebataste. Soy el mismo que se buscó la vida para estudiar, que se refugió en noches de alcohol y un poco de droga. Un poco nada más, lo suficiente para ahogar mi frustración. Soy el que se dejó llevar por los impulsos mundanos, ésos, que los hombres y las mujeres cometemos, porque somos humanos, porque necesitamos un poco de placer. Soy también el que echó todo a perder, cuando siempre sentí que todo estaba perdido. Si estás ocupado, lo siento, pero tendrás que oírme igual.
No te entiendo. Me dejas que caiga hasta que la punta de mi nariz roza el infierno mismo, me levantas y me pones nuevamente en carrera. Vuelvo a caer, porque no he aprendido, y antes que me estrelle, me levantas y buscas preservarme, encerrándome aquí. Somos cómplices, lo sabes. Sí, lo hice yo, pero tu siempre me estuviste viendo, me dejaste hacerlo. Y ahora me dejas que reflexione, que aprenda, que evalúe. Y te soy sincero, te doy las gracias por la oportunidad. Podría haber ido a buscarte y decírtelo un tanto más cerca, pero no me animé, no tuve valor, hasta tal vez haya sido que no me dejaste, tampoco en ese momento.
Ahora descubro motivos, razones, sentimientos, interés; por salir de aquí, por el amor que pusiste frente a mis ojos. ¿Y? ¿Y ahora, cómo sigue esto? Es la etapa dulce, la bonita, la que llena, pero, sabes, estoy acostumbrado a las caídas, a las sorpresas, a la desilusión. Y eres tú, mejor que nadie, el único que sabe si podré soportar una vez más. No te voy a desafiar, porque no soy nada ni nadie. Pero esta vez no me levantaré, esta es la última vez, ¿Sabes? Pondré lo que tenga y lo que falte, quedaré debiendo y pediré prestado, lo intentaré y sabes que no me preocupa morir en el intento. Estoy cansado.
¿Qué soy muy joven aun, que aun me queda y me falta mucho por andar? Lo sé, pero no soy un mártir. Quiero sufrir si la justicia es para ambos, no para demostrar hasta dónde puedo llegar. Estas lágrimas son de impotencia, se diferencian de tu lluvia por la sal, porque las siento rodar, mientras que tú simplemente las dejas caer. ¿Me oyes?
No espero que hagas aparecer el sol, no espero un rayo que me parta al medio, ni ninguna confirmación de que me oyes. Sé que lo haces. Respóndeme a tu manera, a tu misteriosa manera. Haré lo que tengas preparado para mí. No hablo mucho contigo, será porque no levanto a menudo la cabeza, hacia allí, donde todos dicen que puedes estar.
Pero hoy, cuando tengo el corazón lleno y la conciencia intranquila, te busco. Hoy, un día para estar refugiado detrás de un vidrio, mírame, aquí estoy. Porque tengo miedo, porque llegué al fondo.
En la figura de una mujer me hiciste saber que la esperanza es lo último, ya no quiero perder más. ¿No ves que estoy extenuado? Sí, sí, hay otros, miles si quieres decirlo así, que pueden estar en peores condiciones que yo, que habrán atravesado momentos más amargos que los míos. Pero yo nunca bajé los brazos. Seguramente para algo me darás una oportunidad, ¿No?
No me dejes aquí, por favor. Aleja el sentimiento que me envuelve, aquel de que tengo que apañarme solo, demuéstrame tu grandeza. ¿Acaso no soy tu hijo? No me regales nada, pero tampoco cobres con lágrimas de sangre la libertad, la tranquilidad, la paz, el amor...
Simplemente soy Martín, uno más de los miles de millones que deben reclamar tu atención. Sé muy bien que no debes darme el pescado, sino que has de ayudarme a pescar.
Conozco tus obras, aunque la iglesia no está en mis prioridades a la hora de buscarte.
También sé que la mayoría te buscamos cuando las cosas nos salen mal; y cuando todo va de maravillas, creemos que es por nuestra culpa y gracia. Pero, ¿Qué puedo decir? Así nos hemos ido haciendo, y así estamos.
Algo me dice que no me soltarás la mano, que no me dejarás caer. Y te creo, porque eres mayor que yo, porque sabrás lo que se siente estar aquí, ¿Verdad? Tú has hecho las reglas, tú dejas que juguemos.
Necesitaba decirte todo esto. No te ofendas. Dame, de la mano de la oportunidad que me estás dando, la confianza de saber que será como tenga que ser, pero que será maravilloso. Allí, cuando llegue, te buscaré para agradecerte. Y seguramente en mis palabras no oirás más que lo simple de: “Hola, soy Martín”. No habrá más, porque el resto, el resto te lo daré con hechos.       



                        

Capítulo XX






Transcurría la mañana del sábado, lenta, extraña, con el sol que no terminaba de aclimatar el ambiente por la lluvia anterior. Martín estaba ansioso; por la tarde tendría una cita con Mariela, cumpliendo el trato, procurando que todo lo ocurrido no fuera inconveniente para mantener un diálogo. Pero decenas de preguntas rondaban por su cabeza. No tenía en claro que las cosas fuesen de otra manera, tampoco creía que seguirían igual.
Sensaciones, pensó.
Aquellas que comenzaron a tomar forma cuando le anunciaron que tenía visita.
- ¿Quién es?
- Una mujer.- respondió el celador.
- “Otra vez ella”.- pensó para sí mismo, sonriéndole al celador para ocultar su incomodidad. ¿Qué buscaba? ¿Qué quería? ¿Hasta dónde seguiría presentándose así, indeseable como le resultaba?
Trató de ser amable al saludarla. Tal vez hablarle bien, correctamente, serviría para que entendiera de una vez que no quería volver a verla.
- ¡Hola, Martín! ¡Mi amor!, No sabes como me hace sufrir que sigas aquí.
- Hola, Sonia.
- ¿Te ocurre algo? Te siento frío, distante. ¿Estás bien?
- Sí, muy bien, gracias.- agregó, bajando los hombros y acomodándose mejor en la silla. Trataba de mantener quietas las manos entrecruzadas, pero no podía dejar de dar breves golpes a la mesa, como si estuviera aguardando algo.
- Hablé con un abogado que me recomendaron. Dicen que es muy bueno. Le di una idea de tu situación, y quedó en buscar los expedientes y los archivos de tu caso, para ver que puede resolver. Seguramente pronto estarás nuevamente fuera de aquí.
- Sonia...
- No, no te preocupes de nada. Tendrás tu tiempo de rehabilitación, tus momentos. Comprendo perfectamente tus necesidades.
Martín sintió deseos de apretarle el cuello ante la hipocresía; no era una ayuda para él todo aquello que Sonia le ofrecía, era la búsqueda de saciar su propia necesidad, para tenerlo, para que sea de ella, como un juguete.
- Sonia, te agradezco inmensamente todo lo que estás haciendo por mí, pero aun no estoy listo para salir de aquí. Necesito tiempo, estar de acuerdo conmigo mismo.
- Pero yo quiero ayudarte, sé que juntos lo podemos lograr.
- Pero es algo personal, trata de comprender...
- Martín, no estás loco. Y siempre has pensado que si sigues aquí, terminarías por estarlo. Esto no es para ti, querido mío. Hay un mundo allí fuera, esperándonos, lleno de emociones, de sensaciones, de noches de placer como sólo he vivido contigo.
- Al fin, al fin... - e hizo una pausa, pensando lo que iba a decir.- Al fin la idea acaba siendo la de saciar las necesidades, ¿No es así?- acabó diciendo, esperando para ver si la diplomacia y el cambio de sentido que efectuó a último momento habrían dado resultado.
- ¡Claro! ¿O a ti no te parece lo mismo?
- Sonia, no quiero acelerar los tiempos. Quiero entender bien las cosas, ordenar mi cabeza, saber qué es lo que siento en realidad. Lo nuestro fue algo esporádico, casual, agradable, pero eso, esporádico. Te agradezco inmensamente, ya te lo he dicho, el que intentes ayudarme. Pero no creo que pueda volver a estar contigo. No porque no lo haya pasado bien, eres, y lo sigues siendo, alguien que no pasa desapercibido, por tus encantos, por tu imagen. Es que seguramente viviría con muchos fantasmas y muchas cosas sin resolver, pero por sobre todas las cosas, porque no te amo.
Aguantó la respiración. Había sido tan claro como directo, y ahora llegaba el final del juego.
- Pueda ser que sea como dices.- respondió ella, con voz un tanto acongojada y acomodándose la pintura de los ojos.- Pero también puede ser que aprendas a amarme, a sentir el mismo deseo que tengo por ti,  por estar junto a mí.
- No lo creo. Hubo hechos muy desafortunados entre ambos. No creo que pueda acercarme a ti sin tener miedo. No creo que funcione. Lo siento.
- ¡Pero siempre estarás en mí!- agregó ella, levantando la voz e incorporándose.
- Tienes toda la vida por delante.
- La quiero compartir contigo.
- Yo no, lo siento.
- ¿Es que no lo entiendes?
- Sonia, no te amo. Es la verdad. No te amo, ni quiero preocuparme en aprender a amarte. Has sido, y eso, ya fue. Entiéndelo de una vez. No quiero hacerme cargo de...
- Pues tendrás que hacerlo.
- ¿Me vas a obligar?- preguntó él, con una sonrisa irónica. La balanza se había inclinado a su favor, pronto acabaría con algo sin sentido que lo único que le producía era una pérdida de tiempo.
- No, no voy a obligarte. Te obligarás solo.
- ¿Yo? ¡Jamás!
- Estoy embarazada.
- ¡Te felicito!- dijo él, menospreciando su afirmación.
- Es tuyo.
- ¡Uh!, ¡Mira que pena, no te creo!
- Como quieras. Seguramente encerrado aquí no le podrás preguntar a tu padre si es cierto, si fue cierto que le pedí que se cuidara él porque yo estaba en el mes de descanso de las pastillas anticonceptivas, y en una de esas noches de placer que vivimos, dejé que la magia llegara hasta mi vientre.
- ¿Por qué me dices eso?
- ¿Prefieres que te mienta?
- Haz lo que quieras. Yo, yo no me haré cargo.
- Sí, sí que te harás cargo. No olvides, amor, que estás aquí por mí, por ayudarme. Si no fuera nadie en tu vida, hubieras dejado que el cobarde de tu padre me matara a golpes.
Se fue, sin más. Martín, ojos y boca abiertos a más no poder, se quedó vacío, se quedó lleno. El mundo que emergía se derrumbó, el tiempo se detuvo, el suelo se abrió de par en par bajo sus pies. Lo contempló, con las piernas tambaleantes, la garganta seca.
Volvió en sí, sacudiendo la cabeza y riendo.
- “Es todo una mentira”. - pensó mientras saludaba con la cabeza al celador y buscaba el exterior.
Aspiró el aire del mediodía, recordando su cita de la tarde.
- “ ¿Ayer hablé contigo, no es así?”- murmuró mirando al cielo.
Mantuvo la sonrisa ante lo imposible, lo irreal. Todo seguiría bien, pero un nudo en el estómago le indicó lo contrario.
- “¿Y ahora, qué?”- se dijo, experimentando lo indescriptible, lo que envuelve el deseo de llorar, de reír, de salir corriendo, de callar y de gritar al mismo tiempo, de esconderse y ser invisible para siempre, de no haber nacido, de marcharse de este mundo. La locura.






