Personales de los hijos




                                               ¡Papás!








He reflexionado bastante en la necesidad de escribir sobre los niños, los hijos, nuestros hijos. Siempre se ha dicho que nadie tiene el manual para criarlos, para saber lo mejor, para que ver crecer a esa semilla sea un disfrute más que una complicación. Sigo con la idea de que compartir es fantástico, creyendo que es un granito de arena que tal vez sea uno más en un reloj, en una playa, en una casa, o hasta por qué no, en un ojo.
Todo comienza con la gestación. El ponerse de acuerdo la pareja en la búsqueda de ese nuevo ser. Habitualmente se dan esos comentarios de que no es un buen momento para tener un hijo; de que él o ella no están preparados, la situación económica, la necesidades personales, y demás cuestiones que no aportan a la causa.
Es fundamental el querer de ambos. Sí, están los casos de que al principio uno de los dos no estaba convencido, y con el transcurso de las semanas y los meses las ideas van modificándose. Esto puede resultar natural, pero también puede acarrear inconvenientes el día de mañana, una vez consumada la obra o el intento. Entendamos esto como si, al nacer el bebé, alguno de los padres guardaba cierto recelo o preocupación por ese nuevo integrante, y ese bebé nace y se desenvuelve apropiadamente, todo es fantástico. Pero si hay algo, alguna anomalía, cualquier problema que entendemos que puede existir, o cualquier complicación, esos recelos o la idea de que no era un buen momento pueden aflorar nuevamente, restando más que sumando dadas las circunstancias.
Una vez tomada la decisión, lo más sano y efectivo para ambos padres es la mutua conciliación en el proceso. Ni vale, ni tiene sentido, ni aportará el día de mañana, cualquier cosa que haya quedado en el tintero antes o durante la gestación.
Cuando con mi esposa tomamos la decisión de buscar nuestro primer hijo, a estos detalles los desconocía. De manera que, una vez confirmado el embarazo, comencé a pensar en la variedad de problemas que podrían existir al nacer ese bebé. No era pesimismo, pero sí una necesidad de sentirme preparado ante cualquier eventualidad, cualquier noticia inquietante sobre esa criatura. Disfrutaba de ver crecer esa barriga, untándola de crema alguna que otra vez y hablándole a quien estaba en el interior. Ahí fuera estaba un papá expectante y cariñoso, que estaba organizando todo lo posible para que el arribo de esa criatura fuese óptimo. Entonces me “armé” de una coraza; por si nacía con incapacidades físicas, con inconvenientes psíquicos, cualquier cosa que se presentara como irreversible y definitiva. Sin obsesión, y en silencio, tenía almacenado todas las reacciones para sobrevivir a cualquier eventualidad que nos tocara vivir con nuestro primer hijo. La niña nació por cesárea, y llegó a nuestros brazos con una paz y una tranquilidad de ensueño. Apenas si emitía un leve quejido cuando quería el pecho, como esos gatitos pequeñajos que maúllan levemente por su mamá. Era fantástica.
Y como nada de lo que había estado pensando se produjo, al fin logré relajarme y entregarme a disfrutar plenamente de nuestra hija. Cosas de la vida, a las dos semanas de haber nacido, el bebé se cayó, estando recostada en la tumbona donde la ubicábamos diariamente sobre una mesa, al suelo. Seguramente debido a la caída y al golpe que se habría dado, lloraba desconsoladamente. La madre le dio el pecho, logrando que se calme, y minutos más tarde dormía plácidamente. Fue el día que le dimos su primer baño, una vez que el ombligo se despegó completamente de su vientre.
Por la tarde tuvimos cita con el médico, que la pesó, la midió y nos fue haciendo preguntas sobre los hábitos de la pequeña. Todo en orden. Al terminar, hicimos mención de la caída, y como no habíamos notado ninguna secuela, entendimos que solo había sido eso, una caída.
La doctora nos pidió llevarse a nuestro bebé para hacerle algunas pruebas, minutos que se hicieron eternos. Cuando regresaron, traía consigo un sobre. Instalados nuevamente en el consultorio, recuerdo perfectamente que mi rostro se puso pálido; un frío desconocido recorría todo mi cuerpo, un mareo absorbente se adueñaba de mi cabeza. La placa radiográfica que nos estaba enseñando indicaba claramente una fractura. Pero dicha fractura era de cráneo, sumada a un leve pero también notorio derrame cerebral. Tenía que quedarse ingresada.
Volví a casa a buscar ropa y pañales. Mientras conducía, mi mente colapsada oía la batalla que se libraba por los ecos de todo lo que había pensado que le podía suceder, lo que le estaba pasando a mi pequeña y que escapó de mi imaginación, la muerte inminente que se cebaría con ese ser de poco más de tres kilos, lo inútil y estéril que había resultado el creerme preparado para cualquier eventualidad. Tal vez no moriría, pero un coágulo de sangre en el cerebro hace presión. Si se detiene, si no se detiene, si acarrea secuelas, si todo saldrá bien…
Al llegar, caí en cuentas de que no tenía la llave de la casa. Tuve que entrar por una ventana, del piso de arriba, trepando por un árbol. Justo era la ventana de la habitación de la niña.
Miré las muñecas, los adornos, los regalos, los cajones entreabiertos de su ropita, y me senté sobre la cama, a llorar desconsoladamente. Todo el tiempo y la energía que había invertido en estar preparado por si, toda la ilusión y la alegría de esa nueva vida que ahora no estaba presente en esa habitación, toda la rabia e impotencia que por un detalle, por un descuido o por lo que fuera se estaban poniendo de manifiesto. Esa tarde comprendí que con las lágrimas no remediaba lo que ocurrió ni me resignaban a lo que debía de seguir sucediendo. Con los brazos extendidos hacia los lados, pedí la fortaleza necesaria para asimilar lo sucedido. Sin pensar que fue un error, creyendo que se trataba de una lección, deseando que estuviera la oportunidad de hacerlo mejor.
Días después, cuando los médicos se cercioraron de la estabilidad que mostraba la pequeña, pudimos volver a casa. Siempre había asociado que un hueso roto requería escayolar o enyesar el contorno, de manera que imaginaba ser el primer padre cuya hija tenía la cabeza vendada y tiesa. Nos explicaron que no requería nada de esto, y que visitando frecuentemente a un especialista por lo del derrame bastaría.
Y fue el pediatra quien al quinto mes de ocurrido el incidente, en una de las visitas mensuales paralelas a las que manteníamos con el otro profesional, nos explicó que ya estaba bien, que ya había pasado el tiempo, que la niña se encontraba en perfectas condiciones como para que sigamos recurriendo mes a mes y “refrescar” todo lo sucedido. No solo fue una lección para ser más cuidadosos. También lo fue para no pensar recurrentemente en todo lo negativo que puede llegar a ocurrir, para entender que jamás se está preparado si la vida de un hijo está en juego.
Ya han pasado muchos años de aquel incidente, que acabó siendo anecdótico pero enriquecedor. Ahora veo los padres que están permanentemente sobre sus hijos, que no se caigan, que no metan la mano donde hay electricidad, que no coman arena cuando están en la playa, que no tomen frío, que acaban agotados por tantos cuidados. Mezclo la torpeza por el descuido que nos ha tocado vivir, con este agobio que resulta estar sobre un niño a cada instante, porque en cuanto nos descuidamos, están donde no deben.
Entonces pienso en el equilibrio. Ni exceso, ni dejadez. Ni fanatismo, ni despreocupación evidente. El médico le respondía a una madre, preocupada porque cuando iban a la playa el niño comía arena. “Déjelo, no se la va a acabar”. Más allá de cómo se tome esta sugerencia del médico, es positivo para los padres ser cuidadosos con sus hijos, pero no proclives a “enfermar” a sus hijos con todos los riesgos que los pequeños puedan experimentar.
Cuando el niño es pequeño, podemos minimizar todos los riesgos que se nos ocurran, que él crecerá buscando inconscientemente experimentar alguno. Para nuestra tranquilidad y la seguridad del pequeño, está la parte educativa. Le explicamos, elocuente o parsimoniosamente, lo que no debe hacer y por qué. Y será un tanto difícil que lo comprenda inmediatamente. Pero resulta más satisfactoria y provechosa la educación que la prevención constante porque no haga, toque o ingiera.
Por mencionar un ejemplo ¿Cómo se le explica a un niño que no debe tocar los sitios donde hay electricidad? El niño ha de comprender lo que es un “no”. Depende de cada padre, claro está. Si así y todo, el niño busca de tocar allí donde no debe, está traspasando un límite. Cada padre tiene su criterio ante esto; quienes apelan a la psicología, quienes cortan por una palmada. Nada en exceso, claro. En la búsqueda de un resultado, en este caso que el niño no toque donde hay peligro, diferentes pueden llegar a ser los caminos. Porque así como hay pequeños que respetan el “no” inicial, o necesitan una explicación mínima, también los hay que las palabras no le bastan. El límite que los padres ponemos a nuestros hijos es, a la creencia de cada uno, lo mejor para ellos. Si lo traspasan, si no lo respetan, y si nos importa nuestro hijo, habremos de marcárselo como creamos conveniente y resulte efectivo. Y no negociable. Todos los integrantes de una familia tienen derechos y obligaciones, en menor o mayor escala. Sin llegar al autoritarismo, debemos saber que nuestros hijos también tienen vida propia y deseos propios que a veces no están de acuerdo con los nuestros. Si estamos convencidos de que algo resultará nocivo y perjudicial para nuestro hijo, hacérselo saber de la mejor manera posible. Y esto va en relación cuando nos hacemos abonados al “no” constante. Eso no se toca, eso no se come, por ahí no se va, no hagas eso, no hagas, no hagas aquello. Educar es una cosa, y censurar constantemente por nuestra propia tranquilidad es otra.
Una pareja de amigos con las que en ocasiones nos juntamos están en constante estado de alerta por lo que hace y deja de hacer su hijo, que apenas tiene un año. Que deje el teléfono, cuando el pequeñajo descuelga el auricular porque no está haciendo otra cosa más que repetir lo que habrá visto cientos de veces que haces sus padres. El temor a que rompa, a que ensucie, a que se haga daño, a que haga daño. Olvidé preguntarles si han hecho una lista ideal de comportamiento, a modo de agenda diaria, de cómo quisieran que su hijo procediera. Cómo es su hijo, y cómo les gustaría que fuese en realidad. Y estoy convencido en gran manera de que cada hijo es como sus padres quieren que sea. Porque todos los padres tenemos más experiencia, aunque seamos primerizos, de la que puede llegar a tener un crío. Y he aquí el cómo cada uno aplica sus conocimientos, su sentido común, la educación.
Levantarse a las tantas de la madrugada, para darle de comer. Hay una edad, un tiempo, en el que el niño necesita el alimento. Pero también llega el tiempo, alrededor del año de vida, dada la contextura física, el peso y el organismo, que los niños no necesitan comer por la noche. Que los padres se levanten para dar el pecho o el biberón para calmar el llanto de ese bebé que no los deja dormir, es un criterio. Pero que el niño no necesita ese alimento como algo vital en ese momento, es otro. Somos los padres que tenemos que educar, porque al día siguiente trabajamos, o tenemos más asuntos que atender, quienes debemos marcar la pauta. No esperemos que un niño de esa edad sea benévolo con nosotros, considerado porque trabajamos y necesitamos descansar, y que cambie su proceder porque nos quiere ver óptimos.
El niño es concebido con las cualidades positivas y negativas de ambos padres, adquiridas aleatoriamente en el momento de la fertilización, que se van acentuando o perfeccionando cuando sale a la luz y está bajo nuestra tutela. Es un nuevo ser, pero que tendrá mucho de ese papá y de esa mamá. Y en varias, incontables ocasiones, nos encontraremos diciéndole algo al niño que nosotros mismos hemos hecho y ahora no lo vemos bien, u otras que nosotros o nuestra pareja no fuimos capaces de hacer pero pretendemos que él sí las haga. Siempre le hablaremos a él viéndolo único, aunque a veces nos reconozcamos a nosotros mismos o a nuestra pareja en ese cuerpecito que nos oye. Por eso ser padres es algo que se va aprendiendo a medida que nuestro hijo crece.


Los buenos hábitos ayudan a que la gestación sea favorable. No solo de la madre, que lleva consigo ese ser que va desarrollándose día a día. También es el padre quien, a pesar de no llevar dentro de su cuerpo a esa ilusión materializada, puede contribuir en mucho más que el simple hecho de acompañar y cuidar. La mujer ha de entender que el hombre puede sentirse desplazado; pero con pequeños detalles puede hacerlo participar, detalles que la mayoría de los hombres esperan por conocer y en su medida, saciar o corresponder. Es maravilloso el rol de la mujer; que gesta, que da la vida, que da alimento. Pero también puede ser maravilloso el rol del padre si a sí mismo no se considera alguien que solo puso la semillita, que cuidó de lo que ella necesitara, y tiempo después se ocupa del bebé cuando ella está exhausta. Él también deseó a ese bebé, y a su manera disfrutándolo. De él también depende que esa criatura conozca y diferencia las voces, se calme o se altere, se duerma plácidamente o se relaje en sus brazos, reciba los valores que tenga para transmitirle.
Un bebé, para una pareja, es algo nuevo. Deseado, anhelado, esperado, imaginado, pero nuevo al fin. Tan nuevo que pasa a ser desconocido. Porque no se sabe cómo funciona. Uno puede tener cierta idea de lo que haya visto u oído. Pero el temor a la fragilidad con la que se presentan estos seres al mundo hace que se vean tremendamente vulnerables, fáciles de romper o de que se dañen y en el peor de los tormentos mentales, se mueran. Es lógica la satisfacción de tenerlo en brazos, cuando ya salió del vientre, cuando ya es parte importante de esa familia. Porque la historia siempre parece comenzar a partir de un momento puntual; si del día o la semana en que ambos padres decidieron buscar a ese hijo, si de cuando a la madre ya no le cabía la ropa que usaba habitualmente, de si nació por cesárea o parto natural. Para cada padre y cada madre tiene una representación personal, compartida o no, cuando se asume y desarrolla la idea de la inminente llegada de ese ser.
Es efectivo confiar plenamente en los médicos y asistentes que ayudarán a ese ser a ver la luz. Quitarse todas las dudas y temores en cada visita, en cada detalle que vayan observando. Es normal y natural.
Cuidarse de no bajar rodando por unas escaleras, de no hacer un esfuerzo físico que involucre al feto, intentar no consumir aquello que entendemos que no es sano ni para la madre, ni para el bebé, son mínimos que debemos ejecutar.
No es ni normal ni habitual que la madre o el niño mueran durante un parto. Ocurre, en varias ocasiones, que tal vez todos conozcan porque a tal o cual le sucedió, pero no es lo habitual. Hay que predisponerse mentalmente a que el parto será hermoso, que la experiencia será única (que de hecho lo es), y a que todo saldrá bien. Absolutamente nada se gana dejando el mínimo resquemor a que algo malo pueda llegar a ocurrir. Nada. Ni el “yo lo sabía”, o los “ya me imaginaba” o “algo intuía”. Nada negativo ayuda. Si ocurre, ya se le buscará lo que corresponda. No existe el daño menor por haberse creído “preparado” para cualquier incidente. Todo saldrá bien. Y repetir esto, y sentir esto, hará que todo salga bien. El temor se alimenta de nosotros y de los pensamientos que le damos de comer.
¿Niño o niña? No tiene por qué ser igual, pero tiene que acabar siéndolo. Cada uno puede tener sus fundamentos basados en ideas, sentimientos, “si es como la madre, tendré dos flores en casa”, “si es como el padre, tendré dos hombres maravillosos”, que al fin y al cabo, será el bebé de ambos. Amar a ese ser desde que supimos que se encaminaba hacia nosotros. Amar y entender que solo estará bajo nuestro amparo hasta que la vida lo reclame. Porque a un hijo nos los presta la vida; quince, veinte, veinticinco o treinta años, y luego se van. Siguen y seguirán siendo para siempre hijos, pero tendrán su vida y su destino que habremos de respetar.