Capítulo XXI







Sería imposible que lograra conciliar el sueño esa noche. Tenía ambas manos en la nuca, mirando el oscuro techo de la habitación. Por la tarde se había excusado de la cita con Mariela,  alegando problemas gástricos, mitad cierto, mitad temor.
Le costaba encontrar ideas claras, sentía que no escaparía con vida de ésta, su última aventura, según el recuerdo de sus propias palabras.
- ¡Lorenzo! ¡Lorenzo! Despierta... - susurró, moviendo al joven que dormía plácidamente, abrazado a la almohada.
Sin entender muy bien que sucedía, Lorenzo se sentó en la cama, dejando que lo que entendía como un mal sueño siguiera su curso, para él poder seguir durmiendo.
-¿Sí?- preguntó manteniendo la voz sobre la vocal, haciendo larga y pesada su breve pregunta.
- Necesito que me ayudes. Tengo problemas, hermano. Y tengo que resolverlos ya mismo.
- ¿Ya mismo? ¿No es posible mañana, con un poco de luz para que nos podamos ver las caras, al menos?
- Hoy, Lorenzo, hoy. Es algo que me está rompiendo la cabeza.
- ¿Y si pides un calmante, mejor?
- ¡Vaya amigo que has resultado! Deja, no te preocupes, ya me buscaré la vida.
- ¿Qué quieres que haga?
- Nada. Sigue durmiendo.
Se levantó con sumo cuidado y fue hasta la habitación de Víctor y El Corto. Entró sin golpear, sosteniendo el picaporte con ambas manos para no hacer ruido.
- ¿Víctor? ¿Víctor?- susurró insistentemente, esperando que el viejo no gritara ni se levantara alterado.
- ¿Qué? ¿Quién es?- preguntó Víctor un tanto alterado como era de esperar. Encendió la luz del velador, y descubrió la figura de Martín. - ¿Qué ocurre? ¿No puedes dormir? Ya no tengo edad para contar cuentos, ¿Sabes? Lo mejor que puedo recomendarte es que cuentes ovejas...
- Necesito tu ayuda.
Se sentó en la cama, a los pies del viejo.
- ¿Ahora?
- Sí. Y habla más bajo, no quiero que despiertes a todo el mundo.
- Dime.
- Sabes lo que siento por tu hija.
- No te metas con ella.- Víctor pareció recordar su descontento, y dejó que la indignación aflorara en sus palabras. Su rostro se enrojeció, pero este detalle no fue percibido por Martín.
- Sí sabes que me ama, y que yo la amo, suegro...- agregó Martín con una sonrisa, tratando de parecer gracioso.
Se llevó ambas manos a la cara, más precisamente a la nariz, tratando de detener el flujo de sangre que comenzó a correr por una de sus fosas, tan pronto como Víctor le diera un puñetazo sin previo aviso, con toda la ira de un padre descontento.
- ¡Bueno! ¿Ahora estamos hechos, verdad?- agregó, sonriendo y levantando la cabeza hacia el techo.
- ¡Te advertí que no te metieras con ella!
- Bueno, ya está. No es el caso. Tengo un problema, un gran problema, y creo que eres tú el único que puede ayudarme.
- ¿Yo? ¿Y porqué yo? ¿No le puedes decir a El Corto? ¿Acaso no tienes más y mejor diálogo con él?
- Sí, pero no es lo mismo. El Corto está en otra cosa, en otro mundo. Él y su filosofía no pueden con esto tan puntual. Está con eso de su rompecabezas y la ficha que le falta para acabarlo, ¿Sabes?
- ¿Qué tiene mi rompecabezas?- preguntó El Corto, con una voz gutural, ronca, inquietante.
- Nada. Sigue durmiendo. Ya hablaremos en otro momento.
El Corto se sentó en la cama, con los pies en el suelo.
- ¿Por qué menosprecias mis palabras? ¿Por qué me menosprecias a mí, a mi búsqueda? ¿Por qué me hablas así? ¿De qué te ríes?
- No vine a despertar ninguna paranoia, de modo que...
Cuando volvió a abrir los ojos, el izquierdo veía ocho personas, entre El Corto y Víctor, en tanto que el derecho no lograba hacer foco sobre alguno de ellos, ya que estrellas amarillas le impedían la normal visión.
- ¿Otro más que apela al puñetazo para hacerse entender?- preguntó, con la mano izquierda en un ojo, y con la derecha tomándose la nariz.- Uno viene a intentar resolver sus inconvenientes, y así le va... - dijo, echando a reír, incrédulo de lo que estaba viviendo.
No tardó en presentarse un celador. Al ver la sangre en la cara del joven, y a los dos viejos recostados, se llevó a Martín y ordenó que apagaran la luz.
En la enfermería le preguntaron que había ocurrido. Su mentira consistió en alegar que tropezó en su habitación y había ido en busca de ayuda al ver que sangraba.
- Bueno, muchacho. Tienes dos alternativas. O me dices la verdad, y todo queda aquí, o mientes, y la pasarás peor de lo que imaginas.
- ¿Sí?- preguntó incrédulo e irónico Martín.
- ¿Quieres averiguarlo?
- ¡No, no! Basta de emociones por el momento, gracias.- dijo Martín, extendiendo las palmas de las manos hacia delante,  para evitar cualquier tipo de demostración como las que había experimentado esa noche.
- Bien. Cuenta que es lo que pasó.
- El Corto me dio un golpe, aquí, en el ojo.
- Sí, pero, ¿Y por que te sangra la nariz, entonces, si te golpeó en el ojo?
- Es que antes Víctor me golpeó en la nariz, un poco, un golpecito tan solo. Pero es que tengo la nariz un tanto sensible, ¿Sabe?- culminó, tratando de minimizar la situación.
- ¿El Corto y Víctor te golpearon?
- Sí, pero no fue nada importante.
- No, no. Claro que no. Jamás supe que alguno de esos dos golpearan a alguien, ni siquiera una cachetada. Has de estar con grandes problemas, para haber despertado la ira de esas dos viejas ovejas.
- ¿Le cuento, o prefiere enterarse por su cuenta?
- No, no. Nada de eso. Aquí no ha pasado nada. Vete a dormir, tómate ya mismo este calmante, y mañana a primera hora tienes turno con el psiquiatra, ¿Sabes? Cortaremos esto de raíz, antes que superes algún limite. ¿Me comprendes, jovencito?- dijo el enfermero, palmeándole el hombro y ayudándolo a incorporarse.
- ¿Le puedo hacer una pregunta?
- Dime.- agregó el enfermero con una sonrisa mientras caminaban hasta la habitación.
- ¿Usted cree en Dios?
El celador se quedó pensativo por unos momentos, como si con su mirada pudiera demostrar que estaba tratando de recordar algo.
- Te responderé comentándote una carta que me llegó, hace un par de años, que aun hoy recuerdo y tengo presente.
Un profesor universitario retó a sus alumnos con esta pregunta:
-¿Dios creó todo lo que existe?
Un estudiante contestó valiente: -Sí, lo hizo..
- ¿Dios creó todo?- volvió a preguntar el catedrático.
-Sí señor, respondió el joven.
El profesor contestó,
- "Si Dios creó todo, entonces Dios hizo el mal, pues el mal existe y bajo el precepto de que nuestras obras son un reflejo de nosotros mismos, entonces Dios es malo".
El estudiante se quedó callado ante tal respuesta y el profesor, feliz, se jactaba de haber probado una vez más que la fe cristiana era un mito.
Otro estudiante levantó su mano y dijo: - ¿Puedo hacer una pregunta, profesor?
- Por supuesto, respondió el profesor.
 - ¿Profesor, existe el frío?
- ¿Qué pregunta es esa? Por supuesto que existe, ¿Acaso usted no ha tenido frío?
El muchacho respondió: - De hecho, señor, el frío no existe. Según las leyes de la Física, lo que consideramos frío, en realidad es ausencia de calor. "Todo cuerpo u objeto es susceptible de estudio cuando tiene o transmite energía, el calor es lo que hace que dicho cuerpo tenga o transmita energía. El cero absoluto es la ausencia total y absoluta de calor, todos los cuerpos se vuelven inertes, incapaces de reaccionar, pero el frío no existe. Hemos
creado ese término para describir cómo nos sentimos si no tenemos calor".
Y, ¿existe la oscuridad? Continuó el estudiante.
El profesor respondió: Por supuesto.
- Nuevamente se equivoca, señor, la oscuridad tampoco existe. La oscuridad es en realidad ausencia de luz. La luz se puede estudiar, la oscuridad no, incluso existe el prisma de Nichols para descomponer la luz blanca en los varios colores en que está compuesta, con
sus diferentes longitudes de onda. La oscuridad no. Un simple rayo de luz
rasga las tinieblas e ilumina la superficie donde termina el haz de luz.
¿Cómo puede saber cuán oscuro está un espacio determinado? Con base en la cantidad de luz presente en ese espacio, ¿No es así? Oscuridad es un término que el hombre ha desarrollado para describir lo que sucede cuando no hay luz presente.
Finalmente, el joven preguntó al profesor:
- Señor, ¿Existe el mal?
- Por supuesto que existe, como lo mencioné al principio. Vemos violaciones, crímenes y violencia en todo el mundo, esas cosas son del mal...
- El mal no existe, señor, o al menos no existe por sí mismo. El mal es simplemente la ausencia de Dios, es, al igual que los casos anteriores un término que el hombre ha creado para describir esa ausencia de Dios. Dios no creó el mal. No es como la fe o el amor, que existen como existen el calor y la luz. El mal es el resultado por el cual la humanidad no tenga a Dios presente en sus corazones. Es como resulta el frío cuando no hay calor, o la oscuridad cuando no hay luz.
Entonces el profesor, después de asentir con la cabeza, se quedó callado.
El estudiante que hizo este planteo sería luego un famoso físico, descubridor de muchas teorías que ampliaron el campo de estudio y el avance de ciencia. Ahora no es el caso mencionarlo, de modo que espero haber respondido a tu pregunta con esta breve anécdota.
- Diría que sí.- respondió Martín, sorprendido y sin poder evitar un bostezo.
- Dios está más allá de lo que hoy puedas comprender. Y sí, creo en Dios, si era lo que querías oír. Ahora, descansa. Ha sido un día demasiado largo, por lo que veo.
- Ya lo creo. Gracias.
La puerta se cerró, y la misma oscuridad con la que comenzó su búsqueda, lo acogió en cuerpo y mente. Todo fue oscuro. Todo pareció un sueño. Las pesadillas comenzarían cuando se levantara. Pero para eso faltaban aun varias horas. El sedante cubrió su cuerpo con una delgada capa de inmunidad. Cerró los ojos, con el único recuerdo de una sonrisa irónica dibujada en su rostro. Dejó de pensar.





Capítulo XXII







Luego de la comida del domingo, Martín tenía intenciones de hablar con los viejos y con Lorenzo, para tratar de orientarse de una vez por todas. Por la mañana había tenido cita con el psiquiatra, explicando su necesidad de evacuar los miedos que le producían, según él, estar recuperando la cordura. Reconoció brevemente sus inconvenientes pasados, y la tranquilidad actual, balance que le había demandado contárselo a alguien, siendo Víctor y El Corto los elegidos. Lamentó la hora en la que decidió hacerlo, seguramente inoportuna, y sumado a frases que no recordaba, bastó para colmar la paciencia de los viejos.
Estaba tan preocupado por terminar con aquella entrevista, que representó casi a la perfección el argumento que fue creando, la mentira necesaria para seguir con sus asuntos y no ocuparse de nada más.
Sentado en uno de los bancos del jardín, esperó la salida de los tres. Estaba un poco más tranquilo, más sereno, pero en su interior aun quedaba la sensación de angustia e impotencia.
Las puertas del internado se abrieron, dejando paso a un vehículo rotulado con el nombre de dicho centro médico. Del mismo descendieron dos celadores, conversando animadamente. Abrieron la puerta trasera y asieron de la mano a un hombre, ayudándolo a bajar.
Era un hombre de unos cuarenta años, de tez oscura, robusto y de ojos inquietos. Miró a su alrededor, tratando de familiarizarse con el lugar.
Martín abandonó por un instante sus pensamientos, entendiendo que alguien nuevo estaba llegando, como él, hace tiempo atrás. Imaginaba las posibles causas que habrían llevado a esa persona allí, sus deseos de escapar, su alegría de estar en un lugar tranquilo. Contrastes, al fin y al cabo, de las personas inestables emocional y mentalmente.
Imaginaba a Víctor y a El Corto acercándose a esa persona, presentándose y tratando de conocerlo. Era un nuevo mundo, una nueva historia, la posible ficha del rompecabezas que tanto buscaba uno de los viejos.
Sus especulaciones se fueron haciendo realidad, horas más tarde, cuando contempló a Víctor hablándole animadamente al nuevo. Éste sonreía, mirando hacia ambos lados constantemente, respondiendo con frases cortas, según el movimiento de sus labios.
Más tarde fue el turno de El Corto, pero no pasó de una presentación tan solo, según las deducciones de Martín.
El joven se sintió un tanto incómodo cuando vio a esta persona encaminarse hacia él; miró hacia un lado y hacia el otro, y nadie más estaba por allí. Evidentemente iba hacia él.
Recordó las preguntas que le había hecho a Víctor, tiempo atrás, y las respuestas del viejo. Las cosas habían ido sucediendo como aquellas respuestas lo indicaban. Ahora era él quien respondería a las preguntas de ese hombre, si había preguntas...
- ¿Puedo sentarme?
- Claro.- respondió el joven, moviéndose hacia un lado.
- Oye, aquí están todos locos. Sí, lo sé. No voy a descubrir nada nuevo con este comentario, ni voy a decir que yo no lo estoy, que no merezco estar aquí, y todas esas tonterías. Es el tercer psiquiátrico que conozco. Ya estoy un tanto acostumbrado a todo esto. Así que iré directamente al grano. Necesito salir de aquí, y pareces ser el único que puedes ayudarme. Los demás están perdidos, no se les puede pedir demasiado. En cambio tú, tan joven, preguntándote por qué has llegado hasta aquí, cómo fue que Dios dejó que te sucediera todo lo que pasó, sí podrás ayudarme. Tengo un par de asuntos allí fuera por resolver, seguramente como tú.
Los ojos de Martín estaban abiertos de par en par. No supo por dónde comenzar a preguntar, en la pausa que hizo el hombre.
Entendiendo la seducción que había provocado en el joven con aquellas declaraciones, el hombre recorrió con la mirada el largo muro.
- Mira. Por allí. ¿Ves aquel árbol? ¿Ves que una de sus ramas se acerca hasta el final del muro? Por esa saldré de aquí. Necesito que me ayudes a subir.
Efectivamente, el pino estaba podado de tal manera que no permitía alcanzar las ramas más bajas, evitando que luego se pueda subir aun más por el árbol.
- Pero... Nadie puede escapar de aquí.
- Eso ya lo veremos.-  respondió automáticamente el hombre, con tanta seguridad que atemorizó a Martín.
- Esta tarde, antes de la cena. ¿A qué hora es la comida, generalmente?
- Ocho y media, normalmente.
El hombre rió, dejando ver los dientes marrones, desagradable imagen que causó impresión a los ojos de Martín.
- ¿Normalmente? Hacía tiempo que no oía esa palabra. Pero, en fin, ¿Me ayudarás a subir?- la mirada dura y convencida hizo inclinar a Martín hacia un lado, como si esos ojos fueran a devorárselo.
Nunca había sentido temor hacia alguien, siempre se había sentido seguro de sí mismo. Pero esa persona tenía algo que manifestaba a través de sus ojos. Eran intensos, penetrantes, donde la dulzura o la comprensión jamás habrían tenido espacio. Eran seguros, aun en los movimientos bruscos e imprevistos que hacían cuando miraban alrededor.
Confirmaban las palabras que decía la boca, en las pupilas dilatas aun bajo los intensos rayos de sol. Tranquilamente ese hombre podía ser dueño de los miedos, peligrosamente nocivo para el internado.
No parecía solo una mirada asesina. Esos ojos podían reflejar la muerte incompleta, aquella que deja al cuerpo agonizante y al espíritu tratando de aferrarse a este mundo. No eran crueles, eran poderosos. Era una serpiente encantando a su presa.
Afirmó con la cabeza, encogiendo los hombros.
Los ojos se distendieron, pestañeando sin dejar de mirar a Martín. Todo había sido rápido, contra las cuerdas, sin contemplaciones ni espacio para las dudas o las preguntas.
En ciertas contiendas mentales, el que pega primero, no pega dos veces. Derriba directamente. Es un golpe constante, duro, que no deja lugar a la reacción. No existe ser humano más poderoso sobre esta tierra, que aquel que es dueño de los miedos. Enfrentarlo es enfrentarse a un espejo que traspasa la imagen, que es capaz de mostrar hasta la espalda misma de quien mira. La luz del sol no lastima esos ojos. Pocas veces se sale de esa mirada sin más, generalmente desnudan y marcan. No es cuestión de creer o no. Y a esos ojos se enfrenta el ser humano cuando se encamina hacia la verdad. Es el último gran escollo mundano antes de la evolución constante. Y solo se sortea, se sale airoso, cuando se es capaz de colocar un espejo en la espalda. Un espejo, una imagen real, que devuelve esa intensidad, que refleja lo que hay, cuando se es consciente, se es honesto, y, principalmente, cuando se acepta esa imagen.
La transparencia tiene más poder que el color, que la forma, que la imagen misma. La transparencia no tiene temor, no puede ser manchada ni corrompida. La transparencia no está en la mente ni en el espíritu. La transparencia es el alma, aquella que los ojos jamás podrán ver, pero que se reconoce como parte del ser humano. El alma es la que motiva al cuerpo y al espíritu a evolucionar para que, cuando se haya almacenado el suficiente conocimiento, se haya aprendido lo necesario y se haya recorrido el camino, pueda seguir su ascensión hacia la luz. El cuerpo y el espíritu son solo instrumentos desnudos.
Hay ojos que lo saben, por eso el poder en una mirada.



Diez minutos antes de las ocho, Martín esperaba cerca del árbol. Trataba de mostrarse sereno, aunque sus pensamientos daban vueltas en la falta de argumentos para ayudar a ese hombre, para hacerle entender que primero debía resolver las cosas dentro, antes de salir.
El hombre apareció de la nada, en sus espaldas, tal vez por la concentración de sus pensamientos.
No hubo palabras. Solo juntó ambas manos y dejó que ese desconocido pisara entre ellas, alcanzando la primera rama. Subió en dos tiempos, tensando todos sus músculos. Trepó tres ramas más, hasta alcanzar la misma altura que el muro y volver a ver el exterior.
- No creo que nos volvamos a ver. Pero si me equivoco, lamentarás tu suerte.- dijo, desde arriba, con una sonrisa irónica.
El vello de la espalda de Martín se erizó.
El hombre se inclinó, apoyando una a una sus piernas en la cima de la pared. No tardó en perderlo de vista, mientras la presión en su cerebro iba en aumento. El miedo a lo que no entendía, la seguridad en que del lado en el que él estaba se encontraban las respuestas, su complicidad ante un acto que no correspondía, que no estaba bien. Las palabras de Víctor que perdían sentido, cuando susurraba en sus propios labios que nadie salía vivo de allí.
Trepó, sin más, abrazado al tronco del árbol. Tenía que hacer que volviera. Tenía que ayudar a ese hombre a enfrentar su destino, no dejarlo huir de lo que ahora entendía como sus miedos.
Corrió por la calle vacía, recto, buscando instintivamente. En una tienda, cincuenta metros más adelante, su corazón se detuvo. Aquel hombre rodeaba a una mujer con su brazo, por el cuello, con una botella rota en la otra mano, esperando la reacción del hombre detrás del mostrador.
Gritos, ruidos de metales que caían y vidrios que se rompían. Todo fue en cámara lenta; aquel desconocido saliendo de la tienda arrastrando a la mujer, rozando su cuello con la botella rota, el aire espeso y las nubes teñidas de rojo.
Más gritos de los vecinos, la policía que se hace presente. Gritos, órdenes, amenazas. Martín se llevó ambas manos a la cabeza, incrédulo. Aun todo más lento, en tres escenas que el joven trasformaría en interminable secuencia.
El brazo de aquel hombre se elevó, tomando impulso para clavar el vidrio en la víctima. Dos disparos.
El cuerpo que cae,  la mujer llora arrodillada.
Un par de manos lo asen de sus brazos, se deja llevar. Busca la cabeza de aquel extraño, y encuentra los ojos aun abiertos, sin brillo. Un agujero entre medio de ambos hizo la pesadilla realidad, y de una realidad, una pesadilla difícil de asimilar.
- ¡Vamos, Martín! Ponte esto, y evítate un mal mayor.- dijo uno de los celadores colocándole un chaleco de fuerza, inmovilizando sus brazos que lo menos que tenían eran fuerzas. Más que nunca necesitó estar drogado, para alejarse de las ocho campanadas que oyó mientras caminaba de nuevo al manicomio.
Había sido uno de esos días que jamás se olvidan, y en un hilo de lucidez, se sintió afortunado. No lamentó su suerte, cuando volvieron a verse. Lamentó el no haber llegado a tiempo, pero supo que el destino buscado es inevitable. Por algo sucedían las cosas,  murmuró, mirando al cielo.






Capítulo XXIII






- ¡Papá, por favor! ¡Un día más!- exclamaba el pequeño, abrazado a la pierna de su padre sin mirarle la cara.
- Martín, ya te he dicho que tenemos que regresar...
Las imágenes pasaban velozmente, sin reparar en los años entre escena y escena.
Todos lo miraban expectante, mientras contenía el aire en su boca para soplar sobre las diez velas encendidas. Dejaban que imaginara sus tres deseos; ya no los recordaba, parecía demasiado lejano aquel día.
La madre anudándole la corbata, el primer día de clases. Ya no era más un niño, ya era un jovencito que comenzaba a formar su futuro. Estaba nervioso, demasiado expectante.
La puerta se abrió, Mariela entró y se quedó junto a él.
- ¿Puedes explicarme lo que sucedió? – preguntó, buscando la mirada perdida del joven.
El primer beso, a la vuelta del instituto, a escondidas. Un beso trabajado, buscado durante semanas, para terminar siendo algo breve que no bastó para calmar sus ansias.
Ahora sonreía, con los ojos convertidos en dos cristales opacos.
El tiempo lo alejó de aquellos recuerdos, llevándolo hasta la cocina de su casa. Su padre discutía con su madre, en voz alta, casi al extremo de los gritos. Ella arrojó un plato al suelo y se marchó a la habitación. El padre dio un golpe a la pared, apretando los dientes. Martín y sus hermanas bajaron la vista, desviándola de aquellos ojos trastornados.
- Te estoy hablando, Martín. ¿Serías tan amable de responder?- insistió Mariela.
Venía lo peor. Detrás de la puerta que golpeó, ahora sabiendo quién iba a abrir, la respuesta que oiría. Esa mujer. La misma que convenció a su padre para que lo aceptara, la misma que lo miraba afectuosamente mientras comían sin hablar. Soplaba sobre la brasa del cigarro para que se consumiera el papel, aspiraba el humo de la marihuana y lo retenía, entrecerrando los ojos y acariciando la pierna del joven. Hasta que volvieron los gritos, pero esta vez no había platos que romper. Había que acabar con todo aquello.
Una lágrima brotó de su ojo, sólo una, cargada de rabia e impotencia.
Mariela se arrodilló a su lado, acariciándole el brazo. No alcanzaba a oír lo que le susurraba. Aun faltaba el hospital psiquiátrico, los locos, las enseñanzas que lo arrastraban a suponer que acabaría desquiciado, que si salía de allí alguna vez, jamás volvería a ser el mismo. Quedaba el embarazo paralizante. Faltaban esos ojos, para completar la pesadilla. Los del dueño de los miedos, y el final incompleto. Había llegado tarde a su intento por remediar algo.
Volvió en sí, mirando la manera en que tenía aferrada la mano de Mariela, fuerte, intensamente, como si tratara de evitar el caerse por un precipicio.
No tenía palabras, no sabía por dónde comenzar. Ahora los ojos en los que se veía reflejados estaban repletos de ternura e intriga, de apoyo y de misterio. Se vio a sí mismo en aquellos ojos, en esa joven que el destino le había puesto delante. La verdad tenía un precio, había dos alternativas en la sinceridad de sus palabras.
Podría perder todo, aquella luz que tenía encendida, porque le haría daño con lo del embarazo. Podría hacer más fuerte el vínculo y el compromiso de ella para ayudarlo.
Su lengua comenzó a moverse, escondida tras la boca cerrada, en un tic-tac tic-tac que imaginaban los segundos que le quedaban para decidirse.
Mentir no tenía sentido. No le quitaría todo aquello de encima, no postergaría nada para un mejor momento, porque no existían los mejores momentos.
Comenzar hablando del amor que sentía por ella era una hipocresía. No podía reír, no podía llorar. No había excusas, ni alternativas. Los límites estaban demasiado marcados, entre cuatro paredes, en aquel rostro que aguardaba la descarga emocional.
No pensó más, no se hizo más preguntas. Acabó idealizando la situación, creyendo que estaba a punto de abrir una puerta, sin saber si era la del cielo o la del infierno. Después de todo aquello, después de esos recuerdos, después de Mariela, no había más...
- La mujer de mi padre vino a visitarme, el sábado por la mañana. Por eso recurrí a la excusa de que estaba descompuesto. Dijo que estaba embarazada, que el bebé es mío. Que con mi padre se cuidaba, pero conmigo no. Que me ama, y varias cosas más. No encuentro la razón para no creerle. Nada gana haciéndome cargo de algo que puede ser mentira. Sé que llegado el momento puedo hacer los análisis que corresponden y saber si realmente es mío, o no. Pero algo me dice que no miente, y la espera me trastorna aun más. Porque no la amo, no quiero estar con ella. Sólo fue una aventura, una triste aventura. El comienzo de un tobogán, de un descenso que no sé dónde acabará. Ese bebé me inquieta, me vuela la cabeza. No puedo hacer de cuenta que nada está sucediendo.
Hizo una pausa, para tragar saliva, para ver si ella comentaba algo.
- Intenté hablar con Víctor, con El Corto, con Lorenzo... Temía hacerte daño con todo esto, pues confío en que crees que no estoy loco, que podré salir algún día. Hasta que llegó aquel hombre pidiéndome ayuda para salir de aquí. Por un momento me vi a mí mismo, cuando llegué, tratando de salir. Sus palabras me envolvieron, sus ojos eran demasiado penetrantes como para dudar de su seguridad mientras hablaba. Lo ayudé a saltar el muro, pero luego me arrepentí. Del otro lado no está la solución, si corresponde estar aquí. Fui tras él, para convencerlo de que vuelva. Llegué tarde. Tenía entre sus brazos a una mujer, amenazándola con una botella. Estaría asaltando aquella tienda. Quedé paralizado, sin saber cómo actuar.
Llegó la policía, aun escucho los gritos, los disparos. Sus ojos siguieron abiertos, tirado en el piso.
Mientras me traían de nuevo, pensé que había ayudado a su destino, a esa bala que entró en medio de sus ojos. Y me cansé. Me consumieron mis propios pensamientos. Me harté de mi cabeza y los miles de “si tal vez...”. No existen los “tal vez”, lo único que existe es lo que hay. El resto es imaginación. Y ahora entiendo cómo la realidad supera a la ficción. No tengo nada más que un puñado de ilusiones, y cada día me convenzo más que de poco sirven. Mírame. Estoy condenado. Nadie soporta todo esto y sigue viviendo así, como si nada hubiese pasado.
- ¿Ves mi mano?- preguntó la joven- Jamás te soltará. Nunca más volverás a caer solo; si has de caer, lo harás conmigo. De ahora en más te harás cargo de mis sonrisas, de mis alegrías y mis sorpresas. De ahora en más comenzarás a transformar todo lo que recibas. Porque es hora que vuelvas, es hora de acabar con todo esto, sin sentido, innecesario. No te analizaré ni seré más tu psiquiatra. Ahora seré solo Mariela; ni tu razón de vivir, ni tu salvación, ni tu libertad. Estaré junto a ti para que comiences a ser ese Martín que me has mostrado, ese Martín que espera por salir al mundo. Y no me defraudarás, lo sé. Porque no existe más allá, no existe mayor profundidad, si has sabido ser sincero en tanto dolor.
Porque te amo, sin palabras. Te amo desde que me ahogaste con tus sentimientos y me desnudaste. Te amo a partir de comprender que no te busqué, ni te esperaba, ni te imaginaba, y aquí estás. No voy a jurarte nada, no hace falta. Sientes mis manos, eso me basta.
El silencio albergó las almas fundidas. Cuatro ríos de lágrimas surcaban dos pares de ojos que brillaban al verse reflejados entre sí. Todo perdió sentido, todo floreció de repente. La magia se escapó ante semejante luz; había una plenitud incomprensible para cualquier espectador.
No hubo ni un antes ni un después que acompañaran el susurro ahogado de Martín, mientras abrazaba con todas sus fuerzas a Mariela.
- Dios...