Ya está, ya llegó, ya está aquí. El alumbramiento es tremendamente especial. Entender a la velocidad que late el corazón de ese bebé que está a punto de salir no tiene comparación. Tenerlo en brazos, arrugado, con moretones si nació por parto natural o gris si fue por cesárea, es único. La criatura ya está, y ahora necesita totalmente de su papá y su mamá. Debería de ser sagrado el momento en que los tres integrantes de la familia comulgan por primera vez en una habitación. Con el olor a sangre, con la suavidad y los rasgos desconocidos, con esa ceguera pasajera que cubre los ojos de quien respira sus primeras horas de aire, pero se siente tan protegido y cuidado como dentro de aquella bolsa acuosa. Comulgar y relajarse, todos y cada uno. La mamá, con todo lo que vivenció. El bebé, con su nuevo mundo tan amplio y desconocido que le espera, y el papá, que se sintió inútil y frustrado antes los dolores y contracciones de la mamá, que esperó con los nervios a flor de piel para tenerlo en brazos y temer de darle un beso a esas mejillas únicas.
Ese momento ha de ser único. Es la base de una familia. Ya entrarán los padres de ella, los padres de él, los hermanos, amigos, vecinos y demás parientes. O hasta se den los casos de que no entre nadie. Poco importa, porque lo fundamental es quienes salen de esa habitación.
Cada uno entenderá las condiciones que se tienen que dar para que se forme una vida. Sin la participación de la mujer, no hay vida. Y sin la del hombre tampoco. La mujer lleva la función vital a su máxima expresión, desde la gestación, hasta el alumbramiento y posterior alimentación. El hombre no tiene por qué ser un espectador en aquella obra. Está en cada uno la participación que quiera tener. Es muy importante valorar y entender que a los hijos se los tienen de a dos. Hay muchos, incontables casos, en los que esta situación no se da, por diversos motivos, factores o circunstancias. Divorcios, defunciones, separaciones, situaciones puntuales. El padre y la madre le han dado a ese nuevo ser características de cada uno de ellos, a través de los genes, y cultivarán con el paso de los años el huerto de la sapiencia de ese bebé, allanándole el camino hacia el desconocido destino que le espera. Los hijos tienen un destino, nosotros tenemos deseos para ellos.
Ocuparse de la mamá. Una vez que todo ha salido bien, o relativamente, o el bebé ya no está en el vientre, hay varias pautas a seguir. Más allá de la ropa que le pondremos, de que incorpore lo más rápido posible el pecho, de sentir que descansa plácidamente, de mirar cada dos o tres minutos si respira, también está la madre. Disfrutó y disfruta, dolorida y cansada, de todo lo que ha estado ocurriendo. Necesita cuidados. No intensivos, pero sí de a ratos. El padre esperaba a ese bebé, los abuelos esperaban a ese bebé, las hermanas y cuñados, los primos y amigos, los vecinos, mucha gente esperaba ver al fin a ese bebé. Y la mamá pasa a un segundo plano que a veces es muy evidente y un tanto triste. La mamá necesita mucho cariño, afecto, detalles de cuidado, respeto y descansar, por sobre todas las cosas. Ahí es cuando el papá deja de estar pendiente de la respiración del bebé y engrandece lo que esa mamá ha hecho. En esos momentos es cuando transforma la impotencia de no poder hacer, en detalles que madre e hijo valorarán inmensamente.
Un hijo no cambia nuestras vidas. Los padres eligen tener un hijo, y todo lo que ello representará para sus vidas. Podemos seguir haciendo nuestras vidas, con las rutinas alteradas de acuerdo con el grado de implicación que cada uno sienta para con ese nuevo ser. Se puede seguir estando con los amigos, se puede salir de compras, se puede leer un libro, y demás gustos o hábitos que se tenían antes de la llegada del bebé. Se trata de compaginar, de organizar y de tener en claro esa escala de valores que cada uno tiene hecha interiormente. El bebé es una excusa real, pero relativa, cuando padre o madre van dejando sus aficiones, gustos o actividades que antes disfrutaban. Todo debería ser o estar en su justa medida, padre y madre de acuerdos.
“Es que desde que tienen al bebé, ya no salen o no nos juntamos como antes”. Es un comentario conocido, y a pesar de que se entiende y se respeta, no deja de sonar nostálgico para quien lo dice. Los padres eligen dedicar a ese bebé que demanda, demanda y demanda atenciones, todo el tiempo que les es posible. Hay padres que integran a su nuevo hijo/a al mundo que ya tienen montado, y los hay que montan su mundo alrededor del recién llegado. En este punto (en realidad, en todos los puntos) cada uno tendrá su verdad, todo lo que se elija tiene su validez sustentable, y todo tiene su precio. Si se está demasiado por el bebé, se dejan varios asuntos de lado. Y si se sigue como habitualmente, siempre andará la sombra de “mal padre, desubicado, para qué trajeron al mundo a una criatura si no se hacen cargo, etc. “
El equilibrio sustentable, aquel que permite seguir con nuestras vidas a la vez que se atienden las necesidades del nuevo ser, puede llegar a resultar complicado de conseguir, pero para quienes lo logran brinda un estado de armonía entre lo que éramos, somos y seremos. Un hijo no cambia nuestras vidas, cada uno de nosotros elegimos cómo será nuestra vida. Es un tanto descabellado “culpar o responsabilizar” a una criatura de ese modo. Quienes se abocan demasiado en un hijo, además de creer darle lo mejor, siempre cargarán sobre las espaldas de ese ser aquello que se diga o se calle suena a “di mi vida por ti” o “me dediqué a ti”.
Cierto día oí el comentario de que un abogado entabló un juicio a sus padres. Un juicio por manutención. El hombre en cuestión presentó una demanda, alegando que él no había elegido estar en este mundo, y que los “culpables” o responsables por haberle dado la vida no podían eximirse de la responsabilidad porque él ya era mayor de edad. El juez dio su veredicto, en el cual le daba la razón y obligaba a los padres a hacerse cargo de su hijo, hasta que se jubilara y pasara a estar a cargo del estado, con una pensión o jubilación. Cada uno sacará sus conclusiones con este ejemplo citado.
La vida existía antes de tener a nuestro hijo, la vida continúa luego. Cómo continúa, lo que deseamos, es algo que se elige, personal y fundamentado en las creencias y necesidades de cada uno. Si le ponemos límites a nuestro crecimiento personal porque creemos que no es compatible con la crianza de nuestros hijos, si seguimos intentando crecer mientras crece esa personita, si continuamos con nuestros proyectos personales sin abandonarlos porque “ya somos padres” y tenemos toda la intención de no dejar nuestra vida personal. Cualquier camino que se elija, con el paso de los años, nos traerá un recibo, una factura. Y será a pagar, o a cobrar, pero no estará en blanco. Nadie más que nosotros mismos está facultado para decirnos qué hacer, qué escoger o qué camino seguir. Podemos pedir ayuda, podemos intentar orientarnos, podemos oír opiniones, pero debemos elegir qué camino andar. Un hijo no cambia nuestras vidas, somos responsables de nuestros actos.
Llora, llora, llora. He visto que los doctores o asistentes, una vez que el bebé salió del vientre, lo primero que intentan es estimularlo a que llore. Para que respire, gritando o llorisqueando, para que sus pulmones comiencen a funcionar. Está claro que no buscan dañar al bebé dándole un pellizco o unas palmadillas en su cuerpo, sino estimularlo para que produzca esas bocanadas de aire llenas de vida. Es el primer modo de comunicación que se produce habitualmente: el llanto.
Los bebés no están familiarizados a nuestro sistema. No están familiarizados a ningún sistema. La única manera de comunicarse con la que cuentan es a través del llanto. Si llora, demanda algo. Alimento, incomodidad, necesidad de, inquietud, molestia. Ningún padre sabe puntualmente a que se debe el llanto de un bebé. Probamos, intentamos, se nos ocurre que.
Decimos que tiene hambre, que tiene gases, que necesita afecto, y nos sentimos satisfechos cuando el llanto cesa y el bebé reposa o duerme. Vamos “adivinando” día a día, llanto tras llanto, qué es lo que puntualmente le ocurre a nuestro hijo. No nos gusta que llore y no acertar el “diagnóstico”. Probaremos con todo lo que se nos ocurra que pueda calmarlo, y cuando escape a nuestras ideas, buscaremos ayuda en las personas de confianza. El bebé se acostumbra rápidamente a recibir atención cuando llora. Es su primer y de momento única arma para defenderse. A medida que vaya creciendo, utilizará esta arma para saciar sus necesidades sin razonar el efecto que provoca en quienes oyen su llanto. Los padres también debemos “armarnos”. De confianza, de paciencia, de afecto, de inteligencia.