Capítulo XXIV







- ¿Alguna vez has pensado en salir de aquí, para siempre, para volver a aquel otro mundo?- preguntaba Lorenzo con sincera curiosidad.
El Corto movía una hierba entre sus labios, con la mirada descansada puesta en el horizonte lejano, luego de la pregunta.
- No. Nunca he olvidado que fui yo quien quiso estar aquí. Tal vez pueda llamarse un “retiro espiritual”, en este caso, occidental.- respondió con una sonrisa el viejo.
- Pero, ¿Cualquier persona puede hacerse pasar por loco, así como dices que has hecho, para estar aquí?
- No dudo que mi reputación haya llegado a oídos del director del manicomio, como así también a los médicos que han estudiado mi caso. Hasta el momento, creo, no te he demostrado alteración alguna que justifique mi estancia aquí.
- ¿Y cómo es que estás, entonces?
- Necesitaba retirarme, alejarme de la sociedad, pero no aislado totalmente de la posibilidad de diálogo con mis semejantes. Creo que mi estancia aquí es una excepción.
- He oído a Martín que se refería a la búsqueda, al sentido del ser humano en este mundo, en conversaciones que ha tenido contigo. ¿Tu sentido es estar aquí, tu vida tan solo se limita a eso?
- Estos muros que ves a tu alrededor son solo límites físicos. Los locos, los trastornados, los alterados, no sufrimos de la presión que cotidianamente envuelve al mundo. No tenemos los horarios, las prisas; no existen las jerarquías ni las obligaciones sociales. Desde que entramos aquí nos olvidamos de las cosas materiales, o, mejor dicho, las descartamos.
- ¿Ahora eres feliz?
- El hombre, antes de preguntarse eso a sí mismo, hace una escala de valores, que incluyen los deseos, las metas y los objetivos. En su camino en esta vida suelen hacerle esta pregunta, suele hacérsela a sí mismo. En varias ocasiones utiliza el recurso de la comparación con sus semejantes para darse valor a sí mismo.
- ¿Eso no está bien?- preguntó Lorenzo, levantando una ceja.
- Grave error. Grave, puesto que no entiende que su persona es única e irrepetible, y compararse con otro para sentirse más o menos afortunado es limitarse a sí mismo. Muchas veces es evidente que la expresión oída luego de la respuesta: “si, estoy muy bien”, aquella que dice “me alegro”, no es sincera. Hay que estar equilibrado para interpretar que a un semejante que conocemos le van las cosas “muy bien”, como para naturalmente alegrarse.
- ¿Por qué, para qué se pregunta, entonces?
- “¿Cómo te encuentras?, ¿Cómo van tus cosas?” Son generalmente preguntas iniciales a la hora de mantener una conversación.
El joven afirmaba con la cabeza, mirando la nada para tratar de enfocar las situaciones que estaba oyendo.
- A las respuestas no se les da el valor que para quien las dice tiene. Si uno puede llegar a desear de corazón que a ese conocido le vaya aun mejor, o que su problema pueda ser resuelto, se cargará con una energía difícil de ser quitada. Pero no siempre se aprecia que el bienestar del otro también puede llegar a ser el propio. No siempre se entiende que los problemas, resueltos con ayuda, también satisfacen a ambas partes. Uno cree tener demasiados problemas como para intentar oír el de los demás.
- Pero uno lo posible por compartir, o por atender los comentarios de las personas con las que habla.
- Prestar los oídos tampoco tiene sentido; es dejar que uno se descargue e inmediatamente sienta un leve bienestar por ese amigo o conocido que lo escuchó atentamente, pero el problema sigue estando. Los “consejos” se dan desde la propia visión, en aquella expresión tan conocida como: “...yo en tu lugar.” Pero el “yo en tu lugar” es una fantasía. Uno puede buscar alternativas para compartir, experiencias propias si se quiere, para que la persona que necesita resolver su situación escoja. Uno tiene su vida desarrollada, no se concibe la idea de que por un momento pueda estar en los zapatos y ser la otra persona.
Y con respecto a tu pregunta sobre la felicidad, sí, soy feliz.- agregó, extendiendo los brazos como para que Lorenzo lo viera.
- Estoy dónde y cómo quiero. Soy, en mi búsqueda, aquel que sigue descubriendo nuevos incentivos para vivir, propios y ajenos. Hago, con todo lo que he ido aprendiendo, algo de provecho para mí mismo y para los que me rodean. Es una escala muy sencilla de identificar: estoy, soy, hago. Las tres actitudes equilibradas no pueden arrojar otro resultado más que aquella palabra que has utilizado en tu pregunta: felicidad.
- Es difícil entender esto; me refiero a oír lo que dices, y llevarlo a la práctica.- balbuceó Lorenzo, pensando lo que acababa de escuchar.
- Estoy donde estoy porque quise estar en este sitio. Estoy, porque pude escoger. Estoy, al fin y al cabo, por algo.
Soy quien soy porque me reconozco, me acepto a mí mismo, y tengo una identidad definida. Con su búsqueda, pero definida al fin.
Y hago porque soy artífice de mi propio destino. El ser humano está, es y hace lo que quiere, no lo que puede. Siempre tendrá alternativas para escoger, tarde o temprano. No existe el: “me tocó esto”, porque uno puede revertir aquella situación. No tiene fundamento el: “es lo que hay” cuando uno se describe a sí mismo, porque no tiene la menor idea de lo que no está viendo. Y con respecto al: “hago lo que puedo” es, al fin y al cabo, ponerse límites a sí mismo.
- No creo que la vida sea tan así.- ahora el joven se mostraba desconcertado con las palabras del viejo. Aquella seguridad le parecía artificial, como si se tratara de un discurso hipotético más que una manera de ver la vida, de vivirla.
- Y también tengo mis problemas, mis momentos de desilusión y de alteración. Es lógico, soy un ser humano, al fin y al cabo.- concluyó El Corto, pensando haber satisfecho la curiosidad de Lorenzo.
- Dime, luego de la seguridad con la que dices las cosas, ¿Cómo le fundamentas a un parapléjico, cuando afirma que “le tocó aquello”, que puede revertir su situación? ¿A un ciego qué le dirías cuando diga: “es lo que hay?” ¿También le dirías que no tiene la menor idea de lo que no está viendo? ¿Y a uno que se le murió la hija de seis meses, su mujer quedó en silla de ruedas, y no sabe por qué seguir viviendo, limitándose a responder que hace lo que puede, también le dirías que se está colocando límites a sí mismo?
El joven había dicho esto con un énfasis inusual en él; hablaba de las realidades que dolían, de problemas que no podían revertirse, de situaciones desafortunadas.
- Lorenzo, los muertos no pueden estar, ni hacer; son solo eso, muertos. Las incapacidades físicas que me has nombrado no eximen a un ser humano para dejar de hacer, dejar de aportar, dejar de evolucionar. Si la mente funciona, es creadora inclusive de maravillas que aun no se han visto. Un ciego, un parapléjico, cualquier persona que presente discapacidad alguna, puede y tiene la capacidad de desarrollar algo más que positivo para su estancia en esta tierra.
Si un sordo compuso sinfonías que aun perduran en el tiempo, si hay ciegos que escriben sentimientos que solo necesitan ojos incrédulos para entender que es posible, si una persona en silla de ruedas dirige un equipo de coches de carrera... ¿Dónde están los límites? Cuando uno pierde lo irrecuperable, lo irreemplazable, puede escoger entre quedarse detenido, culpándose a sí mismo y cuestionando al destino, o seguir, porque está vivo por sí mismo, no está muerto por los demás.
- Es fácil decirlo.- repuso Lorenzo, insatisfecho con las palabras de El Corto.
- Es difícil vivirlo. Pero, ¿Qué es fácil en esta vida?
- Hablar.
- Sí, tienes razón. Uno muchas veces no se da cuenta de lo que dice, y de la influencia que sus palabras tienen en los demás. Por eso el interrogante: ¿Decir lo que se piensa, o decir lo que se siente?
- ¿Qué se debe hacer?- preguntó el joven.
- ¿Se debe? Cada uno es libre de escoger estas alternativas. No existe un método, una forma o un patrón.
- ¿Cuál, entonces, es la adecuada?
- La que le convenga a cada uno. Uno dice lo que piensa habitualmente, por raciocinio, por lógica, o por coherencia diplomática. Uno dice lo que siente cuando expone, cuando habla de amor, de rencor, de nostalgia, de pasión por algo. Es muy difícil equilibrar lo que se siente con lo que se piensa. El pensamiento busca el raciocinio y la conciencia como aliados a la hora de exponer. El sentimiento es uno mismo en estado puro. ¿Cuán lejos puede llegar el sentimiento constante, día a día, en esta vida? ¿Te cabe alguna duda que la gente jamás podrá vivir diciendo lo que siente?
- ¿Por qué?
- Porque para hacer eso, el ser humano debe estar bien consigo mismo y respetar las leyes naturales, sino sería un caos. Hay personas que se inmolan por actitudes religiosas, sacrificando su vida y exterminando la de sus semejantes por una creencia, por un sentir. Hay gente que mata por amor cuando no es correspondido, pero eso es algo mental, cuando no se oye el sentir. Las personas dan amor desde lo más profundo de sus sentimientos, y la mente espera recibir algo a cambio. Rápidamente se habla del corazón a la hora de sentir, o de carecer, esperando darle alegría a dicho órgano.
Cuando no es así, se sufre.
- ¿Acaso no es habitual que el ser humano sufra, por tal o cual razón? Cada uno de los que estamos aquí padecemos de ciertos problemas, y quieras  o no, sufrimos por eso.
- La mente no podría concebir jamás el amor en estado puro.- continuó El Corto, sin prestar atención a las preguntas del joven. Se sentía motivado para hablar, y lo demostraba con gestos elocuentes.
- Ten en cuenta que el alma encuentra los sueños, el espíritu los fabrica, y la mente inventa las pesadillas. Las personas utilizan sus pensamientos para convertirlos en algo positivo, esquivando el miedo, o tratando de vencerlos. Se ocupan de su mente, de su capacidad, de su evolución, de aumentar sus conocimientos, de razonar cada vez más lúcidamente; pero poco hacen por su espíritu, por su alma, aquello que no se ve y parece no necesitar ni alimento, ni cuidados, ni atenciones, pero hacen a nuestra vida, a nuestro estado íntegro como ser.
- Así se han, nos hemos acostumbrado, mejor dicho.
- Lorenzo, una persona feliz no es aquella que en un determinado momento no tiene pensamientos negativos, ni fantasmas, ni preocupaciones. Una persona es feliz cuando sabe que tiene problemas, su espíritu lo alienta a seguir adelante, y sabe que su alma está pendiente de su evolución, del conocimiento que adquiera resolviendo las cosas de este mundo. Una persona es feliz cuando comparte sin preguntar, cuando se resigna ante lo inevitable y continúa sonriendo, pues algo habrá por hacer luego de ese pesar, y aun sigue vivo, para hacerlo. Una persona feliz genera felicidad, contagia, estimula, recibiendo incluso la negatividad de aquellos que no cuentan con esa dicha.
La felicidad es simple, pues en la simpleza está. En la sonrisa de un niño, en una sorpresa, en un día de lluvia o de sol, con un amigo, con los recuerdos. ¿Y sabes por qué? Porque somos dueños de nuestra felicidad. La felicidad no es “porque tengo tal cosa, o hice tal otra, o logré aquello”. Feliz es un estado constante de agradecimiento y de conocimiento, de nuestro ser, para con el mundo.
Feliz, no alegre.
Feliz, no extasiado.
Feliz, no afortunado.
Feliz, no satisfecho.
Feliz, porque nos sabemos plenos. Con lo que haya.
Todo lo demás, son momentos. Y a eso dice la gente estar acostumbrada, esperando un momento, el momento, en el que la felicidad se haga presente por tal o cual circunstancia, sin caer en cuentas que la felicidad siempre está, si sabemos verla, si somos capaces de sentirla.
Tienes todo para ser feliz. No te hace falta más. Y si crees que te falta algo, piénsalo, siéntelo, y aunque sea irreemplazable, seguirás viendo el camino. Nadie es condenado a quedarse sin su sendero en esta vida. No te quedes con la muerte, ni con la falta de una pierna, un brazo, un ojo o los dos, cualquier cosa que puedas llamarla incapacidad, porque no hay persona concebida sin que sea capaz de ser feliz.
¿La guerra, la miseria, la avaricia, la envidia, los pecados capitales? Son palos en la rueda de nuestra vida.
Hijo, no hay por qué detenerse, ni por qué temer, si reconocemos la capacidad de hacer.