El bebé en sus comienzos solo come, duerme y hace sus necesidades fisiológicas. Su energía se centra prácticamente en que su cuerpo vaya evolucionando día tras día. No tienen otro consumo de energía al que el resto de las personas estamos acostumbrados. Debemos estar atentos pero por sobre todas las cosas tranquilos, de encontrar lo que el hijo está pidiendo. Comida, gases, incomodidad, contacto. Probando con cada acción, tranquilos, serenos, transmitiendo confianza y afecto más que gritos y actitudes nerviosas, desespero y reparto de culpas inexistentes.
“Es increíble pero solo se calma cuando la madre le da el pecho”. “Disfruta de tomar el biberón en los brazos de…” A menudo creemos que el niño con el llanto nos pueda estar diciendo: “Quiero tomar el pecho izquierdo de mi madre, recostado en su barriga, con la cortina un tanto descorrida, y con la música que suena generalmente”. O tal vez “quiero estar en brazos de mi papá, quietecito, sin que deje de caminar y susurrarme lo que me dice habitualmente”.
Debemos entender que somos los padres quienes hacemos los hábitos de nuestros hijos. Si la madre solo le da de uno de los pechos, no tardará esa mujer en caer en cuentas de lo que le provocará al otro pecho. Si luego de mamar no buscamos la manera de que el bebé expulse el aire que pudo haber absorbido mientras succionaba, tal vez nos lleve tiempo entender qué le puede ocurrir si está en su cuna, calentito, bien comido, abrigado y con nuestra atención sobre él, pero se queja y llora. Si no lo higienizamos frecuentemente, será el cuerpo del niño el que, junto al llanto, manifestará el por qué de su proceder. Son pautas, mecanismos que debemos seguir para la tranquilidad de los integrantes de la familia. Porque llegará el momento en el que el niño llore, hayamos probado con todo lo que se nos ocurrió, y repentinamente deje de llorar. O cuando ya, extenuados, hayamos recurrido a las personas de confianza, seguido sus consejos pero sin éxito, y la criatura repentinamente deje de llorar, tome el pecho, o simplemente se duerma como si nada hubiese ocurrido.
Hay un momento biológico en el que el bebé llora por saciar una necesidad. Dentro de este momento biológico de crecimiento, sus necesidades o deseos se pueden resumir en alimentarias, de higiene, de incomodidad y de descanso. Podremos creer que le estamos dando todo nuestro amor con caricias suaves y abrazos repletos de amor, que si el niño llora de hambre, desestimará nuestras demostraciones hasta que su estómago esté saciado. Es un proceso tan fascinante por lo variado que puede resultar, que cuando nos sentimos familiarizados con las necesidades, nos damos cuenta (tarde habitualmente) que hay otros factores que comienzan a incidir en su llanto, y que no contemplábamos.
Pasados unos meses, el pediatra nos dirá que incorporemos, paralelamente a la leche, otras comidas. Algún que otro lácteo, puré, ciertas frutas, como así también una lista de lo que no debemos darle. El organismo del bebé irá adoptando estas nuevas costumbres, como así también su aparato digestivo. Siempre sabemos que ante algo que escape a nuestro entendimiento, tenemos la posibilidad de recurrir a un profesional. Vómitos, diarrea, dos o tres días sin defecar, fiebre… Es positivo para los padres intentar saciar las demandas y necesidades de un hijo, recurriendo a la ayuda del médico cuando algo no funcione como habitualmente lo hace. Pero como todo, en su justa medida.
Es desgastante y acaba siendo traumático para la pareja recurrir a un médico constantemente. Ese bebé acaba siendo, aunque jamás lo dirán, un problema más que una alegría. Como tampoco dirán que no ven el día que todos esos problemas acaben y puedan llevar una vida “normal”. Esta es una situación complicada, pues si se actúa de manera desesperada y recurrente para que el profesional dé un diagnóstico que nos tranquilice, nos habituamos a esta manera de resolver “los problemas” y vamos creyendo cada día que nos tocó un hijo proclive a las enfermedades y a los inconvenientes.
Y si por el contrario se cree que el niño llora por llorar, habiendo intentado calmarlo con los intentos habituales, y se lo deja llorar, los resultados pueden ser varios y variados en su contenido. Se puede acertar, creyendo que el bebé lo hace porque no tiene nada mejor que hacer y que para quemar energía nada mejor que llorar un rato. Se puede errar, porque luego nos enteramos que le está saliendo un diente y el remordimiento nos carcome, como el dolor que nosotros no supimos entender le carcomía la encía al pequeño. Justos y equilibrados, debemos intentar comprender los posibles motivos del llanto, plantear nuestras dudas y temores al profesional de nuestra confianza, y estar familiarizados lo más rápidamente posible con los nuevos inconvenientes. Ni dejar que llore calma al bebé, le ocurra o no le ocurra nada, ni desvivirnos porque deje de llorar hará que el bebé deje de hacerlo si no le apetece.
El llanto no remedia. Suele llegar el tiempo en que todo se hace metódico, organizado, casi sistemático. Dormir, comer, tomar un baño, cambio de ropas, interacción con los padres y el entorno. El bebé creció, hace tiempo que conoce la casa, la rutina, a sus padres. Su cuerpo crece, su rostro va moldeándose, sus expresiones y movimientos aparecen y son cada vez más amplios. Necesita saciar otras atenciones que las primeras que fuimos sabiendo. Y así como hay bebés “más buenos que un pan” por lo tranquilo y dóciles que se muestran, están “los hijos de la lágrima” por lo abonados que se muestran al grito y las lágrimas. Como el primer ejemplo no representa un problema o inconveniente, sino todo lo contrario, es más preocupante o necesario de resolver el segundo de los casos.
Ha de llegar el momento, tras días o semanas, con visitas al médico y desahogos con amigos, familiares y conocidos, que tras no dar con algo puntual que justifique tanta constancia de llanto, caigamos en cuenta que a nuestro hermoso bebé le gusta llorar. Y no sabremos discernir si llora porque tiene hambre, o porque tiene deseos de llorar. Si llora porque quiere dormir, o si llora por llorar. Y así, elevado a toda la potencia de ideas que se nos ocurra, cotejado con el “tiene ganas de llorar”. El llanto no remedia ni una necesidad, ni un deseo, ni un problema. Es un paliativo. Es una manifestación, y según la edad en la que se hace uso de esta manifestación, su significado.
Un bebé llorando busca calmar una necesidad, si la tiene y está en sus padres calmar dicha necesidad. No se alimenta de sus gritos y lágrimas, sino del pecho o de la comida que le den. No se le pasa el cansancio y el deseo de dormir, más que durmiendo plácidamente. Esto en la vida diaria, ya de mayores, se traduce como que a nadie le resucita la persona allegada, familiar, amigo o conocido, que haya muerto de la manera que le tocó morir, llorando. Sentimos y manifestamos, pero no podemos remediar la pérdida. Ni de alguien que murió, ni de habernos hecho daño físicamente y tener deseos de llorar, ni de perder algo de valor que nos lleve a esa manifestación. Jamás se remedia nada llorando. Esta afirmación no quita ni mucho menos el valor que para cada uno tenga el llanto, y la necesidad o el deseo de llorar cuando nos dé la gana. No remedia, desahoga.
Estas ideas buscan solo afianzar la confianza en aquellos padres que intentan descubrir las necesidades de su hijo, que en la mayoría de los casos aciertan, y que en otras se frustran porque no hay manera de saber qué le ocurre. Ante esa frustración, paciencia, perseverancia, sentido común y mucho apoyo entre ambos padres.
Habilidades. Nuestro hijo crecerá e irá aprendiendo lo que le enseñemos. Dependerá de la voluntad de los padres en la instrucción y del niño en su insistencia. Está claro que poniéndole una cuchara en la mano a nuestro hijo y esperar que la llene, la levante y se la lleve a la boca difícilmente veamos buenos resultados a la primera. O a la segunda, o a la undécima. Le enseñamos.
No tiene sentido enumerar todas las cosas que le podemos enseñar, pero si un detalle más que importante: la confianza. Demostrarle que, tras mucho tiempo de darle cucharada tras cucharada el alimento en su boca, llega el día en que ponemos esa cuchara en su mano y lo acompañamos en los movimientos. Un día, otro día, una semana, otro mes. Poco a poco, siempre confiando y demostrándole que lo hará mejor. Si un día tenemos prisa porque se nos hace tarde para, o porque queremos hacer otra cosa, y le quitamos la cuchara que durante tanto tiempo estuvo tratando de levantar con torpeza, tirando la mitad y esparciendo lo que queda entre la boca y su mentón, lo único que lograremos es restarle confianza. Todo lo que se ensucia se puede limpiar, todo lo que se derrama se puede recoger. Lo que se mancha y es difícil de quitar molesta. Pero la confianza que los padres le demuestran a su hijo allana el camino de su crecimiento, lo limpia de obstáculos y temores infundados.
Lo mismo ocurre con los primeros pasos. Si estamos pendientes de que no se caiga, de que no se golpee, de que no haga daño, de que no se lastime; transmitimos ese temor y logramos retrasar la evolución de nuestro hijo. Una cosa es la cautela y otra el temor constante al daño. Podemos vivir pendientes de que el niño no caiga, no se meta nada en la boca, no se lastime, no meta los dedos donde hay electricidad. Pero esto limita nuestra vida al miedo.
Hace un tiempo una pareja amiga nos contaba una experiencia con su primer hijo, cuando éste era pequeño y se escurría por toda la casa. Había encontrado un clavo, lo suficientemente pequeño como para meterlo en uno de los agujeros de una toma de electricidad, y como lo metió demasiado y no lo podía quitar, estaba intentando morderlo, para ver si así tenía mejor suerte. La madre, además de explicarle que eso no debía hacerse, con el único dinero que tenía ese día, compró un aparato eléctrico para la instalación que, de haber un corto-circuito en la casa, automáticamente cortara el suministro de electricidad en la casa. Hoy en día mecanismos de este tipo están presentes en prácticamente todos los hogares.
A la mayoría de padres nos pueden ocurrir situaciones similares. Y cada uno buscará “remediar” o prevenir que una desgracia o infortunio se produzca. Resulta enfermizo vivir atemorizado, y puede resultar trágico ser descuidados. Nuestros hijos tarde o temprano se caerán, de manera que buscaremos tener nuestro hogar preparado para minimizar los riesgos de esas caídas. Podemos vivir intentando que no se caigan ni se hagan daño, que ya se lo harán más adelante. Y es obvio que el niño no busca caerse cuando intenta dar sus primeros pasos, aferrado temblorosamente a una silla, a una mano u otro objeto. Es parte de su crecimiento y del nuestro. Ayudar, animar y confiar. ¿Acaso creemos que si la mamá y el papá tememos que algo le ocurra, el niño no se entera de que papá y mamá tienen miedo?
“En casa es de una manera, pero parece ser otra persona cuando está en…” Es curioso y revelador lo que ocurre en las guarderías, en los jardines de infantes, en la escuela. “En casa no quiere comer, pero en la guardería sí”. El comportamiento que tiene en el hogar, y el que tiene en otro ambiente, sin papá y mamá.
Una maestra de niños pequeños me comentaba que, en el caso de los niños cuyos padres estaban separados, era fácil de saber, el lunes por la mañana, si el niño en cuestión había estado con su padre, con su madre, o con sus abuelos. Aquí (y en todos los puntos en cuestión) cada uno seguirá obteniendo sus conclusiones. Nuestros hijos descubren poco a poco que hay un mundo mucho más grande además de papá y mamá, y necesitan interactuar en ese otro mundo, mostrando cómo son, copiando, siendo ellos mismos, viviéndolo.
No es el caso de catalogar de bueno o malo, positivo o negativo, cómodo o incómodo que un pequeño vaya a la guardería. Cada uno sabe los por qué y para qué, pero también debería saber el abanico de posibilidades que representa para esa criatura. Claro está que un día volverán a casa enfermos porque se contagiaron tal enfermedad, o con modos y actitudes que antes no tenían, o manifestando un apego hacia papá y mamá que sabíamos que existía pero no tan elocuente, y varias demostraciones más que tal vez nos lleguen a sorprender. Y es que de la escuela hacia adentro, el maestro es responsable de nuestro hijo. Y de puertas hacia afuera, nosotros. Podemos decirle al maestro que nuestro hijo necesita esto, aquello, y está acostumbrado a tal o cual situación. Nos oirá, nos explicará más o nos explicará menos, y nos iremos intranquilos o satisfechos. Lo que tenemos que saber es que ese maestro tiene más pupilos a su cargo, cada uno con sus respectivas necesidades, preferencias, gustos y maneras.
Su función no es suplir la variedad que hay en cada niño. Es un educador. No es papá y mamá. No es un amigo que nos entiende y hará todo lo posible por complacernos. Tiene una misión, regida por un programa educativo, sistemático, organizado y estudiado por profesionales, para ayudar al crecimiento de nuestro hijo, y de todos los hijos sobre los que esté a cargo. Allí radican nuestros temores, cuando creemos que nuestro hijo no se dormirá si antes no le cantan una canción, que no comerá si antes no le dan vueltas a la cuchara por delante de sus ojos como si fuese un avión, que si le cambiarán el pañal tan rápido como se le cambia en casa…
Tiempo después, cuando vemos que nuestro hijo “sobrevive”, nos relajamos y podemos ocupar nuestras mentes con otras situaciones, ya que la preocupación por si estará bien o no fue desapareciendo. El afecto y el apego a nuestro hijo también pueden llegar a limitar su normal desarrollo.
Papá bueno, mamá mala. O viceversa, como se dé el caso. El niño quiere algo, el padre considera que no es oportuno, se lo pide a la madre, y lo obtiene. Pide, los padres dicen no, la abuela, tía, vecino o amigo se lo dan. Como cada cuestión, esto del sí y el no tiene lo suyo.
Puede resultar todo lo complejo que se desee, o ser simple y metódico.
“¿Puedo comer un caramelo?- No sé, pregúntale a tu madre. ¿Puedo comer un caramelo?- No sé, pregúntale a tu padre.” Este ejemplo se puede aplicar a varias situaciones que comienzan a suceder en una edad, en un tiempo, y se hacen frecuentes. Basta con que papá y mamá estén de acuerdo implícitamente, de antemano, y las diferencias de criterio se solucionen entre ellos, a solas.
“¿Por qué estás comiendo helado antes de almorzar?- Porque mamá me deja. ¿Por qué lo dejas que coma helado? Porque se comporta muy bien, y es tan bueno, y…”
“No me parece que mire eso en la televisión”- dice ella. “Deja, deja, que así aprenderá”- responde él.
Estar de acuerdo tanto el padre como la madre es de una importancia poco apreciada. Si uno de los dos regaña al crío por algo que no debió hacer, y el otro, minutos más tarde, lo consuela, no hubo enseñanza. Quien pretendió educar se frustra, y posiblemente “devuelva” esa moneda a su pareja, el día de mañana, cuando la situación resulte inversa. Cualquier castigo, regaño o llamado de atención debe estar fundamentado y aprobado por ambos padres. No se trata de que cada vez que se le indique algo al hijo, los padres deban tener un debate y una conciliación previa. Puede también llegar a ser un hábito la unidad de los padres, aunque luego se queden horas y horas planteando entre ellos si están de acuerdo o no con la medida o la enseñanza. Que el hijo sepa que papá y mamá están de acuerdo en todas y cada una de las enseñanzas, aunque papá sea de una manera, y mamá de otra. Difícil de llevar a la práctica, si, pero práctico y beneficioso para la criatura. Se entiende que puede llegar a ser complejo que ambos padres coincidan; esto no es que estén de acuerdo entre ellos, pero sí que intentan buscar los mejor para su hijo al actuar como unidad. A solas, y con los argumentos que cada uno exponga, buscarán el consenso, el punto medio, los modos y maneras.
De la diferencia entre padres y madres los niños hacen un mundo, el que se le ocurra a su antojo. Cada uno sabrá la conciencia que puede llegar a tener un infante si se rige por sus antojos.