Capítulo XXV








- Deja ya de buscar. No necesitas más que lo que tienes. Siempre lo has sabido, y siempre le has temido a eso; a saber de tu amplia capacidad, de tu impotencia para ponerla en práctica en este mundo. No te preocupes, solo vive siendo un testigo real de la verdad.
Todo estaba muy iluminado, hasta el punto de cegarle los ojos a El Corto, que se limitaba a oír en silencio las palabras de su amigo Víctor. Comprendía perfectamente que estaba soñando, de manera que no se preocupó en saber el por qué de aquel extraño sueño. Si se lo hubiese preguntado, tal vez más tarde no tendría que lamentar el haberse quedado en silencio.
- Me voy, amigo. Me voy. Ha llegado mi hora, y aquí estoy, listo para partir. No sé si habré hecho bien la tarea, tengo extrañas sensaciones. Siempre pensé que cuando llegara este momento, no tendría miedo. Y así es, no lo tengo.
No siento miedo, estoy realmente tranquilo. Me sorprende que pueda estar comunicándome contigo, pero seguramente será el vínculo que habremos formado el que nos permite despedirnos, así, de esta manera tan extraña.
Si pudieras ver lo que estoy viendo, te serviría para estar más tranquilo en tu vida. Te lo aseguro. Hay tanta paz, todo parece flotar. No me duele el cuerpo, porque ya no lo tengo. No sé hacia dónde voy, pero me siento seguro, protegido, guiado por esta luz que ahora no te permite verme con claridad.
Yo sí que puedo verte, allí, durmiendo en tu cuerpo, oyéndome con tu espíritu. He ido hace un momento a despedirme de mi hija. Dormía. No quise despertarla, porque supuse que comenzaría a hacerme preguntas que harían más difícil mi partir. La he besado, larga, prolongadamente, en la frente. El último recuerdo carnal me revivió el deseo de llorar, pero no lo hice. Ella es fuerte, está luchando por su vida, ya no tiene que preocuparse más por mí. Ahora soy libre, y no tengo palabras para graficarlo.
Corto, he pasado muchos años contigo, y seguramente nos volveremos a ver. Hemos crecido juntos, hemos compartido las vueltas de la vida, y hasta recuerdo una vez que nos quedamos en silencio casi por media hora. ¡Qué gracioso fue aquello! Los dos, como tontos, mirando la nada.
Hemos hecho un buen equipo, cuando nos lo propusimos. Y ahora te queda un... Bueno, no puedo decírtelo, tienes que ser artífice de tu propio destino. Pero, de nuevo, quiero repetirte antes de marchar, que no te preocupes por la pieza que te falta. No estás viendo que cada vez que compartes con alguien, tienes el juego armado, completo. Es tu vida, no se trata de algo que termine de completar lo que crees que no tienes. Sabes perfectamente cómo te sientes cuando hablas con las personas, cuando les dices lo que piensas, lo que sientes. Tu ficha, son esos oídos, esos espíritus que toman lo que tú les das y continúan su camino. Para eso estás aquí, no lo olvides. Si quieres, continúa diciendo que estás para cultivar tu ser, para crecer aun más, para desarrollarte como ser humano. Pero jamás podrás negar la ayuda que de tus palabras surge. Quédate con eso, te gratificará inmensamente.
Amigo, ha llegado el momento. Ya nos veremos, cuando así deba ser.
El Corto se incorporó instintivamente, quedando sentado sobre la cama. Recién comenzaba el alba, una luz muy tenue iluminaba el oscuro cuarto. Se colocó de rodillas junto al lecho de su amigo, contemplando su cuerpo inmóvil. No supo que hacer con las manos, temblorosas de tocar la realidad.
Al fin las apoyó sobre la derecha de Víctor. Con los ojos cerrados, iba olvidando poco a poco las palabras que minutos antes había oído en el sueño. No tenía preguntas, no tenía palabras. Sujetaba a la muerte, como un niño que trata de impedir que su padre se marche.
Así permaneció hasta que los rayos del sol aparecieron en su plenitud, con lágrimas que no dejaron de correr por sus ojos, en el silencio de un adiós.
Los enfermeros se hicieron presente, separándolo con sumo cuidado y sedándolo para que pudiera descansar un par de horas.
Más tarde se enteraría que había sido un paro cardio-respiratorio el causante de la muerte. Hacía días que lo notaba con molestias en el pecho, pero a El Corto jamás se le pasó por la mente que esas molestias pudieran acabar con la vida de su amigo.
Tuvo la dicha de rememorar, en los sueños de aquella mañana, los buenos momentos que pasó junto a Víctor. En la simpleza de un juego de ajedrez, de una conversación, de una búsqueda misteriosa.
Y su vida cambiaría, de ahora en más. A costa de haber perdido algo de lo que no era dueño, comprendió la importancia que tenía esa persona en su vida. Ahora entendía que un sentimiento vale más, mucho más que millones de palabras.











Capítulo XXVI







Fue una tarde espléndida, aquella que se entiende como una de las últimas del verano y se disfruta, para pasear y relajarse, para ir sabiendo en la brisa que se siente, que el otoño está por llegar.
En esa tarde descendió a la tierra Víctor, rodeado de algunos familiares inmutados ante su cáscara de madera, marrón brillante. Las cuerdas lo fueron bajando poco a poco, de forma irregular, como si estuvieran meciéndolo sutilmente de un lado a otro.
Mariela mantenía la cabeza gacha, escondidos sus ojos detrás de oscuras gafas. Las mejillas no enseñaban ni reflejaban su interior. No sabía que hacer con las manos.
El Corto tenía la mirada partida; esos ojos cansados de brillar, irritados de tanta sal que pasó y no suavizó.
Había pedido autorización para que Lorenzo y Martín asistieran al entierro, comentando la amistad que había entre esos dos jóvenes y el viejo Víctor.
Lorenzo tenía un puñado de tierra aferrado en su mano, esperando su turno para despedir a aquel hombre que tanto había hecho, en tan poco tiempo y en tan pocas cosas, para su vida, para su proyección en la misma. No sabía si agradecer o prometer. No sabía si decir “adiós”, o “ya nos veremos”.
Martín, junto a Mariela, no acababa de decidir si abrazarla o no. Pensaba que si lo veían teniendo ese gesto para con ella, complicaría la situación dentro del internado, el día de mañana. Tampoco dimensionaba la importancia y la necesidad de brindar afecto y  contención en esos momentos; la  experiencia personal que tenía  lo hacía actuar de forma torpe e indecisa. No tardó en entender que no sólo para Mariela era la contención que podía brindarle. A él también le haría bien saber  que podía generar eso.
Al fin, la abrazó, soltando prolongadamente el aire de sus pulmones como si intentara dejarlos totalmente vacíos, quitando de esa manera sus pensamientos, dando lugar a su sentir.
Ella apoyó su cabeza en el hombro de él.
En el ambiente resonaban las palabras del predicador que oficiaba la despedida, con frases en las que solo importaban las palabras que los que conocían a Víctor asociaban con su vida. "Descanso eterno, volver a la casa, del polvo venimos y al polvo volvemos, la oración por su alma..."
Es ley que sufra quien se queda, más que el que se va. El que parte, va en camino a descubrir. Quien contempla la partida, recuerda lo bueno y fabrica fantasmas, para que jueguen en las retinas, en los párpados, y disipen lo inevitable, hasta transformarlo en realidad. Sucede siempre, en cada viaje, en cada adiós cuando no se sabe cuando volveremos a vernos.
Ahora Víctor partía, dejando a esa decena de personas que rememoraban su paso por esta tierra, en anécdotas, en gestos, con ideas, con actitudes.
El muerto descansa, el vivo no encuentra paz. Asumirlo es dejarlo ir, porque así debe ser. Jamás se interpreta que el descanso del otro puede ser la felicidad de uno mismo. Porque la muerte provoca vacío, cuando en realidad, para quien la conoce, es el fin de un camino.
¿Qué hay al final de cada camino? ¿Qué importa más, entre el recorrido y la llegada?
Es innegable que la vida cansa, que marca, que va dejando huellas. La piel es el mejor exponente externo de la vida vivida. La piel comienza a sobrar, anticipando lo que vendrá, en arrugas, en pliegues que comienzan en los ojos, por haber visto tanto.
¿Qué hay al final de cada camino? ¿Si quienes han llegado, pudieran decírnoslo, estaríamos más tranquilos?
Lo único que parece claro es que aquel que no está comienza a faltar, y quien se queda necesita el paso del tiempo para vivir con aquello que quedó en lugar del que se fue. ¿Vacío?
Al final de cada camino está la intensidad, el momento en el que podremos sentarnos a contemplar hacia delante, no hacia atrás como se cree. Porque ya no sirve lo que hicimos, ya está hecho, ya es. Al final, recién al final, el alma utiliza el combustible que el cuerpo, la mente, el espíritu, la conciencia, el ser, ha ido almacenando a lo largo de los años sobre esta tierra. Para elevarse. Y cuanto mayor conocimiento y plenitud, mayor luz se alcanzará por propio impulso.
¿Qué luego de la muerte no hay nada? ¿Qué ya está?
Bien. Supongamos que resultase así. Que los miles de millones que creyeron en algo o en alguien, lo han hecho en vano. ¿Qué perdieron? ¿De que pueden llegar a arrepentirse? ¿Se sentirán estúpidos?
Pero, supongamos que sí, que luego de la muerte hay algo más. ¿Qué harán, aquellos que no creyeron, que conocieron y descartaron, porque no era lógico, porque no era tangible?
El exceso de conocimiento mal interpretado, como así también la ignorancia absoluta, también son elecciones de vida que no se proyectan más allá de la muerte.
El fanático vive esperando, el escéptico espera viviendo. El ignorante dice no saberlo, como si justificarse en su desconocimiento fuera sinónimo de falta de conciencia.
La muerte es la puerta, que se cierra luego de atravesarse. Si no hay marcha atrás, ¿Qué nos llevaremos para seguir nuestro viaje, hacia la nada, o hacia el todo?
Aquí es donde se dividen los caminos, donde el conocimiento se limita a la creencia que cada cual posee.
Acaban siendo hipótesis y elecciones de vida, donde cada uno opta por lo que más le conviene.





Capítulo XXVII








Transcurría la segunda semana desde la muerte de Víctor cuando Mariela, decidida y segura de sí misma, esperaba la indicación de la secretaria para acceder a la entrevista que había solicitado. Sentada sobre un incómodo y reluciente banco de madera, parecía observar los movimientos de las personas que pasaban junto a ella, caminando aceleradamente en diferentes direcciones, cuando en realidad pensaba en las palabras que utilizaría en la cita.
Las nueve y media de la mañana, indicaba su reloj de pulsera que consultó disimuladamente, para no mostrarse nerviosa. Dos minutos más tarde sonaba el teléfono de la secretaria, y supo que era con relación a su visita, al ver las expresiones afirmativas que hacía la empleada mirándola a los ojos.
- Por aquí, por favor. - indicó la mujer, extendiendo el brazo y señalando con su índice hacia la breve escalera descendente.
- Gracias. - comentó Mariela, al pasar junto a ella, sin modificar el rostro serio que portaba.
El último peldaño la depositó sobre un largo pasillo, donde una decena de puertas la hicieron dudar por un instante, hasta que apreció el letrero ubicado en la que estaba frente a ella.
"Juan Carlos Álvarez Manrique, Juez ", rezaba la placa.
Aspiró una bocanada de aire y la contuvo en sus pulmones, golpeando tres veces la puerta y tratando de no dejarse embargar por los temores que en esos mismos instantes parecieron adueñarse de la situación.
El carraspeo de una garganta y la posterior apertura de la puerta hicieron que sus ideas se desordenaran un tanto, puntualmente en lo que correspondía al punto de la declaración que en algunos momentos haría.
Un hombre alto y fornido, de larga barba blanca con algunos destellos de haber sido negra en su momento; el pelo ondulado y completamente blanco que cubría las orejas y no parecía tener un orden de peinado determinado, acompañado por una camisa blanca y un pañuelo gris anudado al cuello, fueron los detalles con que se encontró al comenzar a respirar pausadamente.
- ¿Mariela Díaz? - preguntó con voz ronca y forzadamente amable el juez, extendiéndole la mano para saludarla e invitarla a pasar.
- Así es, buenos días. - replicó ella, apretando la mano con suficiente fuerza como para dar a entender algo que ese hombre mayor seguramente entendería.
Esperó de pie frente al escritorio repleto de papeles y sobres con documentación en aparente estado de desorden.
- Tome asiento, por favor.
- Gracias.
- Dígame en qué puedo ayudarla, si es tan amable.
Mariela apoyó la carpeta sobre algunos de los documentos que poblaban el escritorio, mientras se presentaba como psiquiatra.
Refirió en sus comentarios la pasantía que estaba cumpliendo en el centro asistencial para personas con desorden mental, y antes que el juez pudiera detenerse en algún punto de su discurso, cortó de forma tajante el hilo burocrático con el que hablaba.
- Entiendo que usted es el juez que en su momento dictaminó sentencia sobre Martín Fernández, un joven acusado de intento de homicidio hace algunos meses, y sobre quien se presentó una alegación que hacía referencia al estado de salud mental de este joven al momento de cometer dicho intento. Entiendo también que ha sido usted quien dictaminó el internamiento del señor Fernández para su tratamiento y rehabilitación. He averiguado que la víctima de este joven, el padre, ha salido del hospital poco tiempo después del incidente, sin presentar secuelas más que los cortes que su hijo le efectuó en aquella oportunidad. Me tomé la atribución de hablar con este hombre, para saber si estaba siguiendo algún tipo de tratamiento que le permita...
- Discúlpeme un momento, doctora Díaz. ¿Doctora, no es así?
- Dentro de poco, pero sí, doctora. - respondió Mariela, un tanto desubicada.
- Creo comprender hacia dónde apunta su testimonio. Sabrá disculparme por la limitación de tiempo que tengo, viendo usted misma los documentos que tengo que revisar y ordenar esta mañana. - comentó el juez secamente - De manera que, entendiendo que su visita viene en relación directa con este joven, dígame, por favor, que idea tiene...
Mariela volvió a aspirar aire y a soltarlo rápidamente, antes de volver hacia el punto dónde quería llegar.
- Bien. Aquí le traigo el informe del psiquiatra que ha seguido la evolución del señor Fernández, informe que me he tomado el trabajo de adaptar en páginas anexadas para que los términos clínicos sean de fácil comprensión y evitar dudas sobre ellos. Los cuatro últimos están firmados por mí, ya que pasó a ser uno de mis pacientes.
- Evidentemente con su declaración y esta presentación está apuntando a que evalúe la liberación del señor Fernández, ¿No es así?
Mariela asintió con la cabeza y un breve silencio se hizo entre los dos.
- Así es. - respondió con voz segura, treinta segundos después, en lo que pareció una eternidad.
- Bien. No es inusual lo que está solicitando. Lo inusual es que sea usted como doctora quien se presente ante mí, cuando generalmente es un abogado quien se encarga de estos asuntos. Seguramente tendrá una buena explicación para ello. - resumió el juez, con una mirada inquisidora y penetrante.
- No conozco los procedimientos legales que se utilizan para efectuar una declaración de este tipo, de manera que presentarme en persona y como responsable cualificada para...
- Voy a serle sincero, señorita Díaz. - el preámbulo con el que el juez comenzó a darle sentido a aquella charla hizo que Mariela se pusiera tensa e incómoda. - En estos últimos dos años he recibido la visita de tres psiquiatras y los abogados correspondientes, presentando casos similares al que usted me está planteando en este momento. Personas que cometieron un determinado tipo de falta, por llamarlo de una manera no tan técnica - movía sus manos como dibujando comillas en el aire, sobre esta última palabra, en tono irónico -... y que luego de un tiempo en un centro asistencial, manicomio, o como mejor se comprenda, estaban en condiciones de reestablecerse en la sociedad.
Antes de ser juez, he sido durante varios, bastantes años, abogado, y... digamos que conozco los valores que se manejan en esta profesión, como así también los recursos de los cuales cada abogado se sirve para atender a su cliente. Los fallos que se deben determinar sobre estos casos de desorden temporal, alteración y demás térmicos clínicos, para los jueces, no son fáciles, puesto que debemos recurrir a peritos que tampoco pueden asegurar, desde mi punto de vista, fehacientemente que al momento de delinquir el acusado se encontraba de tal o cual manera. No le daré las especificaciones que utilizamos para evaluar cada caso, sino simplemente es para hacerle mención de que estas alegaciones, en varios casos, apuntan a buscar una sentencia que exima de la cárcel a la persona responsable del delito. Durante los últimos cinco años, he seguido una veintena de casos de este tipo, en los que he intervenido yo, y en otros que lo han hecho mis colegas, y cuyo fallo eximió de la cárcel a los acusados, derivándolos a los hospitales neuro psiquiátricos para su tratamiento.
La gran mayoría de estos acusados, al cabo de unos años, han sido puestos en libertad porque habían sido capaces de mostrar la cordura necesaria para desarrollarse normalmente en la sociedad.
El tema de tanto discurso por mi parte está en que los abogados, sabiendo de estos resultados a mediano plazo, han ido adoptando el "vicio", si me entiende la expresión, recurriendo a estas alegaciones para tratar de salvar a su cliente de la cárcel.
Decidí, al ver la frecuencia con el que se presentaban los casos de esta manera, a optar por lo que entiendo como una actitud salomónica.
Mariela movió las cejas, tratando de obtener una explicación más clara.
- No podría adivinar cual es esa actitud salomónica a la que hace referencia. - acabó diciendo para mostrar el total seguimiento de las ideas que el juez manifestaba.
- La idea, dirigida a abogados y psiquiatras que atienden cada caso, es una total participación y garantía que el cliente, el paciente tratado, se encuentra realmente en condiciones de salir en libertad, luego del tiempo y los estudios correspondientes. Un compromiso, digamos. Que lo sucedido haya sido como se ha presentado, que la mejoría es real, y que el individuo está en facultades suficientes para continuar una vida normal.
- Me parece muy bien la cooperación. - agregó Mariela, afirmando con la cabeza.
- No, no es solo cooperación. Es compromiso, a tal punto que si la persona acusada vuelve a cometer un acto de delincuencia en el primer año desde su liberación, el médico se verá privado de su matrícula profesional por un año, y el abogado multado con una suma de dinero considerablemente importante.
- Pero... - exclamó sorprendida Mariela.
- Si, sé lo que piensa, o creo saberlo. Que la responsabilidad, que el libre albedrío, que los médicos hacen lo que pueden y no pueden ser culpados por los actos de los demás, que los abogados se basan en la ley para hacer su trabajo. Incluso puede pensar que bajo estos preceptos de compromiso entre partes, no habrá más profesionales que deseen meter las manos en el fuego por su cliente.
 - De esta manera la gente que puede recuperarse psíquicamente se estará quedando sin posibilidades, porque dudo que un profesional de la medicina o de las leyes se quiera hacer cargo en estas dimensiones de un cliente. Es un ser humano, no un animal o un robot. Puede volver a equivocarse.
- No lo dudo. Pero, allí es donde se ven los valores de cada profesional. Es una nueva forma de cumplimentar la justicia. ¿Usted, se hará cargo del señor Fernández por el transcurso de un año, si determino que está en condiciones de obtener la libertad? Recuerde, un año, o un año sin matrícula.
- Si, tengo plena confianza en la recuperación de mi paciente, y en hacer un seguimiento para que pueda evolucionar.
- Usted está enamorada de su paciente, es evidente, como para aceptar este hipotético caso de compromiso que le he mencionado.
- ¿De modo que no...? - preguntó sonrojada Mariela.
- No se trata de que haya sido o no, una mentira. Pero, por su juventud, por su futuro, por la vocación y la profesión que ha elegido, es que le he hecho mención de todo esto. - dijo el juez, ahora con un tono más suave en sus palabras, cuyos ojos reflexivos le daban total credibilidad.- Habrá, seguramente, muchos psiquiatras y psicólogos que cometen mala-praxis con sus pacientes. Mala praxis que es verdaderamente difícil de demostrar, por la confidencialidad de las entrevistas entre médicos y pacientes. Sabrá, más allá de su juventud, que en varios casos la vida de las personas estará en sus manos. No será responsable directa si esa persona se suicida, por las alteraciones que sufre, pero tendrá mucho que ver. Determinar si existió o no mala praxis queda relegado a que la familia del paciente presente una demanda. Y no siempre suelen hacerlo. Siendo sinceros, en muchas ocasiones, amén del dolor, entienden que es un alivio que esa persona no siga con vida. O que continúe, pero se vaya alejando paulatinamente de la sociedad, por estar asistido por un terapeuta o un profesional que en varias ocasiones puede, por qué no, tener inconvenientes para ejercer su profesión como corresponde.
Pero, en fin, no quiero ir más allá de lo que refiere a esta entrevista. Estudiaré el caso en función al informe que me ha presentado y su testimonio personal. Ya será notificada de lo que resuelva.
- Gracias, señor. Pero, ¿Usted ve la posibilidad...?
- Le vuelvo a reiterar que hay pasos burocráticos y estudios correspondientes antes de proceder, confirmándole, por si no lo he hecho antes, el valor de su declaración testimonial y la actitud de presentarse aquí en representación de su paciente, cuando lo habitual sería hablar de cliente.
El juez se incorporó de su silla, seguido en forma instantánea por Mariela. La joven estaba extasiada. Las palabras de aquel hombre le sonaron a una repetición burocrática de las formalidades, pero había dejado más que la puerta abierta para la nueva vida que le aguardaba a Martín.
Al despedirse con un apretón de manos, esta vez fue el juez quien ejerció una presión un tanto mayor a la habitual, reteniendo la mano de la joven.
- Cuídese, para poder seguir cuidando a las personas que el destino le vaya presentando. Trate de tener en orden las cuestiones de aquí - señalaba su corazón - y de aquí también - ahora se golpeaba con el dedo índice la sien-. Esto se lo digo fuera de mi investidura de juez, como alguien que podría ser su padre, si me permite el consejo.
- Gracias. - alcanzó a murmurar Mariela, inclinando la cabeza para ocultar los ojos brillantes que se le formaron luego de oír aquel comentario
Partió subiendo la escalera de dos en dos escalones, en un mar de ensueños.
El juez se quedó acariciando su barba, con la mirada perdida. Sabía, con su vejez y su conocimiento, que la verdad también se encuentra en ojos que brillan.