Para ser padres, hay que haberse preparado. Se puede ser padres improvisados, claro, ¿Por qué no? Preparados, o en constante estado de preparación, es buscar de a dos lo mejor para ese ser. Puede o no haber consenso, esto es algo que tanto padre como madre han de buscar para el bienestar de un hijo. Razonar, discutir, hablar, siempre entendiendo que lo que se está evaluando no es un motivo para pelea o enfado, sino aquello que cada uno considera como “bienestar”. Quienes tengan problemas personales en su relación matrimonial, tarde o temprano manifestarán ese problema en las elecciones que hagan para sus hijos. Como siempre, a veces acertarán, y en otras crearán un conflicto interno en el niño que en ocasiones es eventual, y en ocasiones acarrea secuelas.
Estos inconvenientes suelen ser evidentes en padres que se han separado, que están en proceso de separación, que tienen diferencias arraigadas, o que consideran que la llegada de ese hijo dividió la unión existente. Hay personas que creen que los hijos unen, y es el tiempo el que les dará o no la razón, si tienen interés en evaluar esa creencia y cotejarla con la realidad.
Nuestra experiencia, valedera hasta cierto punto. Antes de que el bebé llegue a nuestras vidas, podemos y tenemos la capacidad de ver cómo otras personas crían a sus hijos. Podemos documentarnos, informarnos, quitarnos dudas y temores, observando cuales son las actitudes que nos parecen positivas de otros padres, y cuáles no reproduciríamos en nuestros hijos. También el padre y la madre se contarán lo que aprendieron de sus respectivos padres, las experiencias personales vistas u oídas, buscando las pautas de la concordancia. Pero aunque sintamos que la experiencia o las creencias que podamos tener nos serán de suma utilidad, caeremos en cuenta de que siempre aparecerá algo nuevo para lo cual no estábamos preparados. Nuestros padres nacieron en una época, con unos usos y costumbres que seguramente difieren considerablemente de las que nos toca vivir; como sucederá con nuestros hijos el día que comiencen a considerar la posibilidad de hacernos abuelos. Estar al tanto de los cambios sociales y culturales, de entornos y situaciones, nos adaptará al medio en el que elijamos vivir para entender la problemática y las motivaciones de nuestro hijo. Mirando atrás vemos todos los cambios y/o evoluciones que ha habido, con lo que nos será de fácil comprensión que en los años venideros seguirán produciéndose. Debemos ir adaptándonos al medio en que se desenvuelve nuestro hijo, si queremos serle de utilidad en la resolución de las nuevas problemáticas que le irán apareciendo, sin desestimar las “soluciones de antaño”, pero entendiendo que tal vez no se ajusten a las necesidades puntuales de nuestra descendencia. También está en nosotros que la brecha que nos separa de nuestros hijos sea notoria o pequeña.
¡Qué mala/o que eres! Los comentarios o calificativos con los que tratemos o nos refiramos a nuestro hijo, y la reiteración de los mismos, harán que en la mente del niño se forme esa creencia sobre sí mismo y actúe en consecuencia. Si cada vez que el niño comete un error, le decimos que es torpe, ese niño crecerá sintiéndose torpe y haciendo lo que amerita para sustentar ese calificativo. Los padres son el referente de esa criatura, convive cada día con ellos, se nutre de la información que recibe diariamente.
En su cabeza está esa idea, se la hemos incorporado poco a poco, una y otra vez, como el constante goteo de agua que mella una roca. Si le decimos que es “el rey”, reiterándolo y reiterándolo una y otra vez, ese niño andará por la vida sintiéndose como tal, hasta que la sociedad misma se encargue de poner a prueba su creencia.
“Nos tocó así”. Los hijos “no tocan”, se hacen. Y se hacen, desde la gestación, hasta su posterior desarrollo como persona. Todos y cada uno vienen con su carácter incorporado, carácter que el día de mañana iremos reconociendo e intentando moldear para su propio beneficio, según nuestras ideas, creencias y capacidades. Su color de pelo, de ojos, su carisma e inquietudes innatas, sumado al carácter, son las pruebas físicas y mentales que hacen a su personalidad. Pero hasta ahí. Lo demás corre por nuestra cuenta. Un niño puede comportarse de forma rebelde a nuestro juicio, y dejar que manifieste esa rebeldía de manera impune, diciendo y diciéndonos que “es su carácter”. Un padre puede moler a golpes a su hijo, porque la rebeldía del mismo parece no tener fin, que seguramente no obtendrá los resultados esperados, más que su propia tranquilidad manifiesta en “hice todo lo que estuvo al alcance de mis manos”.
El hijo puede llegar a considerarse más astuto que sus padres. Hay casos y casos, cierto, pero que un hijo razone o proceda en función a esa consideración indica una falencia, una carencia tal de parte de los padres, que no hace más que distanciar las partes. Esto puede ir en aumento, dependiendo de la edad. Y quien se cree superior menosprecia la capacidad de su semejante, perdiéndose varios asuntos que tal vez sean positivos y enriquecedores.
Muchos padres pueden tener una idea relativamente clara de lo que esperan de sus hijos, como así también de lo que no desean que acabe convirtiéndose. Los gustos, los deseos, su felicidad, como deseemos expresarlo, para el día de mañana, para su futuro. Quien se limita a creer que su hijo “le tocó” de esa manera, no está ayudando a marcar los obstáculos que le esperan en el camino hacia el destino que aguarda a ese pequeño. Cada hijo tiene un destino asignado, que irá descubriendo o pasará la vida intentándolo. Forzar o inducir a un hijo para que “sea algo en la vida”, sin tener un conocimiento amplio sobre sus motivaciones e inquietudes, puede resultar como una ruleta rusa. Puede salir bien creyendo que fue por nuestra insistencia, o puede salir mal. Profesionales frustrados, hábiles y cualificados, que no se sienten realizados tras años de estudio. Y muchos padres no ven este proceso interno que corroe; están relativamente satisfechos porque sus hijos “son algo” en la vida, porque tienen estudios, porque están capacitados. No sabría catalogar si es más triste desandar el camino recorrido, entendiendo el tiempo invertido en ir, volver y retomar; o la frustración de quien no tuvo en claro su destino, fue inducido a elegir, y ya de mayor siente que su vida no es tal, que es el fruto de haber respondido a las expectativas de los demás.
Hacemos que nuestros hijos, de pequeños, sean en función a nuestros valores y lo que le inculquemos, entiendo sus límites y su carácter. Todo lo que le brindemos serán herramientas útiles para cuando llegue el momento de transitar su camino independiente del nuestro.

El regalo más adecuado. Desde el primer cumpleaños, día festivo u ocasión puntual, buscamos aquello excepcional para la ocasión, justificados en nuestras teorías sobre la utilidad lúdica o de bienestar personal de un regalo. Depende la ocasión, desenvolveremos más o daremos algo más bien sencillo. Y con el paso de los años nos vamos acostumbrando a este procedimiento, obtener, dar, y ver el disfrute. Y en ocasiones se nos escapa un detalle que al pasar los años se va acentuando; compartir los momentos, disfrutar de ese regalo interactuando con nuestro hijo. Parece estar acentuado que el tiempo es uno de los valores más preciados que tenemos, aquel que repartimos entre nuestras obligaciones y nuestros gustos. Porque invertimos el tiempo como mejor consideramos, aunque no reparemos en quien necesite un poco del nuestro. Nuestros hijos no saben pedirlo, aunque lo intentan. Tiempo sin órdenes ni mandatos, sin reproches o regaños. Dejarnos llevar por ellos, jugando a sus juegos, con sus reglas y las pautas que marcan. No es darles un juguete desarmado rodeado de chocolate, armárselos y dejar que jueguen con la novedad. A veces pasa por salir a caminar, dejando que ellos nos lleven sin un sitio predeterminado; sentarnos en su habitación para compartir el mundo que tienen armado, conociendo sus gustos y sus modos. Dejarnos pintar la cara, cuando es un poco más grande y nos relajamos, dejando que sobre nuestro rostro combine lo que aprendió o conoció. Los castillos de arena, donde el plan no es hacer una construcción arquitectónica para la envidia de quienes pasan a su lado. Es buscar la arena húmeda, es planear juntos cómo quedaría mejor, disfrutando de esos momentos. Miles de situaciones para compartir, sin reglas estrictas impuestas por nosotros, flexibles y cómplices de sus aventuras. Y a excepción de una emergencia, nada debería interrumpir el tiempo que deseemos compartir.
Y son estos momentos los que le van dando la pauta a nuestro hijo de acercarse, de preguntar por nuestras cosas o intentar entender las suyas. De sacar sus temores disfrazados, de proyectar en voz alta sus ilusiones, de manifestar sus necesidades. Podemos arrepentirnos e intentar solucionar lo que no hicimos bien, pero más difícil y complicado es remediar lo que debió hacerse en un tiempo y no se hizo. Un hijo siempre creerá que necesitará más de lo que somos capaces de darle. Porque es nuestro, porque traspasó nuestros límites, porque tiene los suyos y buscará interpretarlos con o sin nuestra ayuda. Habrá quienes crean que un hijo es nuestra continuación, una prolongación, como un retoño floreciente. Estarán los que sostengan que es alguien independiente, a nuestro cargo, pero independiente, cuyo futuro no tiene por que guardar relación con nuestras elecciones. Y también quienes mezclarán los ingredientes de convicciones y enseñanzas confiando en que es lo mejor. Son los valores y las enseñanzas que vamos incorporándole día a día los que van mellando y formando la personalidad y el actuar, evaluando periódicamente la validez de los mismos para adecuarlas a las necesidades e inquietudes de nuestros hijos.
No podemos dar lo que no tenemos. Simplemente porque no lo tenemos. Podemos hacer de cuenta que, pero no. Si algo que no depende de nosotros nos tiene preocupados y agobiados, y nuestro hijo se acerca para compartir un problema que lo tiene mal en la escuela. ¿Cuál es la validez de nuestras palabras? ¿Somos capaces de decirle que no se preocupe, que toda saldrá bien, que ya hablaremos para que el maestro esté al tanto? Tenemos miedo a perder el trabajo, a que nos vaya mal en un examen, a que la salud de quien queremos y se encuentra mal empeore. ¿Podemos consolar y transmitir confianza a nuestro hijo cuando despierta por la noche sobresaltado por un mal sueño?  

Los “diferentes”. Durante demasiado tiempo la sociedad marginó a quienes presentaban una anomalía o discapacidad física o mental. Lo diferente, lo raro, lo indeseado, suele provocar rechazo. Justificados en el razonamiento de la “utilidad” que puede tener para una sociedad una persona con minusvalías, enfermedades o inconvenientes; las personas, contagiadas por los pensamientos colectivos, desestimaban el sentido de esa vida alterada. Poco a poco, muy poco a poco, esa idea ha ido cambiando. Es muy personal el caso de quien tiene un hijo con síndrome de Down, ceguera, autismo, invalidez o cualquier inconveniente que haga que su hijo sea “especial”. Como también es personal el cómo actúa o piensa cada persona cuando tiene frente a sí una de estas personas.
Cuando tenemos delante de nosotros a un niño que presente las características enumeradas anteriormente, u otras de esa índole, habitualmente tenemos una sensación. Nos da algo, nos produce algo, no hacemos de cuenta que no lo vimos. Imaginar que ese niño nos lea el pensamiento. Imaginar que la madre y el padre, que vienen detrás, son capaces de ver tras nuestros ojos. Cuando hagamos este ejercicio de ver, sentir, imaginar y transpolar los pensamientos, nos daremos cuenta de nuestros propios y tristes límites. No es hacer de cuenta que nada pasa, que ya es normal o habitual toparse con personas así, sino de una actitud y una amplitud mental que nos permita hacer algo más que tener una sensación. Una persona “especial” es lo que es, los padres de esa persona lo ven como quieran (y sean capaces) verlo, y quienes se cruzan con una persona así pueden aprender mucho más de sí mismos, más que limitarse a tener un pensamiento o sensación.
Los hijos de padres separados. Cien páginas no bastarían para relatar, enumerar, citar casos y hablar de ellos. Los hay que se separan cuando los niños son pequeños, o cuando son más grandes. Hay quienes se separan de buenos modos, quienes lo hacen y mantienen una actitud bélica. Hay quienes rehacen su vida, y quienes su vida compartida con otra persona acabó con quien ya no está. Hay quienes se escudan tras el/los hijo/s, hay quienes no quieren saber más nada del asunto. Cualquiera sea la fórmula y el caso, están los hijos. Partícipes directos o indirectos, no tienen más remedio que enfrentar algo que en la mayoría de los casos no eligieron (también hay quienes son capaces de razonar que, para que papá y mamá estén así, mejor que no estén juntos). En ocasiones la manipulación, consciente o inconsciente, que se hace de los hijos, es tremenda. Más allá de lo complejo que resulta una separación, sus causas y motivos, como así también los efectos que acarrea, siguen estando los hijos.
Para una persona sola, si bien puede tener argumentos valederos, ha de resultar complejo intentar “remediar” la separación que hay en la mente de un niño. Debido al aumento de los índices, cotejado con décadas anteriores, es habitual que los niños cuyos padres se han separado, conozcan que otros niños también tienen esa “suerte”, compartan o no sus experiencias e inquietudes, y “sobrevivan”, como se suele finiquitar la cuestión.
Pero si los padres desean que sus hijos no pasen, el día de mañana, por este tipo de experiencias, han de buscar la ayuda y las maneras que crean convenientes y oportunas, para sanear la mente de sus hijos, intentando evitar el “contagio” que suele ocurrir en los hijos de padres separados. Aunque no tenga mucho que ver con los motivos puntuales de una separación, saber que los padres de uno se han separado es algo que “ayuda” a ese uno a tomar la decisión de separarse.
No está. Ningún padre concibe la idea de que a su hijo le ocurra una desgracia. No la contempla, no se encuentra preparado, y solo intenta minimizar los riesgos que puedan derivar en una fatalidad. Pero en ocasiones ocurre. Siempre se nos ha hecho creer que por ley de vida son los hijos quienes han de enterrar a sus padres, y dado el caso que fuese al revés, sería el doble de doloroso. Si esto ocurre, no hay ejemplos ni parecidos, situaciones similares, antecedentes o asociaciones que paleen o mermen el sentir de esos padres. Cierta vez seguí un reportaje que le hicieron a un matrimonio holandés, padres de dos hijos, y la madre, en acuerdo con su esposo, tomó la decisión de esterilizarse. El entrevistador le preguntó si contemplaban la posibilidad de que sus hijos murieran, y dada la intervención quirúrgica a la que se sometería, no podría tener más. “La muerte de un hijo no puede reemplazarse con la llegada de otro.”- respondieron los padres.
No puede reemplazarse un hijo y todo lo que significa para sus padres. Pero tampoco la vida de los padres habría de detenerse o estancarse ante una situación como esta. El sentido de la vida de nadie ha de limitarse a tener un hijo y esperar que ese hijo se encargue de dar el último adiós. Existe la posibilidad, no deseada, pero posibilidad al fin, de tener que despedir a un hijo. Es parte de la vida, injusta o maravillosa, inescrutable o cruel, que las personas mueran. Han de fortalecerse mutuamente y buscar ayuda, en amigos o familiares, en profesionales o en personas con las que puedan digerir ese mal trago. Seguramente que la vida no será la misma, pero hay que “reprogramarse” y aprender a convivir con la ausencia y el vacío que deja esa pérdida en lo más profundo del corazón. Es parte del “contrato invisible” que firmamos cuando echamos a andar por la vida. Asumir los riesgos y disfrutar del crecimiento.
Respetar las decisiones. Durante muchos años elegimos por nuestros hijos. La ropa que usarán, la escuela, el corte de pelo, el juguete que le regalaremos… Hasta que llega un momento en el que nuestro hijo comienza a tomar sus propias decisiones, oyendo la voz de su propio deseo y manifestándolo. Es muy importante la manera en la que, si no estamos de acuerdo, planteamos la situación. Todos los hijos necesitamos de la aprobación final de nuestros padres, dicha o manifiesta de alguna manera que nos dé a entender que están de acuerdo con la vida que elegimos. Cuando no se cuenta con esta especie de “bendición”, se puede tener éxito en la vida, se puede formar una familia maravillosa y un futuro prometedor, que siempre habrá algo incómodo por dentro que no nos deje tranquilos, y a menudo no sepamos bien qué es. Esto también requiere saneamiento, porque los padres no son eternos, y pueden marcharse sin haber manifestado su contentamiento por la elección de su hijo.