Capítulo XXVIII







El día esperado había llegado. Con toda la ilusión en el rostro, Martín no podía disimular su felicidad. Mariela estaba desde las nueve, horario del desayuno de los internos que ya sabían de la partida. Ellos también estaban contentos, a su manera, entendiendo desde su óptica lo que había sucedido con aquellos dos jóvenes. Cada uno se acercó a saludarlos, algunos efusivamente, otros un tanto reservados, pero en general el espíritu que se respiraba a raíz de la partida era el de absoluto conformismo por cómo se habían dado las cosas.
Martín se apartó del grupo expectante, llevándose a Lorenzo al exterior, a los jardines, para despedirse íntimamente. Quería decirle varias cosas, pero estaba nervioso.
- Lorenzo. Es un día bastante particular en mi vida. Estoy muy feliz. Estoy pleno. Pero no olvido; lo que he aprendido, lo que he vivido, lo que he compartido. Por eso, quiero intentar ayudarte, en todo lo que esté a mi alcance, para que también puedas salir de aquí, cuando así corresponda.
- Me alegro mucho, Martín. De verdad, de corazón lo digo. Genera mucha ilusión, por lo menos a mí, la forma en que has luchado por tus cosas, por tu pasado, por tus problemas, por tus ganas de salir adelante. Siempre me quedará el comentario aquel de “nadie sale de aquí... ”- hizo una pausa reverente, recordando ambos a quien ya no estaba entre ellos. -Y por eso, saber que has podido, que esa expresión, esa barrera, ese muro inmenso se ha derribado, me hace feliz. ¡Lo has logrado, hermano, lo has logrado! Y no te preocupes por mí. Aquí estoy, igual que tú ahora, porque así como has encontrado el sentido en tu vida, yo lo he encontrado para mí, en este lugar. Quiero quedarme a ayudar, a generar expectativas positivas entre la gente que aquí vive.
- Pero no estás loco...
- No, no creo estar loco. Pero ayudar, conviviendo con la gente que lo necesita, como lo han hecho Víctor y El Corto con nosotros, me hace sentir útil, importante. Ahora mi vida tiene un sentido que antes, de aquel lado, no lo tenía. Ahora tengo palabras, tengo preguntas, y por sobre todas las cosas, tengo ganas. Has visto a El Corto. Desde la muerte de Víctor se ha apagado. Ahora tú partes, y para mí, no es una pérdida. Es un estímulo, para confiar en la posibilidad de generarle a quienes me rodean una nueva perspectiva.
Martín estaba absorto en esas palabras, digiriéndolas con la mirada perdida. Recordaba cada vivencia, cada semana que parecía eterna, que pasaba rápidamente, que siempre fue diferente. No imaginaba estas palabras de Lorenzo, era una desconcertante sorpresa. Su compañero de cuarto quería quedarse allí, entre todas esas personas alteradas por una u otra causa. Él también lo había estado, e incansablemente agradecería la ayuda que había recibido.
Sintió su espalda erizarse, Mariela estaba esperándolo, con una amplia sonrisa. Volvía al mundo. Disimuló con una sonrisa la falta de aire; tanta emoción le hacía sentir que al cruzar aquella puerta el aire mismo sería distinto, la velocidad, los colores, las personas.
De este lado quedaban los locos conscientes, del otro, los inconscientes.
Aspiró profundamente y contuvo el aire, mientras estrechaba la mano de un sonriente Lorenzo.
El abrazo de la joven mientras se retiraban nunca había sido más oportuno, era su sostén en esos momentos de nuevas sensaciones.
Nada nuevo. Todo era familiarmente conocido, mientras miraba a su alrededor, detenido en la acera. La puerta se cerró detrás de ambos, y con ella, una etapa más que importante en la vida de ambos.
Ahora comenzaba todo, ahora, en el mismo instante que miró al cielo para agradecer en silencio.
Mariela lo dejaba ser. Comprendía muy bien el mar de sensaciones en el que estaría sumergido su paciente, su amado, y quería que las viviera intensamente. Ella también estaba satisfecha, plena. Ahora su vida se había ampliado, un objetivo se había cumplido, y había que darle sentido.
- Cuando lleguemos a casa, prepararemos el almuerzo juntos. ¿Qué tienes ganas de comer?
Aquellas palabras sonaban tan amplias, tan mágicas. No recordaba lo que era una casa, un lugar de tranquilidad e íntima paz. Ahora tenía una casa que lo albergaría, que lo cobijaría, junto a la mujer de su vida.
- Es que, es que...
No tenía palabras para decir cuanto en su interior afloraba. Volaba de la gratitud y de la felicidad. Quería correr, saltar, abrazarla, caminar lentamente, aspirar y ver todo.
- No te preocupes, tranquilo. Todo está bien.
Cruzaron la calle, atravesando por delante de un coche detenido. Martín dejó que Mariela se adelantara para pasar primera por entre los dos coches estacionados muy cerca uno del otro, en la otra mano, que solo permitían el paso de una persona por vez.
Sintieron un motor que rugía, forzado en su aceleración. Todo fue rápido. Martín inertemente saltó, mirando los ojos fijos de Sonia, buscando esquivar el choque, pero su cuerpo voló por el aire, golpeando contra el parabrisas, rodando por el techo, cayendo al asfalto. El coche se desvió y se estrelló directamente contra un árbol, una veintena de metros más adelante.
“Otra vez al hospital” pensó Martín, riendo irónicamente sin poder recuperar el aliento. Veía luces amarillas en  todo el  marco de su foco visual. Le costaba respirar, comprendía muy bien lo que había sucedido. Estaba ahogado, pero no sentía dolor alguno.
Mariela lo miraba horrorizada, con ambas manos en la boca.
Quiso tranquilizarla, pero no podía aspirar normalmente. Lo hacía a través de bocanadas irregulares, mientras sentía un líquido caliente correr por su labio superior, hasta llegar a su boca. Era la sangre de su nariz, que brotaba aun más cada vez que exhalaba, entrecortadamente.
Mariela lo incorporó lo suficiente como para que le resultara un tanto más fácil respirar, sosteniéndolo en su regazo, llorando desconsoladamente.
Martín tragaba y dejaba caer la sangre, tratando de escupirla con el poco aliento que tenía.
La gente no tardó en rodearlos, mirando con la clásica curiosidad y las expectativas desalmadas de quienes saben que poco pueden hacer, y llenan sus ojos con las desgracias ajenas. Otros se encaminaron hacia el coche, humeante y rodeado de cristales rotos.
-¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?- preguntaba repetidamente Mariela, sin dejar de llorar, sin comprender lo que pasaba, el sueño, la pesadilla, el fin.
- No... es nada.- articuló como pudo Martín.
- ¡Martín! ¡Te estás muriendo, por Dios!- dijo entre lágrimas la joven, desfigurada por la congoja.
El joven sentía ahora una presión en su pecho, cada vez que aspiraba. Llevó una de sus manos hacia el sitio, y sintió una costilla desubicada. Tal vez le estaba oprimiendo los pulmones, supuso.
La ambulancia no tardó en llegar, alertada por uno de los testigos. Rápidamente despejaron a los curiosos y brindaron los primeros auxilios. Mientras le colocaban el protector para inmovilizar el cuello y le tomaban registro del pulso cardiaco, trataban de calmar paralelamente a Mariela que no quería despegarse de su amor, temiendo verlo por última vez.
Habrán sido aquellas vueltas de la vida las que dispusieron que Martín y Sonia, la responsable de todo aquello, fueran juntos en la ambulancia, rumbo al hospital.
Dos médicos asistían, de a ratos a uno, de a ratos a otro, en un ritmo vertiginoso pues no alcanzaban a dimensionar el alcance de las heridas.
En un momento ambos se vieron las caras ensangrentadas.
- Al menos cuida de Samy.- dijo Sonia, con el último dejo de aliento que le quedaba, en una frase que se transformó en un eco dentro de la cabeza de Martín, antes de desvanecerse.






Capítulo XXIX






Despertó empapado de sudor. El reloj de la cabecera marcaba las diez de la mañana. Era un domingo espléndido, donde los rayos de sol entraban por la ventana entreabierta, y el aire fresco y limpio invitaba a disfrutar de aquel día con total intensidad.
- ¿Martín? ¿Sucede algo?- preguntó Mariela, mientras se acomodaba los pendientes frente al espejo.
- No..., no. Habrá sido nuevamente la pesadilla de siempre. - respondió, mirándose las costillas y pasando su mano por la amplia cicatriz que le quedó como recuerdo.
- ¿Te encuentras bien?- preguntó con ternura Mariela, acariciándole los cabellos.
- Sí, sí, no te preocupes.
- Bueno, aprovecho que te has despertado para ir a llevar el encargo que me hizo ayer Lorenzo, a la casa de su amigo. Le he dado hace media hora la leche a Samantha, y ahora duerme. Supongo que no me demoraré, pero por las dudas, contrólale la temperatura si notas que está inquieta. El diente ése que no acaba de salir la tiene fatal a la nena.
- ¡El primer diente!- exclamó Martín, abrazando a Mariela.
- Es una dulzura, es un amor, un angelito...
- Gracias, Mari... - se limitó a decir, diciendo todo lo demás con los ojos felices que comenzaban a acostumbrarse al nuevo día.
Ella salió de la habitación, soplando la palma de su mano al arrojarle un beso. Seguía siendo tan radiante y segura como el primer día que la vio.
Martín se quedó sentado en la cama, recordando decenas de situaciones. Ahora todo eran anécdotas; tristes, ingratas, importantes, determinantes, especiales. Hasta que se preguntó si todo aquello había sido necesario para estar de la manera en que estaba ahora, con una familia establecida, con una familia que tiempo atrás no concebía ni era capaz de imaginar.
Ahora se sentía equilibrado, contenido, capaz de generar situaciones y actitudes hacia la persona que tanto había hecho por él. Sentía que su vida había y estaba siendo espectacular. Sabía también que no muchas de las personas que, como él, habían tenido los inconvenientes que él no podía olvidar, tenían la posibilidad de encontrar el orden y la paz de la cual era dueño.
Nombró, haciendo un breve repaso en su memoria, a cada una de las personas que habían transformado su vida.
- Papá. - murmuró, moviendo la cabeza resignadamente.
No había vuelto a saber de él. Un día, no imaginaba cuál, sabía que iría a pedirle disculpas. Por sí mismo, por estar bien y transmitir ese bienestar. Desconocía la reacción de su padre, tampoco le preocupaba demasiado en esos momentos. Solo iría a disculparse, el día que sintiera que podría mirarlo a los ojos y estar seguro de sí mismo. Sería difícil, pero también satisfactorio.
- Lorenzo. - prosiguió con una sonrisa.
Estaban distanciados por tiempo y espacio. Solo por eso. El placer de la nobleza y la actitud de su amigo habían logrado que comprendiera la elección de aquel hombre. Ayudar a los demás, en la integración, en el desarrollo, compartiendo conversaciones que parecían estériles, pero que en el fondo reconfortaban.
- El Corto. - se preguntó, entre mezcla de nostalgia y gratitud.
Aun resonaba en su mente, de tanto en tanto, la filosofía de aquel viejo que había apuntalado su nueva vida. El Corto había sido el principio, y reconocía que por ese viejo, también el fin de una etapa más que complicada. También a este hombre, algún día, sabía que iría a verlo. Pero antes de hacerlo, quería crecer y contar con la suficiente entereza como para darle a entender, sin palabras, que todas aquellas charlas que habían tenido, valieron la pena.
- Víctor, Sonia... - ahora los nombres sonaban lánguidos, como si la falta de entendimiento sobre la partida de esas personas de este mundo no fuera entendible. No lo era, pero tampoco representaban un problema en su vida. Optó por aceptar que fueron anécdotas que fueron necesarias para formar el presente que hoy estaba viviendo. Nada podía cambiar de  todo aquello; las cosas habían resultado de manera imprevista, meses atrás.
El repentino llanto del bebé lo trajo a la realidad.
- ¡Samy! - dijo, incorporándose rápidamente y yendo a atender a la niña.
Era, sin dudas, un acto de amor que no podía haber coronado de mejor forma su reinserción en la sociedad. Con toda la madurez y la entereza que la delicada situación promovían, habían logrado la tenencia de la niña, tenencia justificada al hacer Martín el estudio de ADN correspondiente, y que certificó su paternidad.
El joven temió por la postura de Mariela cuando planteó su interés. Mariela, dividida en sus sentimientos originalmente, fue haciéndose a la idea, terminando por confirmar su elección y su apoyo el mismo día en que, por primera vez, tuvo en brazos a esa hermosa niña de enormes ojos verdes. Ese día, cuando sus labios se atrevieron a murmurar la palabra "hija", y sus ojos no pudieron contener las lágrimas de emoción, supo que la vida la estaba colmando de satisfacciones que no tardaría en disfrutar.
Mientras acariciaba con el revés de su mano a la pequeña, Martín contempló como se entrecerraban los ojos de ella, acompañados de un par de resoplidos de satisfacción antes de volver a dormirse.
El joven levantó la cabeza, mirando el blanco techo, como si fuera capaz de atravesar con sus ojos y recorrer el cielo. Estaban irritados, pestañeaba sin cesar para lubricarlos.
-  Hola, soy Martín.
Las lágrimas no tardaron en rememorar aquella lluvia.






Capítulo XXX







Cuando sonó el timbre de casa, aquel domingo, pensé que sería mi suegra que había adelantado su llegada. En cambio encontré a una joven con gafas oscuras que esperaba inmóvil, con un sobre sostenido con ambas manos.
- ¿Sí?- pregunté, creyendo que sería uno de esos testigos de Jehová, o alguien que venía a predicarme sobre las bondades de la religión.
- Hola. Me pidió Lorenzo que le alcanzara esto.- se limitó a decir ella, sin que yo pudiera reaccionar.
- ¿Pero... ha salido ya del...?
- No, sigue internado. Está muy bien, no se preocupe. Seguramente el contenido de este sobre le brinde más explicaciones de las que yo pueda darle.- dijo, extendiéndomelo.
- ¿Usted es una amiga de él?
- Digamos que sí. Pero no quiero interrumpirle su domingo. Creo que podrá darle valor a todo esto, por lo poco que me comentó Lorenzo.
- ¿Qué le ha dicho?- pregunté inocentemente y con una curiosidad que no podía disimular.
- Debo irme, lo siento, de verdad. Mi familia me espera para almorzar. Tal vez nos volvamos a ver.
- Gracias.- alcancé a balbucear antes de perderla de vista.
Cerré la puerta y fui directamente al cuarto donde generalmente escribía mis relatos, mis ensayos, mis informes.
Me senté, dejando el sobre por unos minutos frente a mí, tratando de imaginar de qué se trataba todo eso.
Al fin lo abrí, encontrando en las primeras hojas las cartas que le había enviado a Lorenzo, tiempo atrás.
Me sorprendió verlas. Lo primero que pensé es que no las habría leído. Pero como aun había más papeles dentro del sobre, esperé para sacar conclusiones.
Leí cada hoja atentamente, con ansias, como si estuviera devorándolas. No tardé en comprender de qué se trataba. Fui enterándome de cada persona que Lorenzo describía, junto a sus sensaciones para con cada uno.
Estuve dos horas leyendo las treinta hojas, aproximadamente, que conformaban la historia que se fue moldeando en mi cabeza, desde ese mismo instante.
Fue tan extraño, tan especial, porque realmente sentía estar viendo el muro que en varias ocasiones aparecía descrito.
Cuando repasaba sus comentarios, sus reflexiones, me parecía estar oyendo su voz leyendo esa página, encima de mi hombro.
Y en la última hoja, la de despedida, no hallé un petición de su parte; sólo una reflexión que sirvió para darle todo el sentido que Lorenzo buscó.
“Haber encontrado mi sentido en esta vida, y recordar el camino que he recorrido hasta hallarlo, me parecieron motivos suficientes para acercarte estos pensamientos, estas reflexiones, y una breve descripción del entorno que las envolvió. Gracias por tus letras, han servido para apuntalar el deseo de la búsqueda, del bienestar propio. Ahora quiero vivir, de tal forma que, si es cierto como dice el más bajo de mis amigos, que existe la reencarnación, no tenga que volver a este mundo. Quiero hacer todo lo que esté a mi alcance, como si hubiera descubierto que hasta ahora he perdido el tiempo en tonterías. En estas líneas pueden ir relatos extraños, insólitos, reflexivos o deprimentes.
Sé lo que harás con ellos. Por eso, en un papel, te envío también mi sonrisa de satisfacción.
Si me equivoco y tengo que volver a este mundo, estoy completamente seguro de que habrás dejado una pista para que en mi nueva vida recuerde viejos tiempos, viejas enseñanzas que se olvidan...”
No había sido una petición. Había sido un mensaje, una puerta entreabierta esperando a que yo la cruzara. Y en ese mismo instante, sin jamás haber estado, me adentré al mundo según los ojos de mi amigo.
Escribí, escribí, dejándome llevar por las expresiones que recordaba en mi mente, por las sensaciones que en ella se producían, mientras un extraño interrogante forzaba por ser develado.
¿Qué nombre debía darle a “la pista”? Si Lorenzo no recordaría nada, poco serviría ponerle un nombre sugestivo, que llamara su atención, el día de mañana. Tenía que ser un título más allá del significado a primera vista, para alguien que está en la búsqueda. ¿Qué había, entonces, detrás de ese significado?
Era una pregunta que encerraba una respuesta, una elección.
“Del otro lado del muro”, sugirió la mente. Del otro lado no se sabe, hasta que se accede, hasta que se ve y se elige. Y es lo que cada uno, en su vida, hace.
El título invitaba a la curiosidad, a saber que había tras él. Y allí, una vez dentro, podía reflejar situaciones reales, reflexiones y pensamientos que tal vez pudiesen más que llamar la atención del lector. Podían despejar ciertas inquietudes, ciertas posturas sin definir, en la búsqueda del camino propio. No estaba concebido en la idea de orientar, ayudar, o modificar la conducta de nadie. Fue retratar los pasos de un amigo, que encendió la luz de otro.
No pude acabar el escrito sin dejar de preguntarle, como si realmente pudiera oír la respuesta, al lector: ¿De que lado estás?




XXXI





Quise incluir en la novela, y que fuera parte de ella a través de un capítulo, la forma de ser concebida. Originalmente la idea comprendía que fuese escrita entre dos personas; un amigo lejano en la actualidad, y yo, a través de correos electrónicos mediante internet. Cuando comenté la idea, Juan Manuel se entusiasmó más de lo que esperaba que hiciera. Le expliqué un poco las circunstancias y el entorno, y no tardó en enviarme el perfil de uno de los personajes. Martín, puntualmente.
En mí recaló darle forma al otro personaje, Lorenzo. Los conjugué, los entrelacé, y me sumergí en ese mundo que acababa de formar.
A Juan Manuel los tiempos, la vida, las inquietudes, lo fueron alejando del tema, hasta que se transformó en un amigo que esperaba ver el resultado de mi motivación.
Recién comenzaba a darle forma a los inconvenientes que caracterizaban a estos personajes, cuando oí el resumen por parte de mi mujer, sobre un libro que hablaba de una psicóloga y un colega, comunicados por correos electrónicos que se enviaban. Pero dichos e-mails no llegaban al colega, sino a una persona común y corriente, que fue leyendo, uno a uno, los análisis y las descripciones que la psicóloga hacía. “Amarse con los ojos abiertos”, de Jorge Bucay, más concretamente.
Sirvió, por la similitud de internet en dicha novela, a como originalmente tenía previsto desarrollar “Del Otro Lado....”
Escribía un capítulo por día, normalmente, aunque hubo días que ni siquiera encendía la máquina, buscando las formas correspondientes para transformar las ideas en letras. A medida que avanzaba en el nudo de la novela, el desgaste era cada vez mayor, buscando el sentido, la lógica, que fueran frases que se comprendieran. La mayor dificultad que tenía era  conjugar el lenguaje de los personajes; el “voceo” clásico de Argentina y muchas expresiones que en otros países no se utilizan habitualmente, como así también palabras de la lengua castellana que en mi país de origen convertirían a la novela en una lectura ajena a la idiosincrasia  popular de las expresiones.
Necesitaba, luego de escribir el capítulo de turno, desprenderme de todo aquello. Descargar la tensión con amigos, con algún paseo, escribiendo e-mails o llamando por teléfono para hablar de otras cosas.
Ocasionalmente comencé a jugar un juego de cartas a través de internet. Tenía que ser así, supongo, porque en esas vueltas de la vida, conocí a Paula, una psicóloga que automáticamente, al saber de su profesión, la hice parte de mi mundo. Ha colaborado de una forma especial en la concepción de este libro. Sus palabras, su vida privada, su búsqueda, también las transformé para moldear a una Mariela que ya estaba en mis planes desde hacía mucho antes, pero ahora tenía un poco más de peso en la historia.
Muchas de las cosas que se encuentran dentro de “Del otro lado del muro” lejos están de ser novelescas. Son lamentablemente ciertas, aunque en algunas de ellas se encuentre reflejada mi propia visión de los sucesos que se mencionan.
Mientras iba escribiendo el libro, y compartiendo un poco con los conocidos sobre mi dedicación, me enteré del escepticismo que muchas personas tienen sobre los centros neuro-psiquiátricos. La gente tiene una idea sobre dichos centros fundada en el temor hacia lo desconocido, bajo el concepto de que los internos son personas perdidas. Lamenté mucho ir oyendo esto, pero tampoco buscaba modificar la idea que la gente tiene sobre los manicomios. Al fin y al cabo, cada uno está en su mundo, dicen.
Solo cuando se comparten, cuando se rozan, cuando se deja de desconocer, se entiende que vivimos en el mismo mundo, aunque seamos diferentes. Y como aun no conozco a alguien que no tenga problemas, describir los inconvenientes de esos marginados en una forma diferente, brindándole  un aire más filosófico a los personajes, me pareció acertado, cuando entiendo que mi propia vida puede tener varios matices de esos personajes.
No había desarrollado un prólogo para el libro. Pensaba que le quitara gracia al hecho de sumergirse en la lectura sin más que las expectativas que el título pueda generar.
Pero al leer una y otra vez el escrito, caí en cuentas de la necesidad de conceptos con los que el lector podrá encontrarse en el transcurso de las páginas.
Y este último resumen que contiene el inusual capítulo treinta y uno, hace compartir mi realidad, mis expectativas, mis años de vida, de búsqueda.
Aun queda mucho por hacer, aun queda mucho por andar.
La expresión y el sentido con el que fui moldeando la historia, fueron acompañados de un dicho que repetía constantemente, mientras escribía uno a uno los capítulos, forzándome a ser fiel a esa idea: “De verdades habrá pocas, pero de mentiras, ninguna.”
El hombre no cesará de buscar, pues los límites nunca acaban de cruzarse.



Fin