Podemos creernos que, planteada nuestras elecciones de vida y manifestado el desacuerdo de nuestros padres, al fin y al cabo habremos elegido lo que nosotros queremos, tenemos fundamentos y argumentos, y eso nos basta para continuar con nuestra elección. Hay hijos que confían y entregan su vida a las sugerencias y consejos de sus padres. Acertarán y se equivocarán aleatoriamente, pero siempre será la culpa y gracia de los padres las que marquen esa vida. Hay hijos que por el contrario, cuando los padres aconsejan blanco, eligen negro. Cuando dicen por la izquierda, ellos por la derecha. Se equivocarán muchas veces, pero acertarán otras tantas. Allí, en esas bifurcaciones de criterios, es cuando aparecen los “te lo dije, pero no me escuchas”, “te felicito, has tenido suerte”, o los silencios porque la voluntad del hijo se ha hecho manifiesta y aunque no se haya coincidido con ella, resulta positiva.
Los hijos se forman, se van moldeando y llenando de herramientas para vivir su vida. Y llega el momento de que sean consecuentes y responsables de sus actos. Por todo el amor y las expectativas con las que los hemos concebidos, hay que dejarlos ser. Cualquier alegación que se diga en función a “es para evitar que…”, no es más que una apropiación de esa vida, como si de un titiritero se tratara, pretendiendo mover los hilos para que por su bien, todo sea como nosotros consideramos y no como ellos juzgan. ¿Es necesario decirle a un hijo que algo se hace o se dice por su bien, que no es porque no lo queramos?
En ocasiones asocio el crecimiento de un hijo como el de una planta que se hará grande. Y así como la planta necesita de un palo o un hierro que, paralelo a su tallo, guíe y sostenga al tallo para que crezca recto hacia arriba, entiendo que algo similar ocurre con los hijos. Paralelos a nuestros hijos, sustentamos su propio crecimiento para que el día de mañana se vea lo más recto posible. Y la gracia de esta asociación es tener una idea del tipo de planta-hijo que tenemos. Si nos hace ilusión que un helecho cubra espléndidamente una pared, podarla constantemente como si fuera un bonsái dificultará que veamos realizado el sueño. Si dejamos los tomates a su suerte en lugar de atarlos al almácigo, tendrá frutos que se pudrirán rápidamente antes de ser disfrutados. Las ramas del árbol que van hacia los costados y no siguen homogéneamente al tronco, posiblemente cualquier día de tormenta se partan. El cuidado para nuestros hijos es especial y meticuloso en cuanto a los límites; ni demasiada libertad y despreocupación, ni el agobio constante sobre sus actos y decisiones.

Hijos de inmigrantes. No solo es el apoyo de papá y mamá cuando la familia se muda a otro país y los cambios afectan al hijo, sino también los hijos que conocen a quienes van llegando de otras tierras. Quienes dejan su tierra, sus costumbres y hábitos, su sociedad y sus maneras, lo hacen buscando mejorar. Los hijos no suelen tener problemas para adaptarse a la nueva sociedad, aunque tengan formados sin querer dos mundos paralelos. Viven cada día en las horas que pasan en su casa, en lo que oyen de sus padres; y el que conforman al salir al exterior, en la escuela, clubes o parques. Se integran muy rápido los hijos de inmigrantes, pero en varias ocasiones sufren la dualidad de lo que experimentan y lo que oyen de sus padres. Suele ocurrir que los padres inmigrantes, en la constante búsqueda por mejorar la calidad de vida, dejan de lado las expectativas que el hijo va adquiriendo en la nueva tierra, aferrados a la ilusión y lo que para los mayores es lo mejor para el futuro. Es fundamental la integración, y aunque ésta no sea amplia o total, al menos se resuma en la aceptación de los padres de la nueva tierra en la que eligen vivir y los beneficios que traerá para ese hogar esa actitud.
Y así como están los hijos de inmigrantes, están los demás hijos, aquellos que año tras año van incorporando nuevos colegas o compañeros de otros países a su evolución. Lo que representan, lo que pueden aprender o compartir, el interés y las ayudas, dependen de los valores que tengan incorporados estos hijos. Nada fundamenta el racismo en los niños, más que lo que han aprendido o le han inculcado. Ni darán una bienvenida como si de llegar a Hawái se tratara, ni pasarán meses discriminando al hijo de inmigrante. Resulta de más provecho lo que puedan transmitirse unos a otros, aunque no todo sea positivo y ejemplar, que la indiferencia o intolerancia ante lo nuevo o lo desconocido. Hacer un mundo mejor para nosotros y para nuestros hijos el día de mañana es complicado, arduo y en ocasiones frustrante; pero no solo lo que le dejaremos nos valdrá de consuelo en nuestras búsquedas, también lo que día a día le incorporemos a nuestro hijo y nos vaya devolviendo, en alegrías, en preguntas, en intereses puntuales y en actitudes. No es algo tangible, que se pueda ver puntualmente, sino como encaminarse al final del arco iris, donde siempre se dijo que estaba enterrado un cofre pleno de riquezas. Entender que esto no sea cierto y por ende no hacer el camino difiere bastante de ir, no por el tesoro en sí, sino por lo bonito y cambiante que resulta el paisaje debajo del arco iris.
No es el final y la recompensa por llegar, en el cual se invierte nada más que una vida; sino el día a día, lo “rico” inmaterial que vayamos haciéndonos y trasmitiendo a nuestra descendencia. Resulta curioso que perdamos la ilusión, que nos hayamos enterado del ratoncito Pérez, de Papá Noel, los reyes magos, de los muñecos disfrazados de los parques de atracciones, y cambiemos todas estas farsas tradicionales por la zanahoria colgada de un palo que tenemos delante de nuestros ojos. Porque Pérez puede ser ahora una hipoteca, el gordo de barba blanca es como el que nos puede ayudar a cambiar el coche, los reyes magos ojalá que traigan trabajo y salud, y las personas disfrazadas pues, siguen siendo eso, personas disfrazadas de algo que no son.

Hace un tiempo, mientras compartíamos las experiencias de ser padre con un amigo, me refrescaba aquello de: “Nos pasamos un año intentando que nuestro hijo camine y hable, y luego estaremos veinte diciéndole que se siente y se calle.”
También por el camino aprendí que en la infancia y adolescencia deseamos que nuestro hijo sea aplicado, responsable y que nos hagan caso en lo que le decimos, que es por su bien, claro. Y cuando son mayores pretendemos que abran las alas, que vuelen, que sean alguien en la vida, que el éxito no se les resista y que sus límites sean amplios.
Los hijos nos ayudan a ser mejores padres cuando nos tomamos un momento para ponernos en su lugar y volver a estar en el nuestro. Porque ponernos en su lugar, aunque no nos corresponda, es un ejercicio práctico y enriquecedor si buscamos sernos sinceros y un tanto objetivos. Vernos con sus ojos, no con los nuestros en un cuerpo pequeño. Allí es cuando podemos tomar cierta dimensión de lo maravilloso que puede ser el mundo, de los pequeños problemas que se vuelven inmensos, de las respuestas que oímos sin terminar de entender por qué.
¿Por qué respetamos a la policía? ¿Por temor, por lo que hemos aprendido, o por lo que significa habitualmente un policía? Hay pautas sociales establecidas, y estos funcionarios son lo que se ocupan de que sean respetadas. Más allá de las anécdotas, las asociaciones o los conceptos que cada uno tenga, los policías están para que las leyes sean respetadas.
Pues los padres pueden llegar a ser policías para sus hijos, salvando las distancias. Hay pautas que deben de ser respetadas, como los límites transgredidos que deben de ser “castigados”. El castigo busca que la enseñanza se haga presente y el problema no vuelva a repetirse. No es malo ni bueno castigar a un hijo y lo que ello puede representar para cada uno; es necesario y de provecho para quien sufre el castigo que alguien vele por sus intereses. Castigar o sancionar nada tiene que ver con no-querer. Las correcciones o enseñanzas que los padres no apliquemos sobre nuestros hijos, se las aplicará la vida, sin miramientos ni contemplaciones, sin explicarle a esa persona el por qué de su sufrir posterior. Lo que no se aprendió de niño se aprende de grande